(Levítico 1 a 7)
"A Jesucristo, y a éste
crucificado" (1 Corintios 2:2). (Continuación)
3. LOS SACRIFICIOS POR EL PECADO Y POR LA CULPA (Levítico 4 a 6:7; 6:24 a 7:7)
Pecados específicos
Levítico 5:1 nos presenta la falta del testigo. Podemos callar un mal
que debería ser puesto en conocimiento de los demás. No se trata de denigrar
ni de relatar las faltas de nuestros hermanos, pero hay casos particulares en
los cuales, habiendo "sido llamado a testificar", hace falta hablar.
Es mucho más frecuente no dar testimonio del bien, de lo que se ha visto
o se ha sabido. 1 Pedro 3:15 dice: "Estad siempre preparados para
presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande
razón de la esperanza que hay en vosotros". ¿No hemos faltado a menudo a
esta voz de «llamamiento a testificar»? ¿Cuántas veces hemos tenido la
oportunidad de ayudar a una persona, o la posibilidad de dar testimonio de
Cristo, pero nos hemos retraído de hacerlo? Si el caso era claro y nos hemos
rehusado, la palabra del Levítico se aplica también a nosotros: "él
llevará su pecado".
Los versículos 2 y 3 presentan los casos de impureza, de falta de
separación, ya sea fuera o dentro de casa. Cuántos contactos inútiles con el
mundo nos contaminan, participando de actividades en las que no tenemos nada
que hacer, o permitiendo que las cosas del mundo penetren en nuestro hogar:
amistades en el mundo, asociaciones con los incrédulos (2 Corintios 6:14-16);
libros y revistas o imágenes impuras; especulaciones intelectuales contrarias
a la Palabra de Dios. Es la contaminación de carne y de espíritu (2 Corintios
7:1). "Si después llegare a saberlo, será culpable". Todo esto
interrumpe nuestra comunión con Dios; si bien a veces nos sentimos poco
inclinados a orar o no gozamos de la Palabra, ¿no son tales faltas, aunque
"no lo echare de ver", las que hacen que contristemos al Espíritu
Santo? El busca que tomemos conciencia, a fin de que sean juzgadas y
perdonadas.
El versículo 4 condena las palabras ligeras, inconsideradas: "jurar...
hacer mal", es decir, proferir amenazas sin que las ejecutemos. ¡Hubiese
sido mejor callarse, incluso en la educación de los niños, o no prometer hacer
bien y no cumplir la promesa, ya sea con niños o con hermanos! Ante todo, la
falta está en la ligereza. "Todos ofendemos muchas veces. Si alguno no
ofende en palabra, éste es varón perfecto" (Santiago 3:2).
¿Qué hacer en semejantes ocasiones? "Cuando pecare en alguna de
estas cosas, confesará aquello en que pecó" (Levítico 5:5). Tal es la
enseñanza de 1 Juan 1:9: no simplemente pedir perdón al Señor de haber difamado
a alguien, o de haber faltado a mi responsabilidad de darle testimonio, o de
habernos asociados con la impureza, sino confesar ante Él lo que hemos hecho,
dar cuenta de nuestra falta en su luz, ser llevados a comprender la gravedad de
la situación. Pero no hay que quedarse con eso: "Y para su expiación
traerá a Jehová por su pecado que cometió" (v. 6). Se trata de volver a
tener conciencia del valor del sacrificio de Cristo, de su muerte en la cruz
sin la cual este pecado que acabamos de confesar no podría ser perdonado.
Levítico 5:14-16 concierne a la falta en las cosas santas. No se le dio
a Dios lo que le era debido, sino que uno se había apropiado de la cosas
santas. Para los israelitas, se trataba particularmente de los diezmos, de la
décima parte de sus cosechas, que ellos no habían llevado al santuario. En
Malaquías 3:8-12, vemos cómo el pueblo robaba a Dios y cómo recaía sobre ellos
su maldición; mientras que si hubiesen llevado los diezmos al santuario, habría
habido alimento en su casa, y la bendición de Dios habría descansado sobre
ellos. ¡Cuánto faltamos en este campo de actividad! El Señor nos da
veinticuatro horas al día. Algunas de éstas son dedicadas al sueño, a la
alimentación, al trabajo; pero él desea que cada día pongamos un momento aparte
para estar a sus pies. ¿Acaso no le robamos a menudo en ese ámbito, empleando
para nuestra distracción, o incluso para trabajar más de lo necesario, el
tiempo que debería ser apartado para él? ¿Y qué decir del domingo, primer día
de la semana, día del Señor, en el que, particularmente, él nos invita a tomar
la cena y a recordarle en su muerte y a "velar con él una hora"?
