CAPÍTULOS 1 y 2:1-9
EL AMOR DE DIOS HACIA SU PUEBLO
«La palabra de Jehová a Israel, por medio de Malaquías» (v. 1, RVA
1989). Aunque Malaquías profetizaba en medio de los débiles restos de Judá y
Benjamín, vueltos del cautiverio, abarca en su pensamiento a Israel, es decir,
al conjunto del pueblo. En eso difiere de Zacarías, quien considera tan sólo a
Judá y Jerusalén. El estado moral que Malaquías va a describir comprende, pues,
a la nación como un todo, y el juicio que debe alcanzarla será general; de
igual manera la primera venida del Mesías abarca, en su alcance, a todo el
pueblo (Lucas 1:54; 2:10, 25, 32).
«Yo os he amado, dice Jehová; y dijisteis: ¿En qué nos amaste? ¿No era
Esaú hermano de Jacob? dice Jehová. Y amé a Jacob, y a Esaú aborrecí» (v. 2).
«Yo os he amado»: ¡qué frase más conmovedora! Por ella comienza Dios; ella es
el origen de todas sus relaciones con los hombres, de todos sus designios para
con su pueblo. Desde la eternidad, las delicias de la Sabiduría son con los
hijos de los hombres (Proverbios 8:31); y, en cuanto a Israel, Dios le había
probado su amor desde el principio, primeramente por su elección de gracia:
«Amé a Jacob». Seguidamente Jehová había librado a Israel de Egipto, lo había
tomado sobre alas de águila para traerlo a Sí; lo había conducido por medio de
la nube en el desierto para introducirlo finalmente en el país de la promesa. Y
cuando sus juicios, prueba de su infalible carácter de justicia y santidad,
habían tenido que caer sobre este pueblo infiel, el amor de Dios ¿no había
terminado por restaurarlo y hacerlo subir a su tierra? ¿Podía Israel dudar un
instante de un amor que de tantas maneras se había manifestado a su favor?
Esta misma frase la pronuncia Dios aun hoy. La cristiandad, a pesar de
su rápida marcha hacia la apostasía final, puede oírla diariamente: «Yo os he amado,
dice Jehová». ¿La cruz de Cristo no es la prueba incontestable de este amor?
Se podría pensar, sin duda, que esta frase encontraría eco en el
emocionado corazón del pueblo, conmovido por semejante gracia inmerecida...
pero escuche usted lo que ese pueblo contesta: « ¿En qué nos amaste?».
¿Se puede concebir semejante endurecimiento? Ese pueblo, después de
haber hecho, durante muchos años, la amarga experiencia de las consecuencias de
su infidelidad, ahora, en el momento mismo en que los inmerecidos designios de
gracia se reanudan a su respecto, tiene la audacia de decir: «¿En qué nos
amaste?». Ellos no conocen al Dios con el que tienen relación y ni aun se
conocen mejor a sí mismos. No saben que Dios no cambia nunca y que, si sus juicios
son inmutables, su amor es tan inmutable como su justicia. Tal es el primer
carácter de este pueblo.
¿Acaso el estado de la cristiandad difiere en algo? A veces Dios sacude
al mundo por medio de terremotos e inundaciones catastróficos. Aquellos que dicen
creer en Dios, en vez de arrepentirse se preguntan: ¿Dónde está su amor? Y, sin
embargo, los pasados y actuales juicios de Dios, si bien prueban su horror por
el mal, tienen como propósito atraer las almas hacia él y probarles que, a
pesar de sus pecados, se interesa por ellas y busca su bien. Su amor hacia
ellas no ha cambiado, porque sigue estando establecido una vez para siempre en
la cruz de Cristo y, por sus juicios, Dios querría conmover las conciencias y
dirigir los ojos, como antiguamente los de los israelitas hacia la serpiente de
bronce (Números 21:8), hoy hacia el único medio de salvación. Hay, sin duda, un
justo gobierno de Dios en el mundo, y hace falta que el hombre lo comprenda y
lo experimente para aprender que su único recurso está en el inmutable amor de
Dios.
En vez de eso, los pecadores encuentran, en estos justos juicios, una
ocasión para poner en duda el carácter de Aquel que les llama. Nada conmueve al
corazón del hombre; éste no considera que tan sólo merece el juicio y, en vez de
recurrir a la gracia, dice como el siervo malo: «Te conocía que eres hombre
duro, que siegas donde no sembraste, y recoges donde no esparciste» (Mateo
25:24).
