“Ni murmuréis, como algunos de
ellos murmuraron, y perecieron por el destructor” (1 Corintios_10:10).
Los israelitas no
cesaron de quejarse durante su travesía por el desierto; eran quejosos
crónicos. Se quejaban por el suministro de agua; se quejaban por la comida y se
quejaban del liderazgo que Dios les proveyó. Cuando Dios les dio maná del
cielo, pronto se cansaron de él y deseaban los puerros, las cebollas y los ajos
de Egipto. Aunque no había supermercado o zapaterías en el desierto, Dios les
abasteció de una inagotable cantidad de comestibles por cuarenta años, y de
zapatos que nunca se desgastaban. En vez de estar agradecidos por esta provisión
milagrosa, los israelitas se quejaron sin tregua ni descanso.
Los tiempos no han
cambiado. Los hombres de hoy en día se quejan por el clima: es demasiado
caliente o frío, muy húmedo o muy seco. Se quejan por la comida, por la salsa
apelmazada o la tostada quemada. Se quejan de su trabajo y el salario, por la
falta de empleos aunque tengan uno. Critican al gobierno y sus impuestos, pero
al mismo tiempo demandan beneficios y servicios cada vez mayores. Se sienten
desdichados al lado de otras personas, por su automóvil o el servicio en el
restaurante. Se quejan de dolores y achaques insignificantes. Quisieran ser más
altos, más delgados y atractivos. No importa con cuanta bondad Dios los haya
tratado con el paso de los años, de todos modos dicen: “¿Qué ha hecho Dios por
mí recientemente?”
Debe ser una
desgracia para Dios tener gente como nosotros en Sus manos. Ha sido tan bueno
con nosotros, abasteciéndonos no solamente de lo necesario para la vida, sino
hasta de lujos que Su propio Hijo no disfrutó cuando estuvo en esta tierra.
Tenemos buena comida, agua pura, casas confortables y ropa en abundancia.
Poseemos la vista, el oído, el apetito, la memoria y tantas otras misericordias
que damos por descontado. Nos ha protegido, guiado y sostenido. Sobre todo, nos
ha dado vida eterna por medio de la fe en el Señor Jesucristo. Y ¿Qué
agradecimiento recibe a cambio de todo esto? Nada más que una reiterada
retahíla de quejas.
Tenía un amigo en
Chicago hace años que daba una buena respuesta cuando alguien le preguntó:
“¿Cómo estás?”, replicaba: “Sería un pecado quejarme”. A menudo pienso en esto
cuando me siento tentado a murmurar. Quejarse es un pecado. El antídoto contra
las quejas es la acción de gracias. Cuando recordamos todo lo que el Señor ha
hecho por nosotros, nos damos cuenta de que no tenemos razones para quejarnos.
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