miércoles, 5 de agosto de 2015

Estudios sobre el libro del profeta MALAQUIAS (Parte II)

CAPÍTULOS 1 y 2:1-9
EL AMOR DE DIOS HACIA SU PUEBLO
«La palabra de Jehová a Israel, por medio de Malaquías» (v. 1, RVA 1989). Aunque Malaquías profetizaba en medio de los débiles restos de Judá y Benjamín, vueltos del cautiverio, abarca en su pensamiento a Israel, es decir, al conjunto del pueblo. En eso difiere de Zacarías, quien considera tan sólo a Judá y Jerusalén. El estado moral que Malaquías va a describir comprende, pues, a la nación como un todo, y el juicio que debe alcanzarla será general; de igual manera la primera venida del Mesías abarca, en su alcance, a todo el pueblo (Lucas 1:54; 2:10, 25, 32).
«Yo os he amado, dice Jehová; y dijisteis: ¿En qué nos amaste? ¿No era Esaú hermano de Jacob? dice Jehová. Y amé a Jacob, y a Esaú aborrecí» (v. 2). «Yo os he amado»: ¡qué frase más conmovedora! Por ella comienza Dios; ella es el origen de todas sus relaciones con los hombres, de todos sus designios para con su pueblo. Desde la eternidad, las delicias de la Sabiduría son con los hijos de los hombres (Proverbios 8:31); y, en cuanto a Israel, Dios le había probado su amor desde el principio, primeramente por su elección de gracia: «Amé a Jacob». Seguidamente Jehová había librado a Israel de Egipto, lo había tomado sobre alas de águila para traerlo a Sí; lo había conducido por medio de la nube en el desierto para introducirlo finalmente en el país de la promesa. Y cuando sus juicios, prueba de su infalible carácter de justicia y santidad, habían tenido que caer sobre este pueblo infiel, el amor de Dios ¿no había terminado por restaurarlo y hacerlo subir a su tierra? ¿Podía Israel dudar un instante de un amor que de tantas maneras se había manifestado a su favor?
Esta misma frase la pronuncia Dios aun hoy. La cristiandad, a pesar de su rápida marcha hacia la apostasía final, puede oírla diariamente: «Yo os he amado, dice Jehová». ¿La cruz de Cristo no es la prueba incontestable de este amor?

Se podría pensar, sin duda, que esta frase encontraría eco en el emocionado corazón del pueblo, conmovido por semejante gracia inmerecida... pero escuche usted lo que ese pueblo contesta: « ¿En qué nos amaste?».
¿Se puede concebir semejante endurecimiento? Ese pueblo, después de haber hecho, durante muchos años, la amarga experiencia de las consecuencias de su infidelidad, ahora, en el momento mismo en que los inmerecidos designios de gracia se reanudan a su respecto, tiene la audacia de decir: «¿En qué nos amaste?». Ellos no conocen al Dios con el que tienen relación y ni aun se conocen mejor a sí mismos. No saben que Dios no cambia nunca y que, si sus juicios son inmutables, su amor es tan inmutable como su justicia. Tal es el primer carácter de este pueblo.
¿Acaso el estado de la cristiandad difiere en algo? A veces Dios sacude al mundo por medio de terremotos e inundaciones catastróficos. Aquellos que dicen creer en Dios, en vez de arrepentirse se preguntan: ¿Dónde está su amor? Y, sin embargo, los pasados y actuales juicios de Dios, si bien prueban su horror por el mal, tienen como propósito atraer las almas hacia él y probarles que, a pesar de sus pecados, se interesa por ellas y busca su bien. Su amor hacia ellas no ha cambiado, porque sigue estando establecido una vez para siempre en la cruz de Cristo y, por sus juicios, Dios querría conmover las conciencias y dirigir los ojos, como antiguamente los de los israelitas hacia la serpiente de bronce (Números 21:8), hoy hacia el único medio de salvación. Hay, sin duda, un justo gobierno de Dios en el mundo, y hace falta que el hombre lo comprenda y lo experimente para aprender que su único recurso está en el inmutable amor de Dios.
En vez de eso, los pecadores encuentran, en estos justos juicios, una ocasión para poner en duda el carácter de Aquel que les llama. Nada conmueve al corazón del hombre; éste no considera que tan sólo merece el juicio y, en vez de recurrir a la gracia, dice como el siervo malo: «Te conocía que eres hombre duro, que siegas donde no sembraste, y recoges donde no esparciste» (Mateo 25:24).