« ¿En qué nos amaste?».
Tal como en el caso de Israel, el primer rasgo de la cristiandad profesante
es, pues, la indiferencia por el amor de Dios y, aún más, la ignorancia acerca
del carácter de Dios y del propio carácter de ella.
A esta pregunta insolente: «¿En qué nos amaste?», Jehová contesta
recordándoles sus orígenes: «¿No era Esaú hermano de Jacob? dice Jehová. Y amé
a Jacob, y a Esaú aborrecí» (v. 2). ¿En qué, pues, se basaba la elección de
Jacob? Cuando Jehová dijo: «El mayor servirá al menor» (Génesis 25:23), ¿qué es
lo que determinó su elección? Ninguno de estos dos hermanos había hecho, hasta
ese momento, algo bueno o malo; lo que establecía diferencia entre ellos era el
determinado propósito, la libre disposición de Dios, según la elección de
gracia (Romanos 9). Y ¿por qué dice ahora: «Amé a Jacob»? ¿Acaso hubo algo en
la conducta de Jacob que lo hiciese amable? Por cierto que el carácter de Jacob
no tiene nada de atrayente para nosotros, y cuánto menos para Dios, pues nunca
hubo hombre con una fe más mezclada con engaño. ¿Acaso fueron las obras de Jacob
las que, a pesar de su carácter, atrajeron el amor de Dios? En absoluto. Hay
pocos patriarcas que hayan tenido una vida más pobre en buenas obras; y
Malaquías va a mostrarnos lo que eran las obras de sus descendientes. ¿De dónde
provenía, pues, este amor de Jehová hacia un hombre y luego por un pueblo tan
miserables? Provenía de la necesidad del corazón de Dios de darse a conocer, de
mostrar a los pecadores lo que él es. Israel se había aprovechado del hecho de
que Dios quisiera revelarse a sí mismo es decir, su naturaleza y su corazón a
unos miserables seres como nosotros. Pero Jehová añade: «Y a Esaú aborrecí».
¿Acaso había injusticia y parcialidad en Dios por haberle odiado? De ninguna
manera. La libre elección del Dios soberano no es odio. En el Génesis
encontramos esta elección: «El mayor servirá al menor» (Génesis 25:23), pero no
vemos su odio hacia Esaú. Dios no pronuncia allí un juicio sobre éste; tenemos
que llegar hasta Malaquías, el último libro profético del Antiguo Testamento,
para saberlo. El odio de Dios contra Esaú no es más que el resultado de la
conducta de Esaú. Jehová le había acordado, al igual que a su descendencia,
unos 1.400 años para que probara por sus obras si era digno de ser amado por
él; pero Edom se había mostrado en toda ocasión como el juramentado enemigo de
Dios y de su pueblo, y finalmente había colmado la medida de sus iniquidades
por su conducta con respecto a Jerusalén y sus hermanos en el día de la
calamidad de éstos (Abdías 10-14). Por eso Dios hace de él, basándose en sus
obras, ejemplo de un juicio sin misericordia; según dice Malaquías, Edom es
«pueblo contra el cual Jehová está indignado para siempre» (1:3-5); y según el
profeta Abdías, él «será cortado para siempre», el único pueblo del cual «ni
aun resto quedará» (Abdías 10, 18). Después de haber establecido estos dos
principios (por un lado su amor y su elección de gracia, y por otro su justicia
y su santidad que no pueden dejar el mal sin castigo), Dios pasa a la condición
actual de este pueblo al que había amado. ¿Israel había mostrado ser digno de
tanto amor, o más bien había merecido caer bajo el juicio? Esto es lo que van a
mostrarnos los capítulos 1:614 y 2:1-17.
La única diferencia a favor de Israel, comparado con Edom, es que habrá
en aquel pueblo un remanente, unos salvados según la elección de gracia. Este
remanente mostrará de qué manera Dios sabe conciliar su odio por el pecado y su
amor por el pecador. Y, lo sabemos, la cruz de Cristo es el único lugar en el
cual la justicia de Dios se manifiesta, justificando al pecador en vez de
condenarle.
