Cuando Noé y su familia salieron del arca, a Noé le fue dada la
responsabilidad de gobernar un mundo nuevo. El arco en la nube recordaba el
pacto de Dios con la tierra, con “todo ser viviente... por siglos perpetuos”
(Génesis 9:12), figura lejana de Aquel que había de venir, la luz del mundo, en
quien sería manifestada en detalle, y mejor que los colores del arco, la
infinita belleza y fidelidad de Dios.
En vez de tomar a pecho la gloria de Dios, Noé, pese a ser un hombre de
fe, buscó su propia satisfacción y, entregándose a la corrupción, fue el
motivo de la caída de su hijo menor. ¡Cuán solemne es pensar en esto! De hecho,
Cam era plenamente responsable de sus actos; pero si su padre no se hubiera
comportado de una manera tan lamentable, ¿hubiera caído la terrible maldición
que pesaría sobre él y algunos de sus descendientes (Génesis 9:24-27)? ¡Cuán
importante es, en la práctica, el andar de los creyentes a los ojos de la
generación que le sucede!
El capítulo 10 de Génesis nos presenta a esos descendientes de Cam.
Entre ellos se destaca Nimrod, cuyo nombre significa “rebelde”, quien fue
“vigoroso cazador delante de Jehová” (v. 9).
¿Qué caracteriza a un cazador? Que busca su propia satisfacción, su
propia gloria a expensas de su víctima. Precisamente lo opuesto del pastor,
quien se preocupa por el bien de su rebaño. Nimrod fue poderoso y dominó.
Eligió una llanura -no la montaña cerca de Dios- para levantar la gran ciudad
de Babel. Con el objeto de hacerse un nombre, quiso edificar una ciudad de
ladrillos y “una torre, cuya cúspide llegue al cielo”. Los ladrillos fabricados
por la mano del hombre, resultado de su actividad, hacen un contraste
sorprendente con las “piedras vivas” (1 Pedro 2:5) que serán edificadas sobre
el único fundamento, fruto del trabajo del alma de Cristo y de su obra en la
cruz.
Satisfacción personal, propia gloria, orgullo, dominio... ¿qué puede
resultar de todo esto sino la confusión? (Génesis 11:9; Gálatas 5:15). He aquí
el resultado de la actividad del cazador, rebelde a Dios, predominante sobre
los hombres.
Sin embargo, Dios tenía otro pensamiento, otro designio; no un cazador,
sino un pastor. Ya Abel, pastor de los tiempos antiguos, había llevado la única
ofrenda que podía agradar a Dios. Y en la descendencia de Sem, ¡cuántos
pastores hubo! Jacob se sacrificó por su rebaño; como responsable de las
ovejas, se dedicó a ellas día y noche. Dijo a Labán: “De día me consumía el
calor, y de noche la helada, y el sueño huía de mis ojos” (Génesis 31:38-40).
Moisés apacentó el ganado en el desierto, y en la soledad fue formado como el
hombre “manso, más que todos los hombres que había sobre la tierra” (Números
12:3), para conducir al pueblo de Dios, librarlo de la esclavitud y llevarlo
“hacia Dios”. David aprendió, con los corderos de su padre, los cuidados que
éstos necesitaban; logró librarlos de la boca de las fieras (1 Samuel 17:34); y
cuando llegó la hora, Dios pudo tomarlo “del redil, de detrás de las ovejas,
para que fuese príncipe” sobre su pueblo Israel (1 Crónicas 17:7). Después,
también de la descendencia de Sem, vino Aquel que pudo decir verdaderamente:
“Yo soy el buen Pastor; el buen Pastor su vida da por las ovejas...” (Juan
10:11). Un pastor reúne, protege y nutre a su rebaño (compárese con Efesios
5:29), exactamente lo contrario del cazador, quien destruye para elevarse.
¿A cuál de los dos nos parecemos? Sin duda, el cazador Nimrod carecía de
fe. Él es un tipo del Anticristo quien, más tarde, se levantará contra todo lo
que es divino o que es objeto de veneración. Pero, ¿con qué frecuencia, la carne,
la vieja naturaleza puede producir sus malos efectos, incluso en los verdaderos
hijos de Dios? Basta con mirar a nuestro alrededor, pero mejor en nosotros
mismos, para discernir esos rasgos, más o menos marcados, del cazador o del
pastor. El carácter se forma en la juventud; el poder del Espíritu de Dios en
el creyente puede transformarlo completamente y hacer prácticamente un pastor
de un cazador. Pero, si no velamos, el espíritu de dominación puede volver a
manifestarse, a menudo a expensas de los demás. “Aprended de mí, que soy manso
y humilde de corazón” (Mateo 11:29, compárese Santiago 3:13).
Es comprensible que un joven creyente no sea llamado para apacentar el
rebaño del Señor, así como tampoco David debía reinar sobre Israel antes de que
Dios lo llamara. No obstante, en su juventud, sin perder nada de su energía y
valentía, David aprendió en su retiro a “apacentar las ovejas de su padre en
Belén” (1 Samuel 17:15). Fue en esos primeros años cuando su carácter se formó,
para llevar a cabo la tarea que debía realizar más tarde.
En los años juveniles, cuidémonos de las tendencias que se forman y se
acentúan con los años. Más tarde, si el Señor no viene antes y lo juzga bueno,
podremos ser de los que buscan el bien de las almas preciadas para su corazón,
que proporcionan consuelo y alimento espiritual, de los que con Él reúnen, y no
de los que desparraman.
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