«Una carga de dolores indeciblemente pesada...»
Este salmo, muy
conocido por todo cristiano familiarizado con la Escritura, casi no menciona
-salvo por una idea general- las consecuencias de la obra de Cristo. Éstas son
desarrolladas más extensamente en otros salmos y, en lo concerniente a la
Iglesia, en el Nuevo Testamento. Pero todo lo que encontramos en los salmos, en
cuanto a experiencias individuales (por ejemplo en el Salmo 32) o en cuanto a
bendiciones para el pueblo o para la tierra entera, tiene su fundamento aquí.
En efecto, este salmo se caracteriza por poner ante los creyentes al propio
Cristo en sus sufrimientos infinitos e infinitamente variados, y sobre todo en
el sufrimiento supremo sin el cual todos los otros no habrían tenido ningún
efecto a nuestro favor, a saber, el sufrimiento de ser abandonado por Dios. De
este salmo se puede decir con propiedad, pues, que constituye el centro moral
del libro de los Salmos, pues nos muestra la obra del Señor Jesús, la que hace
posibles todas las bendiciones contenidas en el resto del libro y el
cumplimiento del consejo de Dios para con su pueblo y para con la tierra.
Estamos aquí en presencia de lo que está en el corazón mismo del pensamiento de
Dios con respecto a su gloria y también con respecto a nuestra bendición: los
sufrimientos de Cristo durante las tres últimas horas de la cruz. Es un hecho
curioso y humillante nuestra propensión a descuidar a menudo este tema mayor
para ocupamos en cosas de un orden inferior. Pero, evidentemente, se trata del
tema más difícil de meditar, pues exige el más ejercitado y el más serio estado
de alma. Se puede disertar sobre las bendiciones cristianas, pues ello tiene su
debido lugar y constituye una preciosa fuente de aliento y consuelo; pero, sin
embargo, no debe perderse de vista que todas las bendiciones del creyente no
son más que el fruto de este sufrimiento. Además, en el tema central que consideramos
hay, por sobre todo, una fuente de luz como no la encontramos en ninguna otra
parte. Ello nos invita a detenernos allí con el socorro del Espíritu de Dios,
seguros de que, si podemos asomarnos con santo temor sobre este infinito, ello
será para bien de todos nosotros.
Inmediatamente,
sin preámbulo, somos colocados ante el gran hecho del abandono de Cristo, pues
el primer versículo lo escuchamos de boca del Señor en la cruz. Es uno de los
más profundos, de los más maravillosos, de los más insondables versículos de la
Escritura. Como ocurre generalmente en este libro, el primer versículo del
salmo expresa el pensamiento fundamental de éste. Él introduce, además, la
primera parte del salmo (versículos 1 a 21), la que nos presenta al Señor Jesús
crucificado. Todo lo que nos describen estos versículos, y los pensamientos que
en ellos se expresan, corresponden a lo que se desarrolló durante las seis
horas de la crucifixión (Marcos 15:25, 33), pues si encontramos -como en el
primer versículo- los sufrimientos expiatorios del Señor, también tenemos
ocasión de considerar muchos otros sufrimientos que les precedieron. La segunda
parte del salmo (versículos 21 a 31) nos presenta los resultados de lo que él
pasó, resultados que sucesivamente están relacionados con el residuo de Judá
-asimilado a la Asamblea- en el tiempo que siguió a la resurrección del Señor
(según Hebreos 2:12); luego con Israel, los que temen a Jehová, los mansos;
seguidamente con los que serán convertidos cuando el Evangelio del reino sea predicado;
y, por Último, con los que nacerán durante el milenio: "pueblo no nacido
aún" (v. 31).
Se puede
destacar que, en la mayor parte del salmo, solamente Cristo habla. En otros
salmos -el precedente, por ejemplo- escuchamos a muchos interlocutores. Aquí
no, y el mismo Jesús es quien se expresa durante esos momentos terribles. Así
sucede desde este maravilloso primer versículo, acerca del cual podemos pedir
que jamás pierda -por más que sea citado- su fuerza sobre nuestros corazones y
nuestras conciencias: “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?” El
evangelio de Mateo (27:46) nos enseña con precisión que Jesús exclamó así, a
gran voz, cerca de la hora novena. El Espíritu Santo incluso ha conservado para
nosotros esta incomparable frase en la lengua en la cual fue pronunciada, como
para subrayar su importancia: "¡Elí, Elí, lamá sabactaní!"