Volvamos ahora a la profecía y examinemos, en primer lugar, el estado
moral de Israel, poseedor de tantos privilegios.
Todo este pasaje (1:6-14-2:1-9) describe la condición del sacerdocio y
luego la del pueblo (2:10-17). El sacerdote era a la vez el mediador entre Dios
y la nación y el representante de la nación ante Dios; pero aquí tiene más bien
el carácter de aquel que rinde culto a Dios. Si el pueblo hubiese escuchado
atentamente la voz de Jehová, todo él habría sido un «reino de sacerdotes y
gente santa» (Éxodo 19:6). Pero, entregado a su responsabilidad al pie del
Sinaí, Israel, desde su primer acto de hacer el becerro de oro— perdió todo
derecho a cumplir aquella función. Dios, después de hacer largos ensayos de su
paciencia hacia su pueblo, para ver si éste podía reconquistar, mediante su
conducta, los privilegios que había perdido, sus-citó un nuevo sacerdocio
universal al apartar a su Iglesia. Ésta ¿se ha mostrado digna del sacerdocio
que le fue confiado? La historia de la cristiandad profesante responde
negativamente a esta pregunta, aunque ella pretenda estar en relaciones con
Dios para el culto. Tiene el nombre de «culto» en sus labios, pero ha olvidado
totalmente el significado de ese servicio. Aun los creyentes que hay en medio
de ella dan prueba de semejante ignorancia. Claro que todos son, de hecho,
sacerdotes a los ojos de Dios, pero ya no cumplen sus funciones. Israel, pues,
no es el único ejemplo de ignorancia en cuanto al homenaje que Dios tiene
derecho a esperar de su pueblo.
Honor al padre y temor al señor
«El hijo honra al padre, y el siervo a su señor. Si, pues, soy yo padre,
¿dónde está mi honra? y si soy señor, ¿dónde está mi temor? dice Jehová de los
ejércitos a vosotros, oh sacerdotes, que menospreciáis mi nombre» (v. 6).
Aunque las relaciones de familia, de las que nos habla este pasaje, iban
debilitándose entonces —como sucede hoy con los progresos de la apostasía—,
todavía se admitía que el hijo debía honrar a su padre y que el servidor debía
temer a su señor. Pues bien, Dios era padre y señor a la vez, y los sacer-dotes
menospreciaban su nombre; pero decían: « ¿En qué hemos menospreciado tu
nombre?». Dios les contesta: «En que ofrecéis sobre mi altar pan inmundo. Y
dijisteis: ¿En qué te hemos deshonrado? En que pensáis que la mesa de Jehová es
despreciable» (v. 7). Su pregunta denotaba esa ignorancia de la que hemos
hablado: ignorancia del carácter de Dios, de lo que le es debido y de la
culpabilidad de sus propios actos.
Apliquemos estas palabras a lo que pasa en la cristiandad profesante, la
que pretende rendir culto a Dios, acercarse a su Mesa, tomar parte en el
memorial del sacrificio de Cristo... ¿Qué es lo que lleva allí? ¿Pureza o
mancha? Los que se presentan allí ¿son santos purificados de sus iniquidades o,
en cambio, seres cargados con sus pecados? Y unos dicen: ¿En qué hemos
despreciado tu nombre, o te hemos profanado? ¿Hemos procedido mal en eso? ¿No
hemos cumplido con toda puntualidad nuestros deberes religiosos? «En que
pensáis» —responde Jehová— «que la mesa de Jehová es despreciable». Tal vez
esas palabras no estén en sus labios, pero sí en sus actos, los que muestran
cómo estiman a Jehová y su Mesa. «Y cuando ofrecéis el animal ciego para el
sacrificio, ¿no es malo? Asimismo cuando ofrecéis el cojo o el enfermo, ¿no es
malo? Preséntalo, pues, a tu príncipe; ¿acaso se agradará de ti, o le serás
acepto? dice Jehová de los ejércitos» (v. 8). ¿Qué da a Dios el hombre
religioso de todos los tiempos? ¿Y qué hace por él? Cumple en público actos que
le hacen honorable a los ojos de los demás hombres. El fariseísmo, sea judío o
cristiano, no tiene otro móvil. Sus obras caritativas hacen hablar de él entre
los hombres; pero, en lo secreto, ¿qué puede ofrecer a un Dios a quien no
conoce, sino «un animal enfermo»?
