lunes, 8 de agosto de 2016

UNA SOLA OFRENDA, VARIOS SACRIFICIOS (Parte VIII)

(Levítico 1 a 7)
              "A Jesucristo, y a éste crucificado" (1 Corintios 2:2).                     (Continuación)

3. LOS SACRIFICIOS POR EL PECADO Y POR LA CULPA (Levítico 4 a 6:7; 6:24 a 7:7)


Pecados específicos
Levítico 5:1 nos presenta la falta del testigo. Pode­mos callar un mal que debería ser puesto en conoci­miento de los demás. No se trata de denigrar ni de relatar las faltas de nuestros hermanos, pero hay casos particulares en los cuales, habiendo "sido llamado a testificar", hace falta hablar.
Es mucho más frecuente no dar testimonio del bien, de lo que se ha visto o se ha sabido. 1 Pedro 3:15 dice: "Estad siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros". ¿No hemos faltado a menudo a esta voz de «llama­miento a testificar»? ¿Cuántas veces hemos tenido la oportunidad de ayudar a una persona, o la posibilidad de dar testimonio de Cristo, pero nos hemos retraído de hacerlo? Si el caso era claro y nos hemos rehusado, la palabra del Levítico se aplica también a nosotros: "él llevará su pecado".
Los versículos 2 y 3 presentan los casos de impu­reza, de falta de separación, ya sea fuera o dentro de casa. Cuántos contactos inútiles con el mundo nos con­taminan, participando de actividades en las que no tenemos nada que hacer, o permitiendo que las cosas del mundo penetren en nuestro hogar: amistades en el mundo, asociaciones con los incrédulos (2 Corintios 6:14-16); libros y revistas o imágenes impuras; especu­laciones intelectuales contrarias a la Palabra de Dios. Es la contaminación de carne y de espíritu (2 Corintios 7:1). "Si después llegare a saberlo, será culpable". Todo esto interrumpe nuestra comunión con Dios; si bien a veces nos sentimos poco inclinados a orar o no gozamos de la Palabra, ¿no son tales faltas, aunque "no lo echare de ver", las que hacen que contristemos al Espíritu Santo? El busca que tomemos conciencia, a fin de que sean juzgadas y perdonadas.
El versículo 4 condena las palabras ligeras, incon­sideradas: "jurar... hacer mal", es decir, proferir amena­zas sin que las ejecutemos. ¡Hubiese sido mejor callarse, incluso en la educación de los niños, o no prometer hacer bien y no cumplir la promesa, ya sea con niños o con hermanos! Ante todo, la falta está en la ligereza. "Todos ofendemos muchas veces. Si alguno no ofende en palabra, éste es varón perfecto" (Santiago 3:2).
¿Qué hacer en semejantes ocasiones? "Cuando pecare en alguna de estas cosas, confesará aquello en que pecó" (Levítico 5:5). Tal es la enseñanza de 1 Juan 1:9: no simplemente pedir perdón al Señor de haber difamado a alguien, o de haber faltado a mi responsabi­lidad de darle testimonio, o de habernos asociados con la impureza, sino confesar ante Él lo que hemos hecho, dar cuenta de nuestra falta en su luz, ser llevados a comprender la gravedad de la situación. Pero no hay que quedarse con eso: "Y para su expiación traerá a Jehová por su pecado que cometió" (v. 6). Se trata de volver a tener conciencia del valor del sacrificio de Cristo, de su muerte en la cruz sin la cual este pecado que acabamos de confesar no podría ser perdonado.
Levítico 5:14-16 concierne a la falta en las cosas santas. No se le dio a Dios lo que le era debido, sino que uno se había apropiado de la cosas santas. Para los israelitas, se trataba particularmente de los diezmos, de la décima parte de sus cosechas, que ellos no habían llevado al santuario. En Malaquías 3:8-12, vemos cómo el pueblo robaba a Dios y cómo recaía sobre ellos su maldición; mientras que si hubiesen llevado los diezmos al santuario, habría habido alimento en su casa, y la bendición de Dios habría descansado sobre ellos. ¡Cuánto faltamos en este campo de actividad! El Señor nos da veinticuatro horas al día. Algunas de éstas son dedicadas al sueño, a la alimentación, al trabajo; pero él desea que cada día pongamos un momento aparte para estar a sus pies. ¿Acaso no le robamos a menudo en ese ámbito, empleando para nuestra distrac­ción, o incluso para trabajar más de lo necesario, el tiempo que debería ser apartado para él? ¿Y qué decir del domingo, primer día de la semana, día del Señor, en el que, particularmente, él nos invita a tomar la cena y a recordarle en su muerte y a "velar con él una hora"?
