Introducción
Los que se ocupan mucho de las dificultades y luchas de los recién
convertidos, con frecuencia oyen expresiones como éstas: En el principio me
creía salvo, pero ahora empiezo a temer que, después de todo, esto no haya sido
más que una ilusión, porque, lejos de sentirme mejor, me siento peor que antes
de mi conversión.
En casos como éstos se darán cuenta que estas personas no están
preocupadas propiamente por sus pecados, sino que se hallan profundamente
desalentados por el descubrimiento lento de que su nuevo nacimiento no ha, en
modo alguno, mejorado su mala naturaleza, que ahora les parece mucho peor que
antes de su conversión. De ahí, los muchos esfuerzos inútiles para mejorarla,
los cuales no hacen sino agravar este estado miserable.
Cuando la persona está en tal estado, Satanás ve una ocasión propicia
para lanzar sus dardos de fuego. El nos sugiere que somos unos miserables
hipócritas, profesando ser lo que sabemos que no somos; y que lo mejor que
podríamos hacer sería abandonar la tarea, mostrándonos bajo nuestro verdadero
estado, ¡y confesar que jamás hemos sido convertidos!
Oh, ¡qué angustia, qué agonía moral causan tales ataques, en tanto que
la verdadera libertad no se conoce! Sólo los que ya han pasado por ella pueden
comprender la terrible amargura que esto causa al que duda. El deseo de
ayudarles ha motivado estas páginas.
Desde el momento en que Dios establece un hecho en Su palabra, debemos
aceptarlo y creerlo, aun cuando nuestra razón no pueda comprenderlo, ni esté de
acuerdo con nuestra experiencia. Dios es su propio intérprete y a su tiempo,
"hará la cosa clara" a la persona que pacientemente espera en El.
Pero aunque no lo hiciera, nuestro deber es siempre creer, puesto que Dios no
puede errar.
Antes de empezar el asunto que debe ocuparnos, permítame expresar mi
pensamiento por medio de un ejemplo que
Dios bendiga en cada lector, todavía inseguro de si posee o no la vida
eterna.
Abran su Biblia en el Evangelio de Juan, capítulo 3, y encontrarán en
los dos últimos versículos, cuatro hechos positivos y establecidos por Dios.
Son los siguientes:
1. El Padre ama
al Hijo
2. Todas las
cosas las ha entregado en Su mano.
3. El que cree
en el Hijo, tiene vida eterna.
4. El que es
incrédulo al Hijo, no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él.
Pues bien, lo repito, he aquí cuatro hechos que no son simples opiniones
humanas, basadas en nuestra experiencia, sino hechos inalterables. La manera en
que esta verdad obre sobre Ud. al creerlo, es una cuestión del todo diferente,
y viene a ser entonces un hecho de sentimiento o de experiencia.
La noticia de la entrada victoriosa de las fuerzas alemanas a París,
hace algunos años, produjo sin duda, diferentes impresiones al llegar a oídos
de diversas personas en los distintos países; pero el hecho era el mismo aunque
afectara de diferente forma. La experiencia se producía al saber la noticia,
pero el hecho en sí no dependía de la experiencia.
Un joven que depende de sus sentimientos
Veamos otro ejemplo. Un joven debe entrar, al ser mayor de edad, en
posesión de una gran fortuna. Una mañana el padre le dice: — ¡Te felicito, hijo
mío! desde hoy eres mayor de edad. —Perdón — le contesta —Creo que estás
engañado. — ¿Cómo es esto? — dice el padre sorprendido.
— ¡Ah! por tres motivos o razones. Primero, porque no siento que tenga
los veinte y un años. Luego, porque esta mañana me vi en el espejo, y estoy convencido
de que no tengo aspecto de tener esa edad. Y, por fin, muchos de mis amigos
íntimos están convencidos de que no puedo tener más de diez y ocho a diez y
nueve años. ¿Cómo, pues, habré llegado a la mayoría? Mis amigos no lo piensan,
yo mismo no lo siento, y no parece que los tuviera.
En tal caso, ¿qué hará el padre? Tendrá que buscar la fe de bautismo y
si el hijo todavía no se convence, no lo conseguirá de ningún otro modo.
Pero dirá Ud.: ¿Quién sería tan tonto para pensar algo así? Yo le diría
que tenga cuidado de no cometer un disparate peor. No se puede negar que ahora
hay multitudes de cristianos que profesan creer en Cristo, y siguen exactamente
el mismo orden de argumentación, y esto en presencia de los hechos más
evidentes de la palabra de Dios. Luego, si el testimonio escrito por el padre,
en el registro de familia, basta para convencer al hijo de su verdadera edad,
no importa los sentimientos que él tenga a ese respecto. Pues con mayor razón
la palabra escrita por Dios, "salida de su boca", debe bastar para
darnos la plena seguridad de nuestra bendición eterna. Note Ud. como en Mateo
4:4, Cristo une estas dos expresiones: "escrito está" y "la boca
de Dios". La fe lo hace siempre así.