¿Qué haremos, pues, para ser agradables a Dios? exclamarán esos mismos
hombres. Helo aquí: «Ahora, pues, orad por el favor de Dios, para que tenga
piedad de nosotros. Pero ¿cómo podéis agradarle, si hacéis estas cosas? dice
Jehová de los ejércitos» (v. 9). Arrepentíos; dejad vuestros caminos; implorad
a Dios; apelad a su gracia. Es éste vuestro único recurso, el único medio con
que podéis contar para recibir los favores de Dios. No podéis hacer buenas
obras, y vuestra conducta lo prueba; las mejores a vuestros ojos no son para
Dios más que obras muertas de las que vuestra conciencia tiene que ser
purificada (Hebreos 9:14).
« ¿Quién también hay de vosotros que cierre las puertas o alumbre mi
altar de balde? Yo no tengo complacencia en vosotros, dice Jehová de los
ejércitos, ni de vuestra mano aceptaré ofrenda» (v. 10). Aquí encontramos otro
carácter moral del sacerdocio adulterado: el interés que dirige al hombre
cuando pretende servir a Dios. No puede hacer otra cosa, porque no conoce a
Dios. Por eso Dios pronuncia el juicio más completo sobre esta profesión sin
vida y declara que no hay ningún vínculo moral entre ella y él: «Yo no tengo
complacencia en vosotros... ni de vuestra mano aceptaré ofrenda».
Dios se volverá hacia las naciones
«Porque desde donde el sol nace hasta donde se pone, es grande mi nombre
entre las naciones; y en todo lugar se ofrece a mi nombre incienso y ofrenda
limpia, porque grande es mi nombre entre las naciones, dice Jehová de los
ejércitos» (v. 11).
El profeta declara aquí que Dios se volverá hacia las naciones. Es, en
efecto, lo que ocurrió. Jehová abandonó a su pueblo al juicio, y el Evangelio
fue anunciado a los gentiles. Una gran multitud de ellos se convirtió para
servir al Dios vivo y verdadero y puso su esperanza en Cristo. Esta palabra del
profeta, pues, puede aplicarse inmediatamente a la bendición de los gentiles
por la fe cristiana, pero ella va más lejos: el Espíritu lleva nuestros
pensamientos hacia un tiempo todavía futuro, cuando una ofrenda pura será
presentada por las naciones al Dios de Israel. Este hecho que llena la profecía
del Antiguo Testamento sólo tendrá lugar después del juicio definitivo
ejecutado sobre el pueblo rebelde y sus opresores. Entonces una muchedumbre innumerable
de gentiles estará delante del trono en presencia del Cordero (Apocalipsis 7),
y en todo lugar —no solamente en el templo de Jerusalén— se quemará incienso al
gran nombre de Jehová.
«Y vosotros lo habéis profanado cuando decís: Inmunda es la mesa de
Jehová, y cuando decís que su alimento es despreciable. Habéis además dicho:
¡Oh, qué fastidio es esto!» (v. 12, 13). Dios veía lo que había en el fondo del
corazón de los sacerdotes de Israel. La cristiandad profesante ofrece el mismo
espectáculo. El gozo de la presencia de Dios, la comunión con él, la
apreciación del sacrificio de Cristo le son cosas desconocidas y tan sólo hacen
salir de sus labios una expresión: «¡Qué fastidio es esto!». ¿Puede ella
comprender la felicidad que encuentran los creyentes en la comunión con el
Padre y con el Hijo? ¿Puede encontrar sus delicias en la Palabra, de la cual
únicamente el Espíritu Santo da la inteligencia?
«Y me despreciáis, dice Jehová de los ejércitos». La revelación de Dios
y de Cristo es para el hombre un polvo molesto al que procura quitárselo de
encima; no significa nada para su corazón y su conciencia, porque no tiene
corazón ni conciencia para Dios. El mundo estima que las distracciones y los
placeres son preferibles al verdadero culto. ¿Puede el Señor aceptar
sacrificios ofrecidos en tales condiciones? Aun en lo que se llamaba «un voto»
—es decir, un servicio voluntario sacrificaban «lo dañado», la apariencia del
celo les bastaba (v. 14).
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