lunes, 3 de abril de 2017

Escenas del Antiguo Testamento. (Parte VII)

La torre de Babel
Pasados unos cien años después del diluvio, ya que los hombres volvían a multiplicarse sobre la tierra, se les ocurre formarse en asociación con ciertos planes de operación y fines que alcanzar. Todavía recuerdan lo sucedido a los habitantes anteriores y la prodigiosa salvación de sus padres en el arca, pero de nuevo proceden sin contar con Dios, aun pretendiendo desafiarle. El mundo había sido anegado hasta las cumbres más altas, pero ahora principian a levantar una torre que debería alcanzar el mismo cielo.
Alrededor de tan grande obra de su imaginación orgullosa, debían edificarse una ciudad, y el fin de todo era hacerse un nombre y evitar que fuesen desparramados sobre la faz de la tierra. Dios contemplaba la necedad de estos descendientes de Noé y sembró entre ellos la confusión por enviarles una diversidad de idiomas de manera que no se entendían. Se comprende la dificultad que esto causaba, resultando en el abandono completo de la empresa y el esparcimiento de los hombres en todas direcciones.
La idea de confederación, sin embargo, ha permanecido en el corazón humano y la historia revela algunos esfuerzos notables para volver a intentar lo que no se pudo en el llano de Sinar.
Uno de los muy importantes esfuerzos tuvo lugar en el reino de Nabucodonosor. Siguiendo el mismo principio de confederación, él reunió bajo su dirección un imperio inmenso con una ciudad capital fortísima y, cosa particular, ésta llevó el nombre de Babilonia, o sea, Babel. Cuando en el cenit de su gloria el rey se vanagloriaba en su riqueza y poderío, perdió su razón y salió a vivir como una bestia en el campo.
Con todo, su hijo Belsasar no aprendió a ser humilde. Unos veinticinco años más tarde, descuidándose en una orgía con sus príncipes y concubinas, entró la fuerza de los medo-persas por un túnel secreto debajo de los muros. Esos enemigos tomaron la ciudad, sembraron por doquier la confusión y muerte, y terminaron con la gloria de aquel imperio.
Su destrucción fue absoluta, como la de la primera Babel, y no se ha vuelto a edificar allá hasta el día de hoy. Conforme a la palabra del profeta Isaías, entre sus ruinas hacen sus cuevas los búhos y murciélagos, las culebras y las fieras, y nadie pondría ni una tienda de lona en el sitio.
Satanás mismo cayó por su orgullo, y cuando hizo caer el hombre fue por tentarle con la idea que sería como Dios, sabiendo el bien y el mal. Aun después de tan amargas lecciones como nos enseña la historia, los hombres quedan con la idea de hacerse un nombre. Piensan hacerlo con confederarse, como atestiguan los negocios confederados, la confederación de estados y naciones, y — lo que más nos interesa aquí — las confederaciones religiosas.
Cuando Cristo había hecho la redención de nuestras almas por su sangre, e iba a partir para la gloria del cielo, Él encargó a los suyos predicar el evangelio a fin de que otros se convirtieran a él y se formaran en todas partes grupos de los que, amándole a él, siguieran sus mandamientos. Los apóstoles trabajaron con ahínco para llevar a cabo este propósito, pero ninguno de ellos pensaba en hacerse cabeza de aquellos grupos o en confederarlos con algún sínodo o centro de dirección. El Cristo glorificado debía dirigirlos por medio de las Escrituras y por su “Vicario”, el Espíritu Santo, y a su Señor debían ellos rendir cuenta.
Pero la idea de confederación, manifiesta en los llanos de Sinar y en la grande Babilonia, vuelve a nacer en las riberas del Tíber. La división de los humildes discípulos de Jesús en clérigos y legos, pronto crio la idea de un obispo universal. Olvidándose de que Dios puede vencer las dificultades que se presentaran para su propia obra, les parecía conveniente confederar bajo una sola cabeza visible todas las iglesias. Ya que este principio humano entró, salieron fuera la santidad y el temor de Dios.
Es bien conocida la historia de los papas y las bajezas que han practicado con el fin de “hacerse un nombre”. Los creyentes de la Reforma no dejaron de exponer muchos de los abusos. Sin embargo faltaron ellos en no condenar del todo el principio de confederación bajo una cabeza humana; ellos formaron otras, que con el tiempo han ido lejos de la voluntad de la Divina Cabeza, revelada en las Santas Escrituras. Esta forma de confederación religiosa también lleva el nombre de Babilonia — o sea Babel — en la Biblia, y su fin está bien descrito en Apocalipsis 18.
Cada cristiano verdadero es directamente responsable a su Señor y no a ningún humano; así también cada grupo de cristianos tiene que cumplir las ordenanzas de su Señor y rendirle cuentas a él, y no a la cabeza de alguna confederación de iglesias. El principio de la confederación es un principio humano, y como la primera Babel, tendrá su fin en confusión. “Salid de ella, pueblo mío, porque no seáis participantes de sus pecados, y que no recibáis de sus plagas”, dice el Señor.

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