El israelita debía dar la décima parte de su renta. En el Nuevo Testamento, sin que sea cuestión de pres­cripciones legales, varias veces somos exhortados a lle­var a cabo ese "sacrificio" para hacer bien y para los siervos del Señor (Hebreos 13:15). ¿Jamás nos hemos apropiado para nosotros mismos lo que a él le corres­pondía?
Y en la esfera espiritual, ¡cuántas riquezas hemos recibido! ¿Sabemos hacer que la casa de Dios se bene­ficie de ellas? ¿Llevar a la iglesia, ya sea en alabanzas, en exhortaciones, en oraciones, el "diezmo" que sería de bendición?
¿Hay para Dios, en nuestras casas y en nuestro tra­bajo, la porción que le corresponde?
Si se interrumpe la bendición de Dios en la familia, en la iglesia, en nuestra actividad o en nuestro servicio, ¿no será porque hemos faltado en llevar "el diezmo"?
¿Qué hacer en tales casos? "Traerá por su culpa a Jehová". Tomar conciencia de nuevo del sacrificio del Señor quien se entregó por nosotros, que dio todo para rescatarnos; luego "pagará lo que hubiere defraudado de las cosas santas, y añadirá a ello la quinta parte". No sólo debemos lamentarnos de no haber sabido apartar para el Señor los momentos necesarios, sino que, a partir de entonces, ¡debemos tomar el tiempo adecuado e incluso añadir una quinta parte! Y si se ha guardado demasiado para sí de la propia renta (independiente­mente de cuál fuere la amplitud, pues el Señor apreció más las dos blancas de la viuda que lo que sobra de los ricos; Marcos 12:41-44), ¿no conviene restituirle lo principal con la quinta parte por encima?
Levítico 6:1-7, por fin, considera los daños cau­sados al prójimo, en particular las cosas robadas u obtenidas por engaño: se guarda lo que pertenece a otro, o lo que nos fue confiado por otros. En el ámbito material, se trata de objetos robados, o pedidos presta­dos y no devueltos; trabajo retribuido insuficiente­mente. En el ámbito espiritual —en el cual el Señor nos ha confiado muchas verdades de la Palabra clara­mente expuestas, ya sea para los suyos, o para la evangelización— se guarda egoístamente ese "buen depósito" (2 Timoteo 1:14), en lugar de ponerlo a disposición de aquellos a los que está destinado.
En este caso, primero era necesario devolver el objeto robado o lo que se había confiado en depósito, añadir una quinta parte por encima y, después, traer el sacrificio por la culpa. ¡Cuántas personas se han vuelto infelices por no devolver a otros lo que de ellos se habían apropiado! La confesión al Señor no es suficiente, como tampoco tener conciencia de su sacrificio; se demanda la reparación.
La restauración
"Cuando alguna persona pecare...", hemos visto en el Levítico. Casi la misma expresión se encuentra en 1 Juan 2:1-2, seguida por estas palabras: "...abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Y él es la propiciación por nuestros pecados". Así, el "sacrificio" siempre está a nuestra disposición. No se trata de probar corregirnos en primer lugar para luego venir a él, sino que hay que venir a él tal como somos, con nuestro pecado, confesarlo y de nuevo comprender que él es la propiciación por nuestros pecados.
Una vez consciente de su pecado, el israelita debía traer su ofrenda. Ese mismo hecho manifestaba a la vez su falta y su apreciación del valor del sacrificio. Alguien del pueblo se encaminaba a través del campamento hacia el tabernáculo llevando una cabra, o incluso el sacerdote ungido llevando un becerro; todos sabían que habían pecado, pero todos sabían también que ellos tenían conciencia de estar provistos de una ofrenda que cubriría la falta.
