“Dios... es rico en
misericordia”
(Efesios 2:4).
La
misericordia es aquella compasión y bondad que Dios manifiesta a los que son
culpables y débiles o están en angustia y necesidad. Las Escrituras hacen
hincapié en que Dios es rico en misericordia (Efesios 2:4), y grande en
misericordia (Salmo 86:5). Su misericordia es abundante (1 Pedro 1:3); grande
es hasta los cielos (Salmo 57:10). “Porque como la altura de los cielos sobre
la tierra, engrandeció su misericordia sobre los que le temen” (Salmo 103:11).
De Dios se dice que es “Padre de misericordias” (2Co_1:3) y que es “muy
misericordioso y compasivo” (Santiago 5:11). Es imparcial cuando otorga Su
misericordia: “hace salir su sol sobre malos y buenos, y hace llover sobre
justos e injustos” (Mateos 5:45). Los hombres no se salvan por obras de
justicia (Tito 3:5) sino por Su soberana misericordia (Éxodo 33:19; Romanos
9:15). Su misericordia permanece para siempre sobre los que le temen (Salmo 136:1; Lucas
1:50), pero al impenitente la misericordia le alcanza solamente en esta vida.
Hay una diferencia entre gracia y misericordia. Gracia significa que
Dios me colma de bendiciones que no merezco. La misericordia significa que no
me castiga como merezco.
Cada
doctrina de la Escritura trae consigo obligaciones. Las misericordias de Dios
requieren, en primer lugar, que presentemos nuestros cuerpos en sacrificio
vivo, santo, aceptable a Dios (Rom_12:1). Esto es lo más razonable, racional,
sano y sensible que podemos hacer.
También es
verdad que Dios quiere que seamos misericordiosos los unos con los otros. Ha
prometido una recompensa especial para el misericordioso: “alcanzarán
misericordia” (Mateo 5:7). El Señor quiere misericordia y no sacrificio (Mateo 9:13),
es decir, los grandes actos de sacrificio son inaceptables si están separados
de la piedad personal.
El buen
samaritano es aquel que muestra misericordia a su prójimo. Esta misericordia se
deja ver cuando alimentamos al hambriento, vestimos al pobre, atendemos al
enfermo, visitamos a las viudas y a los huérfanos, y lloramos con los que
lloran.
Somos
misericordiosos cuando rehusamos vengarnos de alguien que nos ha hecho mal, o
acogemos compasivamente a aquellos que han fracasado.
Recordando
lo que somos, debemos orar pidiendo misericordia por nosotros mismos (Hebreos 4:16)
y por los demás (Gálatas 6:16; 1 Timoteo 1:2).
Por último,
las misericordias de Dios deben afinar nuestros corazones para cantar Sus
alabanzas.
Cuando todas tus maravillas
¡Oh mi Dios!
Mi alma resucitada contempla,
Transportado por la visión
Me lleno de amor, asombro y admiración.
Mi alma resucitada contempla,
Transportado por la visión
Me lleno de amor, asombro y admiración.
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