Introducción:
I.
Cuadro histórico
Las circunstancias que hicieron necesaria la profecía de Hageo, nos trasladan
a los últimos acontecimientos del Antiguo Testamento. Cuando la ruina moral de
Israel llegó al último término, Dios declaró a este pueblo: "Lo-ammi"
(No es mi pueblo; Oseas 1: 9). Mucho tiempo después, las diez tribus fueron
llevadas a la cautividad, y más tarde también Judá y Benjamín. El enemigo derribó
y destruyó Jerusalén y el Templo, ya privado de la gloria de Dios. Desde
entonces, a los ojos de los hombres, ya no hubo casa de Dios sobre la tierra.
Cuando los setenta años de cautividad, anunciados por los profetas (Jeremías
25: 11-12; Dan. 9: 2), llegaron a su fin, Ciro fue suscitado para la restauración
del pueblo. A la llamada del Rey, en el año 536 A.C., un remanente de Judá y Benjamín,
en total 49.697 hombres, subieron a Jerusalén, bajo el mando de Zorobabel y de
Josué, (llamado Jesúa en Esdras y Nehemías) para reconstruir la casa de Dios
(Esdras 1: 2-3).
En el séptimo mes, reedificaron el altar sobre su
emplazamiento (Esdras 3: 2-3) ofreciendo sacrificios, y restableciendo así el
gran testimonio público de sus relaciones con Dios.
"En el segundo año de su llegada a la casa de
Dios en Jerusalén", ponen los fundamentos del templo con gozo mezclado de
tristeza (Esdras 3: 10-13). Los enemigos de Judá se ofrecen para participar en
la obra del pueblo de Dios; los jefes no aceptan, pero el resto del pueblo coge
miedo y la obra es abandonada.
La interrupción dura dieciséis años, motivada
durante seis solamente por el miedo, y durante otros diez por la orden absoluta
de no trabajar, dada por mandato de Asuero. Esta prohibición debe ser considerada
como el castigo de Dios sobre el remanente a causa de su falta de fe.
En el segundo año de Darío, fueron suscitados los
profetas Hageo y Zacarías; su exhortación produce efecto. Desde entonces todo
cambia; el pueblo no se inquieta ni por reyes, ni por hombres, ni por su oposición;
el trabajo se inicia y este gran edificio se termina al cabo de cuatro años.
Durante todo este tiempo, prosperan, pero no por la
orden de Darío sino por "la profecía de Hageo... y de Zacarías"
(Esdras 6: 14), y terminan su obra "por orden del Dios de Israel" del
cual emanan las decisiones de los soberanos que les gobiernan.
En el año 515 A.C. (Esdras 6: 15), terminada la
casa, el pueblo celebra alegremente la Pascua y la fiesta de los panes sin
levadura (Esdras 6: 19-22).
Aquí es cuando termina la
primera parte del libro de Esdras la cual tiene relación con nuestra profecía.
Esta comprende tres grandes hechos:
1. la construcción del altar;
2. la colocación de los fundamentos, después de
un paréntesis de dieciséis años seguidos por el despertar del pueblo;
3. la edificación y terminación de la casa.
II.
Cuadro profético
Esta historia de Israel tiene para nosotros también mucha importancia.
"Y estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para
amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos".
(1 Cor. 10: 11). Todos los acontecimientos materiales de Israel tienen para
nosotros, cristianos, una contrapartida espiritual.
¿No es evidente en el caso
de la Iglesia? Ella es, como Israel, una institución divina; está establecida
en la tierra bajo su responsabilidad; como él, ella ha fallado y ha caído en la
ruina ms completa, al haber introducido el hombre elementos corrompidos y
corruptores. ¿Dónde se encuentra Israel hoy en día? ¿Dónde encontrar ahora la
Iglesia de Dios? Sin duda, a los ojos de Dios, continúa existiendo en su
unidad, y la fe así la ve. Sin duda, Aquel que es el Arquitecto, como también
es el Esposo, se la presentar gloriosa al fin; pero dejada a su responsabilidad,
no es a los ojos del mundo, otra cosa que un miserable montón de ruinas. (En
este artículo, hablamos sólo de la Iglesia como casa de Dios, cuya edificación
está confiada a la responsabilidad del hombre).