La apreciación moral de la obra de Cristo varía. Como lo hemos visto, uno llevaba una cabra, otro sólo dos aves, otro, en fin, la décima parte de un efa de flor de harina. En todos los casos, se trataba de una ofrenda perfecta, la cual habla de Cristo, quien solamente tiene valor a los ojos de Dios. El malhechor en la cruz no hubiese podido explicar lo que Jesús estaba llevando a cabo, ni el valor de su sangre. Su fe comprendía muy poco, aunque él dijera a Jesús: "Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino" (Lucas 23:42). Pero tenía conciencia de estar justamente crucificado, recibiendo el castigo de los males que había cometido; en cuanto a Cristo, declaró: "Éste ningún mal hizo" (v. 41). Tenía la certidumbre de la perfección de Aquel que sufría a su lado, perfección que ponía en evidencia "la décima parte de un efa de flor de harina". Eso fue suficiente para que el Señor le declarara: "De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso" (v. 43).
Al llegar a la entrada del tabernáculo, el culpable, como en el holocausto, debía poner su mano sobre la cabeza de la víctima. Con ese gesto, declaraba que si él, pecador, no podía ser aceptado por Dios, el sacrifi­cio lo sería en su lugar. Ponía su pecado sobre la cabeza de la ofrenda, la cual era sin defecto, a fin de que fuese expiado: "Todos nosotros nos descarriamos como ovejas... mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros" (Isaías 53:6). Poner mi mano sobre la cabeza de la víctima, es tener profunda conciencia de que mi pecado ha sido puesto sobre Cristo.
Luego, el mismo culpable degollaba al animal; no era asunto del sacerdote. Es decir: esto es lo que yo merecía; por mí él tuvo que morir: "El Hijo de Dios... me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gálatas 2:20). La sangre estaba puesta sobre los cuernos del altar de bronce (1 Juan 1:7); la grosura ardía "en olor grato": incluso en el sacrificio de Cristo por el pecado (y no sólo en el holocausto) Dios encontró su entera satisfacción. Los pecados específicos debían ser confe­sados; los perjuicios reparados. Pero después, nueve veces se declara expresamente que serán "perdonados" (4:20, 26, 31, 35; 5:10, 13, 16, 18; 6:7). "Si confe­samos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdo­nar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad" (1 Juan 1:9). Se trata de creerlo. Una vez confesado el pecado, una vez que tenemos conciencia del precio pagado por Cristo por ese pecado, no hay que insistir más en esta falta, sino abandonarla. Llenos del amor de Cristo y de la grandeza de su sacrificio, habiendo vuelto a encontrar el gozo de nuestra salvación, pode­mos seguir el camino humildemente, sabiendo que la misma gracia que nos ha restaurado, podrá guardarnos vigilantes y fieles si permanecemos cerca de Él.
Dios declara expresamente en cuanto a sí mismo: "Nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones" (Hebreos 10:17). En cuanto a nosotros, el Salmo 103 recuerda: "Cuanto está lejos el oriente del occidente, hizo alejar de nosotros nuestras rebeliones" (v. 12).
     Lo mismo ocurre con la Cena. Más de un joven se abstiene de participar porque está preocupado de sus faltas y de su indignidad. Sin embargo, qué representa la Cena, sino el cuerpo de Cristo dado por nuestros pecados, la sangre de Cristo que nos purifica de ellos. Comprendiendo por la fe que Dios nos ve en Cristo, que no se acuerda más de nuestros pecados, ni de nues­tras transgresiones, podemos acercarnos sin temor al memorial de la muerte del Señor, sin "conciencia de pecado" (Hebreos 10:2). No decimos esto sin reveren­cia, puesto que es primordial discernir siempre el cuerpo y la sangre del Señor. No somos dignos de estar a su Mesa, sino que él es digno de que nos acerquemos; y podemos olvidar nuestra indignidad y nuestras faltas con el sentimiento de que la gracia ha respondido ple­namente. "Pruébese cada uno a sí mismo, y coma así" (1 Corintios 11:28). "Así", es decir con el sentimiento de no tener nada en uno mismo para Dios, pero sabiendo que la gracia, por la obra de Cristo, ha pro­visto para todo lo que soy así como para todo lo que no soy.

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