A ese grito,
sin hesitación, el corazón del creyente responde: «¡Fue por mí!» Y es preciso
pensar que todos aquellos que en lo sucesivo se vean beneficiados por esta obra
-sea el residuo de Judá, Israel o la tierra entera- podrán dar a este grito una
respuesta semejante en el fondo, aunque diferente en su desarrollo. Sin
embargo, no se trata en primer lugar de la bendición de los hombres, sino mucho
más bien de la gloria pura y eterna de Dios. Eso es lo que puede inspirarnos el
sentimiento de la magnitud del ultraje que constituye para Dios el más
insignificante de los pecados, la más pequeña desobediencia, el menor signo de
propia voluntad. Un pecado, cualquiera que sea, ultraja a Dios, y la medida del
sentimiento que despierta en Dios no es dada más que por el desamparo de Jesús.
¡Cuánta luz proyecta ello sobre el estado y la historia del mundo entero! No es
el mal que está en uno comparado con el mal que está en otro. Es el mal que
está en el hombre puesto en presencia de Dios mismo y la manera en que Dios lo
trata. Nosotros nos sentimos inclinados a atenuar el mal porque nos olvidamos
de Dios, pero Cristo, justamente porque no lo olvidó, tuvo que vérselas con Él
en las condiciones que tenemos aquí. Él no murió sólo por pecados que causan horror,
sino también por toda la locura, la ligereza, la frivolidad, las faltas más
benignas o las más fundamentales de la naturaleza humana. Todo es igualmente
horroroso e igualmente condenado.
El Señor Jesús
suministró allí a Dios, su Padre, la ocasión única de dar la medida de lo que
él es con relación al mal. El juicio de los impíos y el lago de fuego y azufre
no darán esta medida en igual grado; es un juicio merecido, ejercido contra
pecadores, contra rebeldes, mientras que, en el caso de Cristo, la medida es
perfecta porque la cólera de Dios se ejerce sobre alguien que, por obediencia,
se ofrece perfecto para ser hecho “pecado por nosotros” (2 Corintios 5:21).
Aparentemente, Dios no era justo castigando así a su Hijo; sin embargo,
precisamente de esa manera él daba la medida absoluta de su justicia. Nada es
más adecuado para santificar el alma que la meditación de esas cosas.
El gozo que el
Señor compartía con su Padre era infinito; y de este gozo debía ser privado. En
ínfima medida sabemos lo que es sufrir cuando nos vemos privados de la comunión
con el Padre. Lo sufrimos en la proporción del valor que cada uno de nosotros
atribuye a tal comunión. Para Cristo, esta comunión tenía un valor infinito, de
manera que su interrupción debió de ser un sufrimiento infinito.
Esas tres horas
terribles de la hora sexta hasta la hora novena son las que, en la angustia del
combate, el Señor anticipaba en Getsemaní. Todo el horror del abandono pasaba
por su alma. Es comprensible que, ante el pensamiento de ser desamparado por
Dios -de quien había hecho todas las delicias y a quien había glorificado en
toda circunstancia con una entera obediencia- el Señor haya sido invadido por
el terror, que haya sido grandemente angustiado y que su alma haya sido
oprimida por una tristeza que llegaba hasta la muerte (Marcos 14:34).
Conviene
recordar que el Señor Jesús fue cargado judicialmente con nuestros pecados sólo
a partir de la sexta hora. Pero, desde la sexta hasta la novena hora, él, que
era perfecto, a quien jamás había alcanzado mancha alguna, no sólo llevó ese
peso de nuestros pecados sino que fue hecho pecado paya que Dios condenara
"el pecado en la carne" (Romanos 8:3). El, que tenía acerca del mal
una sensibilidad infinita, una entera repulsión era allí considerado -no
podemos olvidarlo- de la misma manera que él mismo consideraba al pecado y era
tratado como el mal lo merece, no a los ojos de los hombres, sino a los de
Dios. Y, para Dios, el pecado, lo sabemos, tiene el doble carácter de mancha y
de culpabilidad. La mancha es un hecho abominable para un Dios santo, y la
culpabilidad, por su lado, reclama de parte de un Dios justo un juicio sin
remisión. Es preciso que nos coloquemos bajo esta luz, pues allí -y sólo allí-
se pueden hacer progresos en cuanto al discernimiento de lo que es el bien y el
mal. El grado definitivo en la medida del bien y del mal sólo se encuentra
allí, durante las tres horas. Todo el resto es relativo; allí está lo absoluto.