Habiéndose consumado la ruina, Dios llama en nuestros días, como en los días
de Esdras, a un débil remanente para que reconstruya su casa. Para un judío, la
casa de Dios era el templo material en donde a Él le place hacer habitar su
nombre; para un cristiano, es un templo espiritual compuesto de piedras vivas,
destinado a ser una "morada de Dios en el Espíritu" (Efesios 2: 22).
Observemos que para el remanente de Israel, no se trata en absoluto de
que éste reconstruya una segunda casa, o para el remanente cristiano de reedificar
una nueva Iglesia. Muchos se han equivocado y han intentado, en la ignorancia
de los pensamientos de Dios y con la suficiencia de la carne, de reconstruir
una nueva casa. Se les oye hablar de "su Iglesia", como si ellos
hubiesen reedificado alguna cosa según Dios. Su trabajo no es más que una nueva
ruina añadida a las antiguas. El Espíritu Santo nos pone cuidadosamente en
guardia contra tal locura. A los ojos de Dios, la Iglesia, al igual que el
templo de Israel, es una, permanece una, y nunca habrá otra. De aquí, que en
cuanto al templo encontremos expresiones tales como éstas: Ellos
"comenzaron a reedificar la casa de Dios que estaba en Jerusalén"
(Esdras 5: 2). Aunque destruida, permanecía allí siempre. "Y reedificamos
la casa que ya muchos años antes había sido edificada" (Esdras 5: 11). La
nueva casa es la misma que la antigua. El rey de Babilonia "destruyó esta
casa... el rey Ciro dio orden para que esta casa de Dios fuese reedificada"
(Esdras 5: 12-13). La casa reedificada es la misma que la casa destruida, y aún
Hageo dice, hablando de un tiempo futuro: "Y llenar de gloria esta
casa", y "La gloria postrera de esta casa ser mayor que la
primera" (Hageo 2: 7-9). El profeta no dice: La gloria de esta casa última,
pues si la gloria es diferente, la casa es siempre la misma, ante las miradas
de Dios y de la fe. De hecho, hubo en el pasado muchos templos: El templo de Salomón,
el de Zorobabel, el de Herodes; habrá en el futuro el del Anticristo, y uno
final, el templo milenario de Ezequiel. Pero para Dios no cuentan cinco, sino
uno solo. Para nosotros, reconstruir la casa de Dios, no es pues construir una
nueva casa, sino reconstruir la antigua en un tiempo de ruina, tal como El la
haba establecido en un principio. Tanto hoy como antiguamente, es el trabajo de
todos aquellos que Dios ha despertado, para restaurar la verdad de la Iglesia
en medio de la corrupción actual. Ellos han de dar un testimonio práctico de lo
que debe ser. Tal restauración no se puede conseguir si no va acompañada de un
sentimiento profundo de tristeza y de humillación. Para los dos o tres de
Israel que reconstruyesen la casa, el gozo de ver los fundamentos nuevamente
establecidos, estaba mezclado con lloros amargos, cuando comparaban la pobreza
actual de este trabajo con la riqueza y la plenitud de la primera institución
(Esdras 3: 11-13).
Los que ignoran lo que es la Iglesia, se imaginan que esta obra de restauración
tuvo lugar cuando la Reforma y que, lo que se llama la Iglesia protestante, ha
sido la manifestación. No hay nada más falso que esta opinión. Lo que
caracteriza a la Reforma, es la Palabra de Dios, rompiendo los lazos mediante
los cuales Satanás había buscado encadenarla. Esta Palabra sacó a la luz las
grandes verdades de la salvación individual, mientras que, estableciendo
multitud de Iglesias, la Reforma ignoraba, más bien negaba, la verdad de la
Iglesia del Dios vivo.
