miércoles, 12 de julio de 2017

HAGEO (Parte I)

Introducción:
I.             Cuadro histórico
Las circunstancias que hicieron necesaria la profecía de Hageo, nos trasladan a los últimos aconte­cimientos del Antiguo Testamento. Cuando la ruina moral de Israel llegó al último término, Dios declaró a este pueblo: "Lo-ammi" (No es mi pueblo; Oseas 1: 9). Mucho tiempo después, las diez tribus fueron llevadas a la cautividad, y más tarde también Judá y Benjamín. El enemigo derribó y destruyó Jerusalén y el Templo, ya privado de la gloria de Dios. Desde entonces, a los ojos de los hombres, ya no hubo casa de Dios sobre la tierra.
Cuando los setenta años de cautividad, anunciados por los profetas (Jeremías 25: 11-12; Dan. 9: 2), llegaron a su fin, Ciro fue suscitado para la restauración del pueblo. A la llamada del Rey, en el año 536 A.C., un remanente de Judá y Benjamín, en total 49.697 hombres, subieron a Jerusalén, bajo el mando de Zorobabel y de Josué, (llamado Jesúa en Esdras y Nehemías) para reconstruir la casa de Dios (Esdras 1: 2-3).
En el séptimo mes, reedificaron el altar sobre su emplazamiento (Esdras 3: 2-3) ofreciendo sacrifi­cios, y restableciendo así el gran testimonio público de sus relaciones con Dios.
"En el segundo año de su llegada a la casa de Dios en Jerusalén", ponen los fundamentos del templo con gozo mezclado de tristeza (Esdras 3: 10-13). Los enemigos de Judá se ofrecen para participar en la obra del pueblo de Dios; los jefes no aceptan, pero el resto del pueblo coge miedo y la obra es abandonada.
La interrupción dura dieciséis años, motivada durante seis solamente por el miedo, y durante otros diez por la orden absoluta de no trabajar, dada por mandato de Asuero. Esta prohibición debe ser conside­rada como el castigo de Dios sobre el remanente a causa de su falta de fe.
En el segundo año de Darío, fueron suscitados los profetas Hageo y Zacarías; su exhortación produce efecto. Desde entonces todo cambia; el pueblo no se inquieta ni por reyes, ni por hombres, ni por su oposición; el trabajo se inicia y este gran edificio se termina al cabo de cuatro años.
Durante todo este tiempo, prosperan, pero no por la orden de Darío sino por "la profecía de Hageo... y de Zacarías" (Esdras 6: 14), y terminan su obra "por orden del Dios de Israel" del cual emanan las decisiones de los soberanos que les gobier­nan.
En el año 515 A.C. (Esdras 6: 15), terminada la casa, el pueblo celebra alegremente la Pascua y la fiesta de los panes sin levadura (Esdras 6: 19-22).
Aquí es cuando termina la primera parte del libro de Esdras la cual tiene relación con nuestra profecía. Esta comprende tres grandes hechos:
1.     la construcción del altar;
2.     la colocación de los fundamentos, después de un paréntesis de dieciséis años seguidos por el despertar del pueblo;
3.     la edificación y terminación de la casa.

