lunes, 4 de abril de 2016

UNA SOLA OFRENDA, VARIOS SACRIFICIOS (parte IV)

(Levítico 1 a 7)

"A Jesucristo, y a éste crucificado" (1 Corintios 2:2).
1. EL HOLOCAUSTO (Levítico 1; 6:9-13; 7:8)
La ofrenda del rebaño

No todos los israelitas llevaban un becerro; aquellos que eran demasiado pobres se contentaban con una oveja o una cabra. Muchos detalles de los versículos 10 a 13 corresponden al párrafo precedente, pero algunos rasgos faltan.
El adorador no ponía su mano sobre la cabeza de la víctima. Tenía consciencia de la perfección de la ofrenda, pero no se identificaba con ella. Muchos hijos de Dios saben que Cristo ha sido perfecto en todas las cosas, pero no han comprendido, por medio de la fe, y por la gracia de Dios, que "como él es, así somos nosotros".
El israelita tampoco desollaba su ofrenda. No hay la misma contemplación de las perfecciones interiores del Señor Jesús.
Pero si la visión de Cristo es menos completa, menos clara, es, sin embargo, real, y la ofrenda que­mada sobre el altar "holocausto es, ofrenda encendida de olor grato para Jehová".
La ofrenda de aves Ésta es una ofrenda más débil todavía. No obstante, el adorador ha querido acercarse. Trae lo que puede según sus recursos, una ofrenda que tenía algu­nos defectos, de la cual hacía falta quitar "el buche y las plumas", "con la suciedad que contenga" (v. 16, V. M.). No era el adorador quien degollaba y deso­llaba; el sacerdote lo hacía todo. El interior de la víc­tima no era «apreciado»; el ave era sólo partida pero no dividida; no se entra en los detalles de las perfec­ciones de Cristo.
Sin embargo, si bien el adorador era débil, el sacerdote sabía valorar esta ofrenda y expresar lo que era confuso en la mente y en el corazón de aquel que se había acercado. Durante el culto, un hermano sabrá precisar en la oración lo que hasta entonces no era sino impreciso y confuso en el corazón de algunos de sus hermanos. Así estimulados, éstos podrán quizás otra vez traer una ofrenda del rebaño.
Pero sea cual fuere la ofrenda, a pesar de la debilidad, incluso de la pobreza, nuestro capítulo declara expresamente: "Holocausto es, ofrenda encendida de olor grato para Jehová" (v. 9, 13, 17). Es un pensa­miento consolador, y que evita que nos desalentemos: por débil y pequeña que sea la ofrenda, ella es agrada­ble a Dios, porque de alguna manera su Hijo ha sido presentado.
Se trata de hacer progresos espirituales: si un hijito en Cristo no lleva más que un ave, un joven (según 1 Juan 2) llevará un cordero, y un padre, un becerro. Pero tengamos cuidado: podemos haber avanzado en las cosas de Dios, haber podido llevar incluso un bece­rro, y luego, por falta de vigilancia y de comunión con el Señor, volver a caer en un estado práctico que sólo nos permite llevar un cordero o un par de aves. Si bien es importante progresar en la gracia y en el conoci­miento de nuestro Señor Jesucristo, también es impor­tante velar por nuestro andar y por todo lo que entorpece nuestra comunión con Dios.

En Levítico 6:8-13 se repite más de una vez que el holocausto debe estar sobre el fuego, sobre el altar, "toda la noche, hasta la mañana"; el fuego ardía sobre él continuamente; no debía dejarse que se apagara. Cristo se ofreció una vez para siempre y su sacrificio jamás deberá repetirse; pero el memorial de su ofrenda, el perfume del holocausto sube continuamente ante Dios durante la noche de su ausencia. Cuán precioso es para el corazón del Padre ver, en este mundo de tinieblas, corazones que aprecian la obra de su Hijo y hacen subir continuamente ante El, en alabanza, ese olor grato de su sacrificio. El Salmo 134, punto culminante de los Cánticos graduales, nos dice: "Mirad, bendecid a Jehová, vosotros todos los siervos de Jehová, los que en la casa de Jehová estáis por las noches. Alzad vuestras manos al santuario, y bendecid a Jehová" (v. 1-2).
Y si bien durante la noche de su ausencia, el humo del holocausto sube sin cesar como perfume de olor grato ante Dios, su valor nunca dejará de ser grato ante él cuando todos los rescatados hayan de cantar el nuevo cántico alrededor del trono.

2. LA OFRENDA VEGETAL (Levítico 2; 6:14-23)
En la ofrenda vegetal, no se trata de una víctima degollada, de sangre derramada, de propiciación ni de pecado. La ofrenda no es ofrecida para "ser aceptada".
Este capítulo, pues, no nos habla de la muerte del Señor Jesús, sino de su vida, de su perfecta humanidad. Se trata de la perfección personal de Cristo, objeto y alimento de nuestro corazón, pero, ante todo, de una ofrenda de olor fragante que sube hacia Dios quien encontró en El todo su contentamiento. Es la absoluta devoción a Dios de todas las facultades de un hombre que vivió en la tierra, con todo su ser ofrecido a Dios, a lo largo de una vida de entera obediencia.
La ofrenda vegetal era ofrecida junto con el holocausto (véase por ejemplo Números 28 y 29). Consciente de haber sido aceptado (en relación con el holocausto), el adorador puede llevar la ofrenda vege­tal, es decir, presentar a Dios la perfecta vida de Cristo, hombre en la tierra, y alimentarse de Él. Considerar la vida de Cristo en sus diversas perfecciones y compararla con la nuestra, sería desmoralizador. La diferencia es infinita... Pero, con la seguridad de haber sido "aceptados en él", «tenemos derecho a olvidarnos de nosotros mismos, a olvidar nuestros pecados y a olvi­darnos de todo lo que no sea Jesús» (J.N.D.). Conside­rarlo así, en la perfección de los detalles de su vida, se convierte entonces en un profundo gozo para el alma y, para con Dios, en un tema de adoración siempre renovado.
En Israel, cada mañana y cada atardecer se ofrecían el holocausto y la ofrenda vegetal (Números 28:4). ¿No podemos nosotros, al principio y al final de nuestras jornadas, dar gracias a Dios por la persona del Señor Jesús y no sólo por todas las bendiciones que con él nos ha dado? Pero recordemos siempre que la ofrenda vegetal era "cosa santísima de las ofrendas que se queman para Jehová" (Levítico 2:3) y debía "comerse en lugar santo" (6:16). Todo lo que con­cierne a la persona de Cristo, ya sea respecto de su divinidad o de su humanidad, siempre debe ser consi­derado con gran reverencia, sin mezclar ninguna otra consideración que provenga de nuestro propio corazón.
1 Pedro 2:21-24 nos muestra esta unión de la per­fecta vida de Cristo, modelo para nosotros, y de su muerte expiatoria. Una no puede ir separada de la otra, como muchos quisieran hacerlo, queriendo ver en Jesús un modelo a imitar, pero apartando cualquier idea de expiación en su sacrificio.
Tales pensamientos son totalmente ajenos a la Palabra de Dios.

La flor de harina
La flor de harina representa la humanidad de Cristo, perfecta en todos sus detalles, tal como él fue en la tierra para perfecta satisfacción de Dios, en su vida, muerte y resurrección. En la flor de harina, todo es fino, puro, blanco, igual. En el Cristo-hombre todo era armonía y ninguna de sus cualidades predominaba sobre otras, como a menudo ocurre con nosotros. Podía a la vez usar de gracia y reprender el mal; sabía conso­lar y corregir; sabía cómo comportarse en la casa del fariseo y en el hogar de Betania.
Nos hace falta aprender a mirar a la persona de Jesús, como Juan Bautista quien "mirando a Jesús que andaba por allí, dijo: He aquí el Cordero de Dios" (Juan 1:36).
Los relatos de los evangelios hacen resaltar algu­nas de estas perfecciones de la vida de Cristo en la tie­rra. Jamás podremos contemplar suficientemente la vida de "Jesús de Nazaret", y "cómo éste anduvo haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él" (Hechos 10:38).
En los Salmos aprendemos a conocer las perfecciones íntimas de su ser, sobre todo en el primer libro, el cual nos lo presenta como hombre en la tierra; afligido y pobre, pero siempre poniendo a Dios delante de él; encontrando su complacencia para los santos, para los íntegros que están en la tierra (Salmo 16:3); perseverando en su servicio; "no ocultó su misericordia y su verdad en grande asamblea"; "ha publicado su fidelidad y su salvación" (Salmo 40:10). Vemos al hombre obediente, dependiente, lleno de confianza en Dios, enteramente consagrado para su gloria.

El aceite
La ofrenda era amasada con aceite y untada con aceite, así como el Señor Jesús fue engendrado del Espíritu Santo, y luego ungido del Espíritu Santo cuando Juan lo bautizó, y lleno del Espíritu Santo al empezar su ministerio (Mateo 1:20; Lucas 3:22; 4:1, 14). Sobre los discípulos, en el día de Pentecostés, el Espíritu bajó como lenguas de fuego. Si el Espíritu debía constituir en ellos el poder para el servicio y El que les guiaría a toda la verdad (Juan 16:13), también debía ser El que juzgaría y purificaría muchas cosas en ellos.
¡Cuántos pensamientos, concepciones erróneas, costumbres deben ser consumados en nosotros por el fuego del Espíritu! Nada de esto tuvo lugar en Cristo. Por eso el Espíritu bajó sobre él como paloma, símbolo de la inocencia, como convenía al Hombre perfecto.
El incienso
El incienso que se vertía sobre la ofrenda vegetal era completamente quemado sobre el altar. Este repre­senta toda la satisfacción que Dios encontró en la vida de su Hijo en la tierra. "Tu nombre es como ungüento derramado" (Cantar de los cantares 1:3; Juan 12:3). Todo lo que él hacía, era para Dios y no para los hom­bres. «Cuanto más fiel era Cristo, cuanto más despre­ciado y contradicho; cuanto más manso, tanto menos se lo estimaba. Pero el recibimiento que encontraba, no producía en él ninguna alteración, porque todas las cosas las hacía únicamente para Dios. Ante la multitud, o con sus discípulos, o en presencia de sus inicuos jue­ces, nada alteraba la perfección de sus designios, por­que en todas sus circunstancias, todo lo hacía para Dios. El incienso de su servicio, de su corazón y de sus afectos, era para Dios y subía continuamente ante él» (J.N.D.).


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