El israelita debía dar la décima parte de su renta. En el Nuevo Testamento,
sin que sea cuestión de prescripciones legales, varias veces somos exhortados
a llevar a cabo ese "sacrificio" para hacer bien y para los siervos
del Señor (Hebreos 13:15). ¿Jamás nos hemos apropiado para nosotros mismos lo
que a él le correspondía?
Y en la esfera espiritual, ¡cuántas riquezas hemos recibido! ¿Sabemos
hacer que la casa de Dios se beneficie de ellas? ¿Llevar a la iglesia, ya sea
en alabanzas, en exhortaciones, en oraciones, el "diezmo" que sería
de bendición?
¿Hay para Dios, en nuestras casas y en nuestro trabajo, la porción que
le corresponde?
Si se interrumpe la bendición de Dios en la familia, en la iglesia, en
nuestra actividad o en nuestro servicio, ¿no será porque hemos faltado en
llevar "el diezmo"?
¿Qué hacer en tales casos? "Traerá por su culpa a Jehová".
Tomar conciencia de nuevo del sacrificio del Señor quien se entregó por
nosotros, que dio todo para rescatarnos; luego "pagará lo que hubiere
defraudado de las cosas santas, y añadirá a ello la quinta parte". No sólo
debemos lamentarnos de no haber sabido apartar para el Señor los momentos
necesarios, sino que, a partir de entonces, ¡debemos tomar el tiempo adecuado e
incluso añadir una quinta parte! Y si se ha guardado demasiado para sí de la
propia renta (independientemente de cuál fuere la amplitud, pues el Señor
apreció más las dos blancas de la viuda que lo que sobra de los ricos; Marcos
12:41-44), ¿no conviene restituirle lo principal con la quinta parte por
encima?
Levítico 6:1-7, por fin, considera los daños causados al prójimo, en
particular las cosas robadas u obtenidas por engaño: se guarda lo que pertenece
a otro, o lo que nos fue confiado por otros. En el ámbito material, se trata de
objetos robados, o pedidos prestados y no devueltos; trabajo retribuido
insuficientemente. En el ámbito espiritual —en el cual el Señor nos ha
confiado muchas verdades de la Palabra claramente expuestas, ya sea para los
suyos, o para la evangelización— se guarda egoístamente ese "buen
depósito" (2 Timoteo 1:14), en lugar de ponerlo a disposición de aquellos
a los que está destinado.
En este caso, primero era necesario devolver el objeto robado o lo que
se había confiado en depósito, añadir una quinta parte por encima y, después,
traer el sacrificio por la culpa. ¡Cuántas personas se han vuelto infelices por
no devolver a otros lo que de ellos se habían apropiado! La confesión al Señor
no es suficiente, como tampoco tener conciencia de su sacrificio; se demanda la
reparación.
La restauración
"Cuando alguna persona pecare...", hemos visto en el Levítico.
Casi la misma expresión se encuentra en 1 Juan 2:1-2, seguida por estas
palabras: "...abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Y
él es la propiciación por nuestros pecados". Así, el "sacrificio"
siempre está a nuestra disposición. No se trata de probar corregirnos en primer
lugar para luego venir a él, sino que hay que venir a él tal como somos, con
nuestro pecado, confesarlo y de nuevo comprender que él es la propiciación por
nuestros pecados.
Una vez consciente de su pecado, el israelita debía traer su ofrenda.
Ese mismo hecho manifestaba a la vez su falta y su apreciación del valor del
sacrificio. Alguien del pueblo se encaminaba a través del campamento hacia el
tabernáculo llevando una cabra, o incluso el sacerdote ungido llevando un
becerro; todos sabían que habían pecado, pero todos sabían también que ellos
tenían conciencia de estar provistos de una ofrenda que cubriría la falta.