II.           Cuadro profético
Esta historia de Israel tiene para nosotros también mucha importancia. "Y estas cosas les aconte­cieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos". (1 Cor. 10: 11). Todos los acontecimientos materiales de Israel tienen para nosotros, cristianos, una contrapartida espiritual.
¿No es evidente en el caso de la Iglesia? Ella es, como Israel, una institución divina; está estable­cida en la tierra bajo su responsabilidad; como él, ella ha fallado y ha caído en la ruina ms completa, al haber introducido el hombre elementos corrompidos y corruptores. ¿Dónde se encuentra Israel hoy en día? ¿Dónde encontrar ahora la Iglesia de Dios? Sin duda, a los ojos de Dios, continúa existiendo en su unidad, y la fe así la ve. Sin duda, Aquel que es el Arquitecto, como también es el Esposo, se la presen­tar gloriosa al fin; pero dejada a su responsabili­dad, no es a los ojos del mundo, otra cosa que un miserable montón de ruinas. (En este artículo, habla­mos sólo de la Iglesia como casa de Dios, cuya edificación está confiada a la responsabilidad del hombre).
Habiéndose consumado la ruina, Dios llama en nuestros días, como en los días de Esdras, a un débil remanente para que reconstruya su casa. Para un judío, la casa de Dios era el templo material en donde a Él le place hacer habitar su nombre; para un cristiano, es un templo espiritual compuesto de piedras vivas, destinado a ser una "morada de Dios en el Espíritu" (Efesios 2: 22).
Observemos que para el remanente de Israel, no se trata en absoluto de que éste reconstruya una segunda casa, o para el remanente cristiano de reedi­ficar una nueva Iglesia. Muchos se han equivocado y han intentado, en la ignorancia de los pensamientos de Dios y con la suficiencia de la carne, de recons­truir una nueva casa. Se les oye hablar de "su Iglesia", como si ellos hubiesen reedificado alguna cosa según Dios. Su trabajo no es más que una nueva ruina añadida a las antiguas. El Espíritu Santo nos pone cuidadosamente en guardia contra tal locura. A los ojos de Dios, la Iglesia, al igual que el templo de Israel, es una, permanece una, y nunca habrá otra. De aquí, que en cuanto al templo encontremos expre­siones tales como éstas: Ellos "comenzaron a reedificar la casa de Dios que estaba en Jerusalén" (Esdras 5: 2). Aunque destruida, permanecía allí siempre. "Y reedificamos la casa que ya muchos años antes había sido edificada" (Esdras 5: 11). La nueva casa es la misma que la antigua. El rey de Babilonia "destruyó esta casa... el rey Ciro dio orden para que esta casa de Dios fuese reedificada" (Esdras 5: 12-13). La casa reedificada es la misma que la casa destruida, y aún Hageo dice, hablando de un tiempo futuro: "Y llenar de gloria esta casa", y "La gloria postrera de esta casa ser mayor que la primera" (Hageo 2: 7-9). El profeta no dice: La gloria de esta casa última, pues si la gloria es diferente, la casa es siempre la misma, ante las miradas de Dios y de la fe. De hecho, hubo en el pasado muchos templos: El templo de Salomón, el de Zorobabel, el de Herodes; habrá en el futuro el del Anticristo, y uno final, el templo milenario de Ezequiel. Pero para Dios no cuentan cinco, sino uno solo. Para nosotros, reconstruir la casa de Dios, no es pues construir una nueva casa, sino reconstruir la antigua en un tiempo de ruina, tal como El la haba establecido en un principio. Tanto hoy como antiguamente, es el trabajo de todos aquellos que Dios ha despertado, para restaurar la verdad de la Iglesia en medio de la corrupción actual. Ellos han de dar un testimonio práctico de lo que debe ser. Tal restauración no se puede conseguir si no va acompañada de un sentimiento profundo de tristeza y de humillación. Para los dos o tres de Israel que recons­truyesen la casa, el gozo de ver los fundamentos nuevamente establecidos, estaba mezclado con lloros amargos, cuando comparaban la pobreza actual de este trabajo con la riqueza y la plenitud de la primera institución (Esdras 3: 11-13).
Los que ignoran lo que es la Iglesia, se imaginan que esta obra de restauración tuvo lugar cuando la Reforma y que, lo que se llama la Iglesia protestante, ha sido la manifestación. No hay nada más falso que esta opinión. Lo que caracteriza a la Reforma, es la Palabra de Dios, rompiendo los lazos mediante los cuales Satanás había buscado encadenarla. Esta Palabra sacó a la luz las grandes verdades de la salvación individual, mientras que, estable­ciendo multitud de Iglesias, la Reforma ignoraba, más bien negaba, la verdad de la Iglesia del Dios vivo.
El primer testimonio del remanente de Israel fue, como lo hemos visto en el libro de Esdras, la reunión alrededor del altar reedificado. En nuestros días ha sido lo mismo. Es la mesa del Señor la que ha reunido algunos testigos que Dios ha suscitado para "reconstruir" su casa. Reunir a los cristianos alrededor de la Cena, no es nada en apariencia, pero en realidad lo es todo. Alrededor de la mesa del Señor, sus redimidos proclaman que poseen una relación viva con Dios, basada en la redención. Esta mesa reúne a todos los que tienen parte en la salvación, y su carácter excluye al mundo de una forma absoluta y los separa, para constituirlos en una unidad de la cual la mesa del Señor es el signo (1 Corintios 10: 16-17).
La restauración del altar no está por hacer, pues ha tenido lugar en el siglo pasado, cuando unos creyentes despertados en su conciencia y sus afectos para el Señor, han escudriñado las Escrituras, para volver a encontrar muchas verdades concernientes al lugar, la forma, la manera de congregarse y esto sólo en el nombre del Señor (Mateo 18: 20). La mesa del Señor está levantada; nadie tiene la misión de levantar otra. En ésta un pequeño remanente de creyentes proclama la unidad del cuerpo de Cristo. Qué importa su número, si el altar está reedificado! La mesa del Señor no se encuentra, en absoluto, como muchos lo pretenden, en todas las sectas de la cristiandad, las cuales conservan sin duda el memorial de la muerte de Cristo, pero ignoran completamente que el carácter de este mismo memorial es el de separar a los hijos de Dios del mundo, y de ser una señal visible de la unidad del cuerpo de Cristo. Frente al Enemigo, la seguridad del pobre remanente de la cautividad era que: "Colocaron el altar sobre su base, porque tenían miedo de los pueblos de las tierras" (Esdras 3: 3). La unión de los hijos de Dios, alrededor del signo visible de la unidad de la Iglesia, no puede convenirle a Satanás, pues su poder sobre ellos se reduce a la nada, mientras mantengan esta unidad; por esta razón el Enemigo quiere destruirla dispersando al rebaño (y esto lo ha logrado en muchas ocