En 1 Corintios
11:2-15 el Espíritu Santo, cuya misión es glorificar al Señor Jesús, nos habla
a través del Apóstol Pablo acerca de dos de los símbolos cristianos por los
cuales expresamos nuestra obediencia a Dios, nuestra lealtad a Cristo y nuestro
respeto unos por otros. Es éste un tema glorioso. Tres veces en este corto
párrafo el Espíritu Santo enardece nuestros corazones con una visión de gloria:
en el v. 7 habla de la gloria de Dios, otra vez en el v. 7 de la gloria del
varón, y en el v. 15 de la gloria de la mujer. No hay otros símbolos que tengan
mayor dignidad y alcance. Las realidades gloriosas de que dan testimonio
pertenecen a la esfera de la Redención (11:3 -6), a la esfera de la Creación
(11:7-12) y a la esfera de la Naturaleza (11:13-15).
Que
los versículos 3 a 6 tratan de la esfera de la Redención se ve por los términos
usados al describir la relación existente entre nuestro Señor Jesús y Dios. No
hablan de su subordinación como Elijo al Padre en el seno de la Deidad, ni de
la relación entre el Verbo pre- encarnado y Dios antes y en el momento de la
Creación. Lo que dicen es que “Dios es la
cabeza de Cristo, el Mesías" (11:3). Se
refieren a Jesucristo como el Ungido del Señor, el Salvador del mundo, la
Cabeza de la Iglesia y el Soberano de los reyes de la tierra (Ap. 1:5).
No
es difícil entender por qué el Espíritu Santo da un lugar de honor a la esfera
de la Redención en este protocolo de gloria. Basta recordar lo que costó a
nuestro Señor Jesucristo someterse a la autoridad de Dios para llevar a cabo la
obra de la Redención. Por toda la eternidad Él había existido en la misma forma
de Dios (y, por supuesto, nunca dejó de serlo), pero cuando se comprometió a
ser el Mesías y hacer que hombres y mujeres rebeldes como nosotros volviéramos
de nuevo a una sumisión leal y amante a Dios, Él tomó forma de siervo y se hizo
obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Este es el precio que tuvo que
pagar por su voluntaria sumisión a Dios, su Cabeza.
Y no debemos olvidamos de la gloria a que
Dios le ha exaltado en respuesta gozosa a su obediencia. Por el contrario, de buena
gana deberíamos emplear cualquier medio a nuestro alcance para realzar tanto la
obediencia como la gloria de Aquel a quien debemos nuestra Salvación.
Todo
esto nos introduce al primero de nuestros dos símbolos. Siempre que los
cristianos nos reunimos para ejercer nuestros dones espirituales, y aún más al
reunirnos oficial y públicamente como iglesia, ha sido nuestra práctica (v. 2
literalmente contiene la idea de una costumbre basada en la enseñanza
transmitida por los Apóstoles desde el principio), que los varones no se cubran
la cabeza. Esta es la forma instituida por Dios para que los varones honren su
Cabeza, el Señor Jesucristo (v. 3) y para que proclamen su fe en que Dios le ha
levantado de entre los muertos y le ha hecho Señor y Cristo (Hch. 2:36).
Es
evidente que esto nada tiene que ver con las antiguas costumbres locales.
Antiguamente los varones griegos también solían orar con la cabeza descubierta,
pero es obvio que no por la misma razón que la de los varones cristianos. De
hecho, un griego inconverso jamás habría entendido el significado de la
práctica cristiana de no habérselo explicado los cristianos. El significado del
símbolo tal y como lo usaron los cristianos, era total y exclusivamente
cristiano.
Y
desde luego nada tiene que ver con la moderna costumbre que tienen los
caballeros de quitarse el sombrero en presencia de las damas. Si entrásemos en
una sinagoga judía veríamos a todos los hombres con las cabezas cubiertas. Y
esto no porque no sean caballerosos. Los varones judíos se cubren la cabeza al
orar para mostrar su reverencia a Dios. Los varones cristianos no son menos
reverentes, pero Dios les llama a declarar, con la cabeza descubierta, que
Jesús es el Mesías, el Cristo. También que, en ausencia de su Cabeza, ellos,
como varones cristianos, son sus representantes oficiales en la tierra.
Este
asunto no carece de importancia. Los judíos consideran una blasfemia lo que los
cristianos proclaman por medio de este símbolo. Ellos no aceptan, como tampoco
los gentiles inconversos, que Jesús es el Cristo. Los cristianos sí que lo
aceptamos. Es un hecho esencial y céntrico de nuestra fe. Si es importante que
simbolicemos la muerte del Señor Jesús a nuestro favor por medio del pan y el
vino en la Cena del Señor, es igualmente importante que los varones creyentes
testifiquemos por medio de este otro símbolo que Él es el Cristo y la Cabeza.
Si un varón cristiano rechaza este símbolo, e intencionadamente cubre su cabeza
al orar, está afrentando a su Cabeza, según indica el Espíritu Santo (11:4). No
su propia cabeza física - pues esto no importaría demasiado - sino a su Cabeza
espiritual, el Señor Jesús. Esto sí que tiene una enorme importancia.
Por
lo tanto, una vez que el significado de este símbolo ha sido entendido, ningún
cristiano verdadero necesitará que nadie le exhorte a no descuidarlo. Nada
importa que el mundo moderno ya no entienda el significado de este simbolismo.
Los griegos inconversos de la Antigüedad tampoco lo entendían. Tuvieron que ser
enseñados.
El
segundo símbolo que nos ha sido dado por el Redentor es el reverso del primero.
Mientras que el varón cristiano debe dejarse la cabeza descubierta, la mujer
debe cubrírsela. Y esto lo hace en reconocimiento de que el varón es su cabeza.
Para
captar el verdadero significado de este símbolo debemos considerarlo dentro del
Contexto completo en que lo coloca el Espíritu Santo (v. 3): “quiero que sepáis que Cristo es la Cabeza de todo
varón, y el varón es la cabeza de la mujer, y Dios la Cabeza de Cristo
De
aquí deducimos en seguida cuán importante es el concepto de “cabeza” en la
esfera de la Redención. Bajo Dios, todos, tanto hombres como mujeres, y aun
Cristo mismo, tenemos una cabeza. Pero nótese el orden: antes de decirle a la
mujer que el varón es su cabeza, al varón se le recuerda que él también está
sujeto a la autoridad de una Cabeza, la cual es Cristo. Por lo tanto, el varón
no es un autócrata, responsable sólo ante sí mismo y con libertad de
enseñorearse caprichosamente sobre la mujer. Su propia Cabeza, el Señor Jesús
ha establecido el modelo y el espíritu con que todo liderazgo ha de ser
ejercido (Le. 22:24-27). Cuanto más grande es la responsabilidad encomendada a
un hombre, tanto más ha de servir a aquellos a quienes dirige. Y Cristo llamará
al hombre a rendir cuentas de cómo desempeñó su liderazgo.
Nótese
también que cuando a la mujer se le dice que el varón es su cabeza, el Espíritu
Santo inmediatamente añade que Cristo también tiene una Cabeza. Si no fuera por
esto, la mujer podría pensar que es injusto tener que aceptar al varón como su
cabeza. Después de todo, en su naturaleza esencial, ella es igual al hombre
habiendo ambos sido hechos a la imagen de Dios. ¿Por qué, pues, ha de aceptar
al varón como su cabeza? ¿Por qué no puede tener igualdad con el varón?
Es
aquí donde el Espíritu Santo remarca, con inmensa gracia y discreción, que
Cristo mismo se ha sometido a tener una Cabeza. En cuanto a su naturaleza
esencial, Cristo siempre fue - y jamás ha dejado de ser - igual a Dios. Pero
¿dónde estaríamos nosotros ahora si Él hubiera exigido permanecer igual a Dios,
en cuanto a posición y funciones, en vez de humillarse tomando forma de siervo
y sometiéndose a sí mismo en obediencia a Dios como su Cabeza?
Ahora
bien, algunos eruditos han sugerido que la palabra “cabeza”, en este
contexto, no debe entenderse como si implicase la idea de liderazgo o
autoridad. Argumentan que cuando el v. 3 dice que el varón es la cabeza de la
mujer, está refiriéndose al hecho que menciona el v. 8 que en la creación, la
mujer fue sacada del hombre, lo cual quiere decir que el hombre es el “origen”
de la mujer. Sin embargo, es improbable que el v. 3 se refiera a la Creación.
Su contexto, como hemos visto, es el de la Redención. Además, si en el v. 3 “cabeza" significa
“origen”, tendríamos que entender la última frase del versículo como si dijese
“el origen de Cristo es Dios”. Ciertamente esto nos daría a entender un
concepto muy extraño y anormal. Y tampoco es necesario. Es mucho más lógico
aceptar que la palabra “cabeza"
en el v. 3 lleva consigo el significado de “autoridad” como ocurre en Efesios
1:22: “...y sometió
(Dios) todas las cosas bajo
sus pies (los de Cristo) y lo dio por Cabeza sobre todas las cosas a la
iglesia".
Es
aquí, de hecho, donde vemos el más amplio contexto de todo este énfasis sobre
el asunto de la cabeza (autoridad) en 1 Corintios 11:2-5. Cristo, como Cabeza
sobre todas las cosas tiene el cometido de recobrar aquel dominio universal
sobre toda la Creación que Dios destinó para el hombre, pero que Adán y Eva
perdieron por su desobediencia. Cristo lo está recuperando para que cuando por
fin todas las cosas estén bajo su control, Él pueda entregar el reino en
completa obediencia a Dios, según nos dice 1 Corintios 15:28.
En
un sentido, Cristo ya ha ganado más que lo que Adán perdió. El hombre en Adán
fue hecho un poco menor que los ángeles, pero Cristo está ahora mismo exaltado
sobre todos los ángeles, principados y potestades (Ef. 1:20-22). En otro
sentido, por supuesto, todavía no vemos que todas las cosas le hayan sido
sujetas (He. 2:8). La desobediencia, el egoísmo y el desorden que el diablo
introdujo en nuestro mundo cuando tentó a la mujer por medio de la serpiente, y
al hombre por medio de la mujer, todavía mantienen a toda la raza humana en una
abierta rebelión contra Dios, y llena nuestro mundo de discordias y nefandas
contiendas. Pero si esto es así en el mundo, la situación en la iglesia es
diferente ¿no es cierto? ¿No nos ha llevado el Señor a sometemos voluntaria y
gozosamente a su gobierno de gracia y a aceptar el liderazgo y la autoridad que
Él nos designa? Incluso en el mundo del deporte, los jugadores de un equipo
reconocen la necesidad de tener un capitán y aceptan el liderazgo ordenado por
los seleccionadores, sin sentirse ofendidos o creerse inferiores. ¿Lo haremos
peor en la iglesia?
Seguro
que no: porque rechazar el símbolo de autoridad que el Señor nos ha ordenado
sería, en realidad, rechazar la misma autoridad del Señor en este asunto. Será
como profesar que aceptamos el Señorío de Cristo, pero cuando nos manda ser
bautizados, negamos a ello.
Ya
hemos visto lo serio que sería que un hombre cristiano rechazara el simbolismo
que a él corresponde (el descubrir su cabeza). Ahora, que sea el Espíritu Santo
mismo quien nos diga lo afrentoso que sería que una mujer cristiana, consciente
de lo que hace, rechazara el simbolismo que a ella corresponde (11:6). Traería
sobre su cabeza (es decir, sobre el varón cristiano, no sobre su cabeza física)
la misma clase de vergüenza que una mujer adúltera traería sobre su esposo.
En
el mundo antiguo tal infidelidad se mostraba públicamente rapando el cabello a
la mujer. La mujer que rehúsa cubrirse la cabeza, dice el Espíritu Santo, es
como si estuviese rapada. Es algo verdaderamente horrible.
Seguidamente
el Espíritu Santo nos muestra que los dos símbolos que venimos considerando
apuntan a realidades en la esfera de la Creación (11:7-12). Para esto Él nos
lleva, no a las costumbres locales del antiguo Corinto o a cualquier otro
sitio, sino al relato divinamente inspirado de la Creación en el libro de
Génesis. El capítulo uno de este libro nos aclara (1:27-28) que, en cuanto a su
naturaleza esencial y su categoría, tanto el hombre como la mujer fueron hechos
a imagen de Dios. Era el propósito de Dios que ambos compartieran el dominio
sobre la Creación. Sin embargo, el capítulo dos de Génesis (w. 18-25) explica
que en cuanto a las funciones que iban a desempeñar, había diferencias
significativas entre los sexos, por designio de Dios. El hombre fue creado
primero y ya había comenzado a cumplir las tareas que Dios le había encomendado
antes de que la mujer fuera creada. Además, fue hecho directamente y no sacado
de la mujer. Allí estaba él solo, recién salido de la mano de Dios. Y era - nos
dice el Espíritu Santo (1 Co. 11:7) - la imagen y la gloria de Dios, el virrey
de Dios en la Creación, investido con la misma gloria de Dios como Su
representante oficial. En cambio la mujer, según dice el Espíritu Santo
(11:7-9), es la gloria del varón. Se refiere al hecho de que Dios hizo a la
mujer a partir del varón y le asignó el papel de pareja, ayuda y compañera del
hombre, para complementarle en las tareas que Dios le había encomendado La
mujer, pues, era la gloria del varón del mismo modo que el varón era la gloria
de Dios. Y el varón experimentó en la mujer y su función todo el gozo y el
placer que Dios experimentó en el varón y su función.