Entonces, como
se ha tenido ocasión de expresarlo alguna vez, uno puede preguntarse cuál era
la fuerza que sostenía al Señor al hundirse en este abismo, por qué maravilla
de gracia, de fuerza, él pudo introducirse en esas tres horas de tinieblas en
las que debía ser desamparado. No podía apoyarse en Dios, él que en los
evangelios declara que su comida era hacer la voluntad de su Padre y cuyo gozo
era obedecerle. En Getsemaní, él llama a su Padre "Abba, Padre"; en
la misma cruz, tanto antes como después de las tres horas, él habla a su Padre.
Pero, durante las tres horas, ¡no más! La única fuerza para su corazón, lo que
había sido su apoyo incluso debía faltarle. Menos aún podía contar con sus discípulos;
no podía contar con nada ni nadie. ¡Tal fue el desamparo de Jesús! Sin embargo,
tenía una cosa, una sola cosa para sostenerle y para llevarle allí: la potencia
de su amor, su amor por Dios y su amor por los suyos. Se encuentra aquí
evidenciada, revelada de una forma definitiva y absoluta, la potencia del amor
divino. Todo el resto es de un orden inferior. "Por el gozo que fue puesto
delante de él" -nos dice Hebreos 12:2- "soportó la cruz, despreciando
la vergüenza". Este gozo no era otro que el amor del Padre actuando en él,
puesto que tenía ante sí el gozo de haber glorificado a Dios en una medida
infinita. La perfección, cualquiera sea su grado, está en relación con el amor
que se tiene hacia Dios; aquélla es el fruto de éste. El Señor probó que él
podía decir con toda razón: "Yo amo al Padre" (Juan 14:31).
Recordemos también, a propósito de ese maravilloso amor, este pensamiento de
uno de nuestros antiguos hermanos: «Nada hay comparable a la cruz, salvo el
corazón de Aquel que murió en ella».
Está escrito:
"Muchas aguas no pueden apagar el amor, ni los ríos lo pueden anegar"
(Cantar de los Cantares 8:7); ello es cierto, absolutamente, respecto del amor
divino de Jesús, amor ardiente que las olas del juicio que pasaron sobre él no
pudieron apagar en su corazón.
Fue un momento
único: los hombres estaban contra el Señor, los discípulos lo habían
abandonado; todos los poderes del infierno estaban allí; y luego -cosa aún más
terribles- Dios mismo se volvía contra él. Frente a ello, el Señor Jesús está
absolutamente solo. Él había dicho a Pedro: "¿O acaso piensas tú que no
puedo orar a mi Padre, y él, ahora mismo, pondría a mi servicio más de doce
legiones de ángeles?” (Mateo 26:53). Pero los ángeles que están allí contemplan
esta escena y no pueden intervenir.
Algo muy digno de atraer la atención de
nuestros corazones es ver desamparado al Justo, a aquel que habría podido
ascender al cielo. Pero él debía adquirir para Dios, por medio de su sangre,
hombres de toda tribu y lengua y pueblo y nación para hacerlos reyes y
sacerdotes. Se trataba precisamente de la salvación de aquellos que, por sus
pecados, eran la causa de esas horas terribles, pues nosotros estábamos también
presentes, por nuestros pecados, en esa escena única, de modo que no podemos
contemplarla sin comer hierbas amargas (Éxodo 12:8) con el sentir de los
sufrimientos que hemos costado al Señor.
Esto lo
recordamos, ante todo, el primer día de la semana. La alabanza está ligada a
ese desamparo de Jesús para gloria de Dios, para que todo lo que es Dios, en
amor respecto a los pecadores y en santidad respecto del pecado, tenga ocasión
de ser manifestado. En consecuencia, el culto, la cena, deberían ser celebrados
con corazón verdadero y una profunda sencillez, en oposición al formalismo y la
ligereza. No basta derramar lágrimas de sentimentalismo humano, como lo hacían
las hijas de Jerusalén que seguían al Señor cuando llevaba la cruz. Es preciso
el recogimiento, el temor que sólo el Espíritu Santo y la Palabra pueden
producir y mantener en el corazón de los santos, con la humillación resultante
del recuerdo de que nuestro pecado necesitó de esas horas. Nada nos pondrá tan
graves y serios como la contemplación de este desamparo de Jesús, quien no tuvo
ninguna atenuación a su sufrimiento cuando bebió la copa amarga.