« ¿En qué nos amaste?».
Tal como en el caso de Israel, el primer rasgo de la cristiandad profesante es, pues, la indiferencia por el amor de Dios y, aún más, la ignorancia acerca del carácter de Dios y del propio carácter de ella.
A esta pregunta insolente: «¿En qué nos amaste?», Jehová contesta recordándoles sus orígenes: «¿No era Esaú hermano de Jacob? dice Jehová. Y amé a Jacob, y a Esaú aborrecí» (v. 2). ¿En qué, pues, se basaba la elección de Jacob? Cuando Jehová dijo: «El mayor servirá al menor» (Génesis 25:23), ¿qué es lo que determinó su elección? Ninguno de estos dos hermanos había hecho, hasta ese momento, algo bueno o malo; lo que establecía diferencia entre ellos era el determinado propósito, la libre disposición de Dios, según la elección de gracia (Romanos 9). Y ¿por qué dice ahora: «Amé a Jacob»? ¿Acaso hubo algo en la conducta de Jacob que lo hiciese amable? Por cierto que el carácter de Jacob no tiene nada de atrayente para nosotros, y cuánto menos para Dios, pues nunca hubo hombre con una fe más mezclada con engaño. ¿Acaso fueron las obras de Jacob las que, a pesar de su carácter, atrajeron el amor de Dios? En absoluto. Hay pocos patriarcas que hayan tenido una vida más pobre en buenas obras; y Malaquías va a mostrarnos lo que eran las obras de sus descendientes. ¿De dónde provenía, pues, este amor de Jehová hacia un hombre y luego por un pueblo tan miserables? Provenía de la necesidad del corazón de Dios de darse a conocer, de mostrar a los pecadores lo que él es. Israel se había aprovechado del hecho de que Dios quisiera revelarse a sí mismo es decir, su naturaleza y su corazón a unos miserables seres como nosotros. Pero Jehová añade: «Y a Esaú aborrecí». ¿Acaso había injusticia y parcialidad en Dios por haberle odiado? De ninguna manera. La libre elección del Dios soberano no es odio. En el Génesis encontramos esta elección: «El mayor servirá al menor» (Génesis 25:23), pero no vemos su odio hacia Esaú. Dios no pronuncia allí un juicio sobre éste; tenemos que llegar hasta Malaquías, el último libro profético del Antiguo Testamento, para saberlo. El odio de Dios contra Esaú no es más que el resultado de la conducta de Esaú. Jehová le había acordado, al igual que a su descendencia, unos 1.400 años para que probara por sus obras si era digno de ser amado por él; pero Edom se había mostrado en toda ocasión como el juramentado enemigo de Dios y de su pueblo, y finalmente había colmado la medida de sus iniquidades por su conducta con respecto a Jerusalén y sus hermanos en el día de la calamidad de éstos (Abdías 10-14). Por eso Dios hace de él, basándose en sus obras, ejemplo de un juicio sin misericordia; según dice Malaquías, Edom es «pueblo contra el cual Jehová está indignado para siempre» (1:3-5); y según el profeta Abdías, él «será cortado para siempre», el único pueblo del cual «ni aun resto quedará» (Abdías 10, 18). Después de haber establecido estos dos principios (por un lado su amor y su elección de gracia, y por otro su justicia y su santidad que no pueden dejar el mal sin castigo), Dios pasa a la condición actual de este pueblo al que había amado. ¿Israel había mostrado ser digno de tanto amor, o más bien había merecido caer bajo el juicio? Esto es lo que van a mostrarnos los capítulos 1:6­14 y 2:1-17.
La única diferencia a favor de Israel, comparado con Edom, es que habrá en aquel pueblo un remanente, unos salvados según la elección de gracia. Este remanente mostrará de qué manera Dios sabe conciliar su odio por el pecado y su amor por el pecador. Y, lo sabemos, la cruz de Cristo es el único lugar en el cual la justicia de Dios se manifiesta, justificando al pecador en vez de condenarle.
Volvamos ahora a la profecía y examinemos, en primer lugar, el estado moral de Israel, poseedor de tantos privilegios.