Lo que Dios ha hecho
Pasemos ahora al examen de los cuatro hechos mencionados más arriba:
1. El Padre ama al Hijo.
— ¿Creé Ud. este hecho?
— ¡Ah, si!—dice Ud. —lo creo.
— Pero ¿siente Ud. que el Padre ama al Hijo?
—No se trata de lo que pienso o siento— dice Ud. —tengo plena seguridad
de ello, porque la Palabra de Dios lo dice así. Este es un hecho y lo creo como
tal.
2. Todas las cosas las dio en su
mano.
—Sí—repite Ud. —también creo este hecho firmemente.
—Pero, ¿cree Ud. en él porque lo siente, o porque ve que Dios ha puesto
todas las cosas en las manos del Hijo?
—Ni lo uno, ni lo otro— responde Ud. —estoy plenamente convencido de ello,
porque Dios lo declaró así.
3. El que cree en el Hijo tiene vida eterna.
En un versículo más adelante de este mismo capítulo, leemos: "El
que recibe su testimonio, éste atestigua que Dios es veraz" (Juan 3:33).
Note Ud. que según esto, Dios no solamente ha dado un testimonio claro con
relación a su muy amado Hijo, sino que muchas veces, ha declarado los hechos
más positivos en relación con los que realmente creen en El. —Si solamente
pudiera creer que soy salvado, lo sería— decía una vez cierta persona de edad
—pero todavía no tengo bastante fe.
Por muy posible que pueda parecer este lenguaje, no es del evangelio.
Dios no dice: "Si tienen suficiente fe para creer que tienen vida eterna,
la tendrán". Sena esto hacer de nuestra fe un salvador y excluir a Cristo.
Pero si creo en su Hijo, Dios me da un simple hecho: que tengo vida eterna, y
por mi parte, me deja simplemente afirmar que "Dios es veraz". Si la
ira de Dios está sobre el incrédulo, lo sienta éste o no, de igual forma el
creyente tiene la vida eterna, piense o no sentirla suficientemente.
4. El que es incrédulo al Hijo... la ira de Dios está sobre él.
Todavía le pregunto: — ¿Cree Ud. esto, que la ira de Dios está sobre el
incrédulo?— Tal vez todavía conteste afirmativamente. Pero suponga que el incrédulo
no lo siente. — ¡Ah! —Exclamará Ud. —No por eso la ira de Dios dejaría de estar
sobre él. Ya sea que lo sienta o no, la verdad es la misma.
Este es un hecho que está en la palabra, y "la Palabra del Dios
nuestro permanece para siempre" (Isaías, cap. 40, ver. 8). —Pero— Ud. dirá
—yo no soy un incrédulo, verdaderamente creo en el Hijo de Dios.
Ahora repase Ud. el tercer hecho que explicamos arriba.
Dos dificultades
Pero tal vez alguna persona angustiada diga: "Esta no es mi
dificultad; no dudo, ni por un solo instante, de que el creyente posea
actualmente la vida eterna; pero comparando mi experiencia diaria con otras verdades
muy claras de la Palabra de Dios, dudo mucho de que yo haya nacido de
nuevo".
En la primera Epístola de Juan, por ejemplo, hay tres hechos absolutos
que caracterizan al que es "nacido de Dios", y por más que me
esfuerce en buscar, no veo cómo pueden corresponder éstos a mi estado.
1. "no practica el
pecado... y no puede pecar" (1 Juan 3:9).
2. "Vence al mundo" (1
Juan 5:4).
3. "El maligno no le
toca" (1 Juan 5:18).
Ahora bien, según estas afirmaciones de las Escrituras, me veo obligado
a confesar:
1. que puedo pecar, y ¡ay! cómo
peco.
2. que en lugar de vencer al
mundo, constantemente él me vence a mí.
3. que el enemigo me derrota
sin cesar y con mayor razón me toca.
—Es extraño— dirá Ud. — a menudo me molestan, y hasta me horrorizan
tales pasajes, en vista de mis propias experiencias.
En efecto, esto que le sucede no me sorprende. Pero con el fin de
animarle, permítame decirle que los que están "muertos en sus
pecados" jamás sienten semejante angustia.
Sólo los convertidos pueden desear responder a los pensamientos y a los
deseos de Dios. El que no se ha convertido no desea "conocer Sus
caminos". Porque "no hay temor de Dios delante de sus ojos" (Romanos
3:18).
Volvamos a nuestro asunto.
Ud. acaba de mencionar una imposibilidad; que "el que es nacido de
Dios... no puede pecar". Consideremos una segunda dificultad (Romanos 8:7,
8). "Por cuanto la mente carnal es enemistad contra Dios; porque no se
sujeta a la ley de Dios, ni tampoco puede; y los que viven según la carne no
pueden agradar a Dios". Fíjese Ud. bien en estos importantes contrastes:
"En la carne" y "no pueden agradar a Dios".
"Nacidos de Dios" y "no pueden pecar".
Es bueno notar aquí que en la Escritura la palabra carne tiene dos
significados:
1. Se usa para hablar del cuerpo físico, por consiguiente: "Dios
fue manifestado en carne" (1 Timoteo 3:16). Y Pablo escribiendo a los
Colosenses, dice: "todos los que nunca han visto mi rostro" (2:1).