El primer testimonio del remanente de Israel fue, como lo hemos visto en
el libro de Esdras, la reunión alrededor del altar reedificado. En nuestros días
ha sido lo mismo. Es la mesa del Señor la que ha reunido algunos testigos que
Dios ha suscitado para "reconstruir" su casa. Reunir a los cristianos
alrededor de la Cena, no es nada en apariencia, pero en realidad lo es todo.
Alrededor de la mesa del Señor, sus redimidos proclaman que poseen una relación
viva con Dios, basada en la redención. Esta mesa reúne a todos los que tienen
parte en la salvación, y su carácter excluye al mundo de una forma absoluta y
los separa, para constituirlos en una unidad de la cual la mesa del Señor es el
signo (1 Corintios 10: 16-17).
La restauración del altar no está por hacer, pues ha tenido lugar en el
siglo pasado, cuando unos creyentes despertados en su conciencia y sus afectos
para el Señor, han escudriñado las Escrituras, para volver a encontrar muchas
verdades concernientes al lugar, la forma, la manera de congregarse y esto sólo
en el nombre del Señor (Mateo 18: 20). La mesa del Señor está levantada; nadie
tiene la misión de levantar otra. En ésta un pequeño remanente de creyentes
proclama la unidad del cuerpo de Cristo. Qué importa su número, si el altar está
reedificado! La mesa del Señor no se encuentra, en absoluto, como muchos lo
pretenden, en todas las sectas de la cristiandad, las cuales conservan sin duda
el memorial de la muerte de Cristo, pero ignoran completamente que el carácter
de este mismo memorial es el de separar a los hijos de Dios del mundo, y de ser
una señal visible de la unidad del cuerpo de Cristo. Frente al Enemigo, la
seguridad del pobre remanente de la cautividad era que: "Colocaron el
altar sobre su base, porque tenían miedo de los pueblos de las tierras"
(Esdras 3: 3). La unión de los hijos de Dios, alrededor del signo visible de la
unidad de la Iglesia, no puede convenirle a Satanás, pues su poder sobre ellos
se reduce a la nada, mientras mantengan esta unidad; por esta razón el Enemigo
quiere destruirla dispersando al rebaño (y esto lo ha logrado en muchas
ocasiones).
Los resultados de la reunión de los creyentes alrededor de la mesa del Señor
no se hacen esperar. Nuevas luces deben acompañar necesariamente la obediencia
a la Palabra de Dios, y las almas vuelven a la enseñanza apostólica y a Cristo,
único fundamento sobre el cual la Asamblea puede ser construida.
Habiendo sido reconocido Cristo como el único centro de nuestra reunión,
se trata entonces de añadir piedras vivas al edificio, y las dificultades no
tardan en surgir. Lo que le ocurre al pobre remanente es la prueba.
"Edificaremos con vosotros", dicen los enemigos de Judá y Benjamín.
Si estos últimos hubieran consentido, habrán sido la negación misma de esta
unidad del pueblo de Dios que acababa de ser puesta nuevamente a la luz, por
medio del altar y de los fundamentos del templo. Dios no permite que se lleve a
cabo este plan. La bendición que los fieles han encontrado en su unidad como
pueblo de Dios, les hace rechazar con indignación toda acción común con el
mundo: "No nos conviene edificar con vosotros casa a nuestro Dios, sino
que nosotros solos la edificaremos a Jehová Dios de Israel" (Esdras 4: 3).
El ardid del enemigo fracasa, pero éste no abandona la partida; actúa
haciendo coger miedo y levanta la oposición, y después las persecuciones contra
los fieles. Toda clase de razones ayudan, sus manos se vuelven descuidadas.
Israel acaba por desinteresarse de la construcción y abandona la obra
comenzada. ¡Cuántas deserciones hemos visto producirse también entre nosotros
en nuestros días!
Es en ese momento que Hageo
interviene para mostrar al remanente las causas que, después de los principios
de fuerza y gozo, habían puesto trabas a la obra que Dios les haba confiado. ¡Ojalá
encontremos en esta profecía de Hageo las exhortaciones y el ánimo que tanto
necesitamos hoy en día!
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