Todo este pasaje (1:6-14-2:1-9) describe la condición del sacerdocio y luego la del pueblo (2:10-17). El sacerdote era a la vez el mediador entre Dios y la nación y el representante de la nación ante Dios; pero aquí tiene más bien el carácter de aquel que rinde culto a Dios. Si el pueblo hubiese escuchado atentamente la voz de Jehová, todo él habría sido un «reino de sacerdotes y gente santa» (Éxodo 19:6). Pero, entregado a su responsabilidad al pie del Sinaí, Israel, desde su primer acto de hacer el becerro de oro— perdió todo derecho a cumplir aquella función. Dios, después de hacer largos ensayos de su paciencia hacia su pueblo, para ver si éste podía reconquistar, mediante su conducta, los privilegios que había perdido, sus-citó un nuevo sacerdocio universal al apartar a su Iglesia. Ésta ¿se ha mostrado digna del sacerdocio que le fue confiado? La historia de la cristiandad profesante responde negativamente a esta pregunta, aunque ella pretenda estar en relaciones con Dios para el culto. Tiene el nombre de «culto» en sus labios, pero ha olvidado totalmente el significado de ese servicio. Aun los creyentes que hay en medio de ella dan prueba de semejante ignorancia. Claro que todos son, de hecho, sacerdotes a los ojos de Dios, pero ya no cumplen sus funciones. Israel, pues, no es el único ejemplo de ignorancia en cuanto al homenaje que Dios tiene derecho a esperar de su pueblo.

Honor al padre y temor al señor
«El hijo honra al padre, y el siervo a su señor. Si, pues, soy yo padre, ¿dónde está mi honra? y si soy señor, ¿dónde está mi temor? dice Jehová de los ejércitos a vosotros, oh sacerdotes, que menospreciáis mi nombre» (v. 6).
Aunque las relaciones de familia, de las que nos habla este pasaje, iban debilitándose entonces —como sucede hoy con los progresos de la apostasía—, todavía se admitía que el hijo debía honrar a su padre y que el servidor debía temer a su señor. Pues bien, Dios era padre y señor a la vez, y los sacer-dotes menospreciaban su nombre; pero decían: « ¿En qué hemos menospreciado tu nombre?». Dios les contesta: «En que ofrecéis sobre mi altar pan inmundo. Y dijisteis: ¿En qué te hemos deshonrado? En que pensáis que la mesa de Jehová es despreciable» (v. 7). Su pregunta denotaba esa ignorancia de la que hemos hablado: ignorancia del carácter de Dios, de lo que le es debido y de la culpabilidad de sus propios actos.
Apliquemos estas palabras a lo que pasa en la cristiandad profesante, la que pretende rendir culto a Dios, acercarse a su Mesa, tomar parte en el memorial del sacrificio de Cristo... ¿Qué es lo que lleva allí? ¿Pureza o mancha? Los que se presentan allí ¿son santos purificados de sus iniquidades o, en cambio, seres cargados con sus pecados? Y unos dicen: ¿En qué hemos despreciado tu nombre, o te hemos profanado? ¿Hemos procedido mal en eso? ¿No hemos cumplido con toda puntualidad nuestros deberes religiosos? «En que pensáis» —responde Jehová— «que la mesa de Jehová es despreciable». Tal vez esas palabras no estén en sus labios, pero sí en sus actos, los que muestran cómo estiman a Jehová y su Mesa. «Y cuando ofrecéis el animal ciego para el sacrificio, ¿no es malo? Asimismo cuando ofrecéis el cojo o el enfermo, ¿no es malo? Preséntalo, pues, a tu príncipe; ¿acaso se agradará de ti, o le serás acepto? dice Jehová de los ejércitos» (v. 8). ¿Qué da a Dios el hombre religioso de todos los tiempos? ¿Y qué hace por él? Cumple en público actos que le hacen honorable a los ojos de los demás hombres. El fariseísmo, sea judío o cristiano, no tiene otro móvil. Sus obras caritativas hacen hablar de él entre los hombres; pero, en lo secreto, ¿qué puede ofrecer a un Dios a quien no conoce, sino «un animal enfermo»?
¿Qué haremos, pues, para ser agradables a Dios? exclamarán esos mismos hombres. Helo aquí: «Ahora, pues, orad por el favor de Dios, para que tenga piedad de nosotros. Pero ¿cómo podéis agradarle, si hacéis estas cosas? dice Jehová de los ejércitos» (v. 9). Arrepentíos; dejad vuestros caminos; implorad a Dios; apelad a su gracia. Es éste vuestro único recurso, el único medio con que podéis contar para recibir los favores de Dios. No podéis hacer buenas obras, y vuestra conducta lo prueba; las mejores a vuestros ojos no son para Dios más que obras muertas de las que vuestra conciencia tiene que ser purificada (Hebreos 9:14).
« ¿Quién también hay de vosotros que cierre las puertas o alumbre mi altar de balde? Yo no tengo complacencia en vosotros, dice Jehová de los ejércitos, ni de vuestra mano aceptaré ofrenda» (v. 10). Aquí encontramos otro carácter moral del sacerdocio adulterado: el interés que dirige al hombre cuando pretende servir a Dios. No puede hacer otra cosa, porque no conoce a Dios. Por eso Dios pronuncia el juicio más completo sobre esta profesión sin vida y declara que no hay ningún vínculo moral entre ella y él: «Yo no tengo complacencia en vosotros... ni de vuestra mano aceptaré ofrenda».