La apreciación moral de la obra de Cristo varía. Como lo hemos visto,
uno llevaba una cabra, otro sólo dos aves, otro, en fin, la décima parte de un
efa de flor de harina. En todos los casos, se trataba de una ofrenda perfecta,
la cual habla de Cristo, quien solamente tiene valor a los ojos de Dios. El
malhechor en la cruz no hubiese podido explicar lo que Jesús estaba llevando a
cabo, ni el valor de su sangre. Su fe comprendía muy poco, aunque él dijera a
Jesús: "Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino" (Lucas 23:42).
Pero tenía conciencia de estar justamente crucificado, recibiendo el castigo de
los males que había cometido; en cuanto a Cristo, declaró: "Éste ningún
mal hizo" (v. 41). Tenía la certidumbre de la perfección de Aquel que
sufría a su lado, perfección que ponía en evidencia "la décima parte de un
efa de flor de harina". Eso fue suficiente para que el Señor le declarara:
"De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso" (v. 43).
Al llegar a la entrada del tabernáculo, el culpable, como en el
holocausto, debía poner su mano sobre la cabeza de la víctima. Con ese gesto,
declaraba que si él, pecador, no podía ser aceptado por Dios, el sacrificio lo
sería en su lugar. Ponía su pecado sobre la cabeza de la ofrenda, la cual era
sin defecto, a fin de que fuese expiado: "Todos nosotros nos descarriamos
como ovejas... mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros" (Isaías
53:6). Poner mi mano sobre la cabeza de la víctima, es tener profunda
conciencia de que mi pecado ha sido puesto sobre Cristo.
Luego, el mismo culpable degollaba al animal; no era asunto del
sacerdote. Es decir: esto es lo que yo merecía; por mí él tuvo que morir:
"El Hijo de Dios... me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gálatas
2:20). La sangre estaba puesta sobre los cuernos del altar de bronce (1 Juan
1:7); la grosura ardía "en olor grato": incluso en el sacrificio de
Cristo por el pecado (y no sólo en el holocausto) Dios encontró su entera
satisfacción. Los pecados específicos debían ser confesados; los perjuicios
reparados. Pero después, nueve veces se declara expresamente que serán
"perdonados" (4:20, 26, 31, 35; 5:10, 13, 16, 18; 6:7). "Si
confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros
pecados, y limpiarnos de toda maldad" (1 Juan 1:9). Se trata de creerlo.
Una vez confesado el pecado, una vez que tenemos conciencia del precio pagado
por Cristo por ese pecado, no hay que insistir más en esta falta, sino
abandonarla. Llenos del amor de Cristo y de la grandeza de su sacrificio,
habiendo vuelto a encontrar el gozo de nuestra salvación, podemos seguir el
camino humildemente, sabiendo que la misma gracia que nos ha restaurado, podrá
guardarnos vigilantes y fieles si permanecemos cerca de Él.
Dios declara expresamente en cuanto a sí mismo: "Nunca más me
acordaré de sus pecados y transgresiones" (Hebreos 10:17). En cuanto a
nosotros, el Salmo 103 recuerda: "Cuanto está lejos el oriente del
occidente, hizo alejar de nosotros nuestras rebeliones" (v. 12).
Lo
mismo ocurre con la Cena. Más de un joven se abstiene de participar porque está
preocupado de sus faltas y de su indignidad. Sin embargo, qué representa la
Cena, sino el cuerpo de Cristo dado por nuestros pecados, la sangre de Cristo
que nos purifica de ellos. Comprendiendo por la fe que Dios nos ve en Cristo,
que no se acuerda más de nuestros pecados, ni de nuestras transgresiones,
podemos acercarnos sin temor al memorial de la muerte del Señor, sin
"conciencia de pecado" (Hebreos 10:2). No decimos esto sin reverencia,
puesto que es primordial discernir siempre el cuerpo y la sangre del Señor. No
somos dignos de estar a su Mesa, sino que él es digno de que nos acerquemos; y
podemos olvidar nuestra indignidad y nuestras faltas con el sentimiento de que
la gracia ha respondido plenamente. "Pruébese cada uno a sí mismo, y coma
así" (1 Corintios 11:28). "Así", es decir con el sentimiento de
no tener nada en uno mismo para Dios, pero sabiendo que la gracia, por la obra
de Cristo, ha provisto para todo lo que soy así como para todo lo que no soy.