2. Es la naturaleza mala y caída de todo hijo de Adán, la naturaleza
envenenada por el pecado, que en ella mora, la que es la fuente de todas las
malas acciones que comete el hombre. "Porque el deseo de la carne es
contra el Espíritu..." (Gálatas 5:17).
Dos naturalezas distintas en
una misma persona
Hemos visto que al nacer recibimos una naturaleza mala, tan mala que le
es imposible someterse a la Santa Ley de Dios. Ella no puede "agradar a
Dios". "He aquí", dice el salmista, "en maldad he sido
formado, y en pecado me concibió mi madre" (Salmo 51:5).
Pero en el momento que nacemos espiritualmente (los que nacemos de
nuevo) por la obra soberana del Espíritu Santo, recibimos por medio de la
Palabra de Dios (Santiago 1:18; 1 Pedro 1:23), una naturaleza enteramente
diferente, una "naturaleza divina" (2 Pedro 1:4), una vida nueva. El
Señor lo declara en las palabras de Nicodemo: "Lo que es nacido de la
carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es" (Juan 3:6).
Entonces el creyente posee dos naturalezas, la nacida de la carne y que,
por su misma esencia, no puede agradar a Dios y la que es nacida del Espíritu y
que, por su misma esencia, no puede pecar, porque es nacida de Dios. En la
Epístola de Pablo a los romanos, capítulo 7, verá Ud. estas dos naturalezas
mencionadas, como por ejemplo en el último versículo (25):
"Así que, yo mismo con la mente [es decir con el espíritu renovado,
o, como lo hemos ya expresado, con la nueva naturaleza] sirvo a la ley de Dios,
más con la carne [es decir en la vieja naturaleza] a la ley del pecado". Y
en los vers. 22-23: "Porque según el hombre interior, me deleito en la ley
de Dios; mas veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi
espíritu [mente] y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis
miembros".
Una ilustración doméstica
Un simple ejemplo nos podrá servir de ilustración:
Una campesina puso a empollar huevos de pata a una gallina; después de
unas semanas se dio cuenta de que un enemigo de la clueca había destruido la
mayor parte de los huevos. En seguida los reemplazó por huevos de gallina
Vino el día de salir los pequeñuelos del cascarón, y la gallina se vio
madre de dos especies muy distintas de diminutos seres. De momento, ella no se
inquietó gran cosa; pero un hermoso día vio muy espantada, que los patitos
habían huido echándose en el estanque próximo. Estaban tan contentos en su
primera excursión en el agua, que todos los cloqueos y apremiantes llamados de
la madre resultaron inútiles para hacerles salir de allí. Los polluelos, por el
contrario, no mostraron el menor deseo de aventurarse en el peligroso elemento.
Habrían sido muy desgraciados si se les hubiera obligado.
Aquí tenemos dos naturalezas muy distintas, y sus gustos y costumbres
enteramente diferentes. La que proviene del huevo de pata, con la naturaleza de
esta última; y la que proviene del huevo de la gallina con la naturaleza de la
misma; y sin embargo, las dos fueron empolladas en el mismo nido. Pero todas
las labriegas del Universo, ayudadas por los hombres de ciencia, no lograrán
jamás cambiar la naturaleza de un patito en la de un pollito. Cada cual
conservará siempre su naturaleza y modo de ser.
Ahora bien, las dos naturalezas en el cristiano son mil veces distintas,
en virtud de la diferencia de origen. Una viene del hombre (del hombre perdido,
culpable, caído); la otra viene de Dios, en toda santidad de su naturaleza sin
mancha. Una es humana y manchada, la otra divina y, por consiguiente,
perfectamente pura. Todo pensamiento o acción mala en el creyente, tiene que
salir de la naturaleza vieja. Todo buen deseo, todo hecho aprobado de Dios, se
origina en la nueva naturaleza.
¿Se mejora la vieja naturaleza con la nueva?
Sólo existe una sola respuesta a esto: Nada puede mejorar la carne. De
todas maneras se ha intentado la prueba de ello, desde la caída de Adán en el
Edén, hasta la cruz de Cristo. Y ¿cuál ha sido el resultado? El hombre
desobedeció voluntariamente la santa ley de Dios, cuando Dios le mandó
obedecerle. Su Hijo fue cruelmente entregado a la muerte cuando vino a visitar
en gracia este mundo.
Entonces en lugar de mejorar la vieja naturaleza con la presencia de la
vida divina, lo que se hace es poner de manifiesto la completa perversidad de
ella. Si Ud. le da a un pobre mendigo un vestido nuevo, ¿cree que éste
embellecerá la apariencia de su viejo chaleco roto? —Bueno—dice Ud. —si mi
vieja naturaleza no puede ser perdonada, ni mejorada, se presentan dos nuevas
dificultades:
1. ¿Cómo puedo
ser librado de ella?
2. ¿Cómo podré
sujetarla a mí?