Dios se volverá hacia las naciones
«Porque desde donde el sol nace hasta donde se pone, es grande mi nombre entre las naciones; y en todo lugar se ofrece a mi nombre incienso y ofrenda limpia, porque grande es mi nombre entre las naciones, dice Jehová de los ejércitos» (v. 11).
El profeta declara aquí que Dios se volverá hacia las naciones. Es, en efecto, lo que ocurrió. Jehová abandonó a su pueblo al juicio, y el Evangelio fue anunciado a los gentiles. Una gran multitud de ellos se convirtió para servir al Dios vivo y verdadero y puso su esperanza en Cristo. Esta palabra del profeta, pues, puede aplicarse inmediatamente a la bendición de los gentiles por la fe cristiana, pero ella va más lejos: el Espíritu lleva nuestros pensamientos hacia un tiempo todavía futuro, cuando una ofrenda pura será presentada por las naciones al Dios de Israel. Este hecho que llena la profecía del Antiguo Testamento sólo tendrá lugar después del juicio definitivo ejecutado sobre el pueblo rebelde y sus opresores. Entonces una muchedumbre innumerable de gentiles estará delante del trono en presencia del Cordero (Apocalipsis 7), y en todo lugar —no solamente en el templo de Jerusalén— se quemará incienso al gran nombre de Jehová.
«Y vosotros lo habéis profanado cuando decís: Inmunda es la mesa de Jehová, y cuando decís que su alimento es despreciable. Habéis además dicho: ¡Oh, qué fastidio es esto!» (v. 12, 13). Dios veía lo que había en el fondo del corazón de los sacerdotes de Israel. La cristiandad profesante ofrece el mismo espectáculo. El gozo de la presencia de Dios, la comunión con él, la apreciación del sacrificio de Cristo le son cosas desconocidas y tan sólo hacen salir de sus labios una expresión: «¡Qué fastidio es esto!». ¿Puede ella comprender la felicidad que encuentran los creyentes en la comunión con el Padre y con el Hijo? ¿Puede encontrar sus delicias en la Palabra, de la cual únicamente el Espíritu Santo da la inteligencia?
«Y me despreciáis, dice Jehová de los ejércitos». La revelación de Dios y de Cristo es para el hombre un polvo molesto al que procura quitárselo de encima; no significa nada para su corazón y su conciencia, porque no tiene corazón ni conciencia para Dios. El mundo estima que las distracciones y los placeres son preferibles al verdadero culto. ¿Puede el Señor aceptar sacrificios ofrecidos en tales condiciones? Aun en lo que se llamaba «un voto» —es decir, un servicio voluntario sacrificaban «lo dañado», la apariencia del celo les bastaba (v. 14).

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