miércoles, 5 de agosto de 2015

Doctrina: El pecado. (Parte IX)

IX.         EL PECADO EN EL CRISTIANO (continuación)
Disciplina.
Cuando un hijo nuestro hace algo que nos ofende, lo disciplinamos, por el amor que le tenemos; y precisamente porque le amamos, la disciplina es necesaria y no debe quedar sin castigo. Si no fuera nuestro hijo, lo dejaríamos pasar, pero como es nuestro hijo, la falta debe ser corregida. A  veces, es un simple llamado de atención y en otras la disciplina es mucho más fuerte y dolorosa. Dios es soberano y nos aplica el castigo de acuerdo a lo que quiere lograr en nuestras vidas. Nada es en vano, siempre es con un fin que nos será de provecho.
Si pecamos y quedamos sin disciplina, tenemos que analizar nuestra vida de creyentes en el Señor Jesucristo, porque si nos “deja sin disciplina, de la cual todos han sido participantes, entonces sois bastardos, y no hijos” (Hebreos 12:8); y si estamos en esta condición, podemos arrepentirnos y convertimos al Señor Jesucristo.
Si somos disciplinados, es porque somos hijos y un padre que ama a su hijo, le disciplina (Hebreos 12:7), porque quiere enseñarle lo que es correcto.  Por tanto, toda disciplina implica enseñanza; y entendemos que algunas no nos agraden, porque implica esfuerzo y sufrimiento. Véase el caso de los deportistas, que están muchas horas bajo un constante entrenamiento; véase el caso de un concertista que pasa muchas horas practicando con el instrumento en el cual es maestro; o el escritor que pasa largas horas estudiando para entregar  un texto fidedigno. Todos estos casos y muchos hablan de disciplina.
Podemos ejemplificar la disciplina, también, de la siguiente manera.  Si un hombre padece de gota, sabe que no puede comer ciertos alimentos, en especial, las carnes rojas.  Si participamos de un rico plato que consta de un bistec grande y jugoso acompañado de otras delicias, de seguro que se nos hace agua la boca. Se comerá con agrado, sintiendo el placer en las papilas gustativas. Terminaremos agradeciendo a nuestro proveedor.  Pero en algún tiempo después, el dolor será intenso, porque el organismo acumuló gran cantidad de ácido úrico y los dolores empezaron atenazarle en forma inmediata.  Si nuestro hombre, que sabía que no debía comer carne,  no se hubiese  guiado por sus sentidos para comer algo que antes le satisfacía y le daba placer,  y que ahora le hace sufrir, ni siquiera lo hubiese probado, recriminándose por no haber seguido al pie de la letra la receta del doctor. Pero la concupiscencia, ese deseo interno, ese “viejo hombre”, la carne pecadora, lo llevó a probar una vez más aquello que le gustaba tanto.  “Un poquito no te hará mal”, le decía el “viejo hombre”.  Si  bien es cierto que se ha arrepentido de su pecado, las consecuencias siguen por un buen tiempo.  Lo que un hombre correctamente disciplinado haría sería: dar las gracias a quien amablemente le ofrece esa delicia al paladar y no lo probaría, porque sabe que le hace mal.
Del mismo modo el creyente sabe que todo pecado le hace mal y aun así voluntariamente peca.  La carne le lleva a hacer las cosas que antes le eran agradables, y el mundo le ofrece otro tanto. Usando palabras de la biblia, el viejo hombre hace desear al nuevo hombre “los pepinos, los melones, los puerros, las cebollas y los ajos (Números 11:5). Recordemos que el pecado está a la puerta, y sólo basta que le dejemos entrar para que anide en nosotros y nos deje sin comunión con Dios.
“Todo acto trae consecuencias” dice un aforismo. Las consecuencias de esos actos pecaminosos pueden durar toda la vida. ¡Cuántos hombres creyentes que por no controlar su lascivia, tiene que afrontar las consecuencias de enfermedades del tipo E.T.S.!
Dios odia el pecado porque atenta su Santidad, y su Justicia no queda satisfecha hasta que juzga el pecado y lo condena; y nadie, incluso su Hijo, ha quedado sin el juicio que corresponde a causa de este mal. Si somos hijos de Dios,  como ya se ha dicho, nos disciplinará. Recordemos como juzgó y disciplinó a Adán, Eva y la serpiente (Génesis 3:14-24).  Vemos el juicio a Caín después de asesinar a su hermano Abel (Génesis 4:9-16). El juicio a la humanidad pecadora en el tiempo de Noé (Génesis 6:1-7:24). El juicio a los hombres cuando construían la torre (Génesis 11:1-9).  El juicio a las pecaminosas ciudades de Sodoma y Gomorra (Génesis 19:24-25). El juicio a la nación de Israel cuando se apartaban para seguir a dioses extraños contraviniendo el primer y segundo mandamiento de la ley dada en el Sinaí (Éxodo 14:2-5). A Saúl por no haber dado cumplimiento al mandamiento expreso de raer a Amalec (1 Samuel 15:22-23).  A David por haber entrado en una relación adúltera con la mujer de uno de sus mejores soldados. Dios también ha disciplinado  fuertemente a la Iglesia. Solo debemos remontarnos a unos pocos capítulos del libro de Hechos para ver la primera disciplina aplicada por Dios en forma drástica: Ananías y Safira tuvieron que morir por causa de su pecado (Hechos 5:3). En la carta a los corintios se ve reflejado una vida cristiana liviana y  que se camina como lo se esperaba de ellos en la Iglesia, muchos enfermaron y otros murieron (1 Corintios 11:30). Y en un futuro cercano la disciplina a toda la humanidad cuando la iglesia sea arrebatada y el Señor vuelva en gloria (vea el libro de Apocalipsis).
Por lo cual, ni siquiera pensemos que podremos escapar a la disciplina de un Padre tan celoso de sus hijos, si ni siquiera aquellos que no lo eran escaparon. 
Habiendo pecado un hijo de Dios, la comunión queda interrumpida. Esa unión perfecta que debe existir entre el Padre y el hijo queda dañada y necesariamente debe ser reestablecida.
Sin embargo,  no  podemos sentirnos desalentados, ya que en el trono mismo de Dios tenemos a alguien que intercede por nosotros.

Nuestro Paracleto.

 En 1a Juan  2:1 dice: “Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo”.  El término traducido por “abogado” en este versículo viene de la palabra griega “parakleto” y da la idea de alguien que intercede, defiende, aboga, es decir: “uno que toma la causa de otros”. Por esta razón, cuando nuestro arrepentimiento es sincero,  estamos seguros que el Señor Jesucristo aboga por nosotros ante el Padre para que nuestra comunión con el Padre vuelva a ser restablecida como si nada hubiese pasado.
(Veremos más de este tema cuando analicemos la doctrina acerca de Cristo”).

No hay comentarios:

Publicar un comentario