Sabemos
muy bien cómo Satanás lo estropeó todo y disminuyó la gloria de las funciones
de ambos. Pero Cristo, la Simiente de la Mujer, ha venido para deshacer las
obras del diablo (1 Jn. 3:8). Se nos dice en Efesios 3:10 y 1 Corintios 11:10
que, en la iglesia, se les está mostrando a los ángeles la multiforme sabiduría
de Dios al ver cómo el hombre y la mujer son restaurados para Dios y para sus
respectivas funciones, según la intención original de Dios. Los ángeles
observan cómo hombres y mujeres, por amor a Cristo, hacen uso de los símbolos
que indican su reconocimiento del orden que el Redentor ha establecido para
ellos.
No
cabe duda de que, en lo que se refiere a las condiciones por las que recibimos
la salvación y nuestra gran herencia, no hay diferencia alguna entre varón o
mujer, judío o griego, esclavo o libre (Gá. 3:28). Un niño se salva bajo las
mismísimas condiciones que sus padres. Pero en cuanto a las funciones, bien sea
la familia, bien en la iglesia, el señorío de Cristo no elimina la distinción
entre varón y mujer, o entre padre e hijo. “En el Señor”, el niño
cristiano debe obedecer a sus padres (Ef. 6:1) y más aun siendo creyente que
antes de serlo. “En el Señor”,
como apunta 1 Corintios 11:11-12, las distinciones entre los papeles
respectivos del hombre y de la mujer, así como su complementariedad, no son
eliminadas, sino restauradas de acuerdo con los propósitos originales del Dios
creador. La idea del “uni-sexo” no surge de la Redención, como tampoco, por
supuesto, surgió de la Creación.
Finalmente,
el Espíritu Santo nos muestra cómo estos dos símbolos concuerdan con los
instintos de la Naturaleza (11:13-15). Él dice que la Naturaleza nos enseña que
a un hombre le es deshonroso dejarse crecer el cabello; sin embargo, si una
mujer tiene el pelo largo, esto es gloria para ella. Nótese que dice “si...”.
La Naturaleza no dota a todas las mujeres por igual de largo y hermoso. Le ha
sido dado como una estola o manto (la palabra griega aquí no es la que se
traduce por “velo"
en los versículos anteriores, sino la que se traduce por “vestido" en Hebreos
1:12). Dios pensaba que concedía a las mujeres un don bello y glorioso al
darles un cabello largo y hermoso. Es gloria para ellas. Con razón llama la
atención y suscita admiración, pero no debe ser así en la Presencia de Dios. En
Su presencia, la sensibilidad de la mujer, y mucho más su espiritualidad y amor
por el Salvador, la llevará a velar su propia gloria, para no distraer la
atención de los demás hacia Dios mismo. Por demás está decir que la cubierta
más conveniente para este fin sería un velo y no un sombrero de última moda.
¿Cómo
responderemos, entonces, a la enseñanza del Espíritu Santo sobre estos dos
símbolos? No podemos argumentar que mientras Dios vea autenticidad en nuestros
corazones no necesitamos usar símbolos externos. El mismo argumento daría al suelo
con el uso de los símbolos de la Cena del Señor y del Bautismo. Hoy en día es,
evidentemente, más fácil para los varones cristianos practicar el simbolismo
que les corresponde; pero las modas y las corrientes de opinión modernas hacen
difícil para las mujeres cristianas practicar el suyo. El hacerlo exige de
ellas enorme gracia, espiritualidad y valor.
Es
interesante notar que, en Inglaterra, si una mujer es invitada al palacio para
ser recibida por la Reina, normalmente se exige que lleve sombrero. Pocas
mujeres se niegan a la demanda de la Reina o se avergüenzan de ser vistas
llevando un sombrero en tales ocasiones. ¿Mostraremos nosotros menos respeto
por los deseos expresos del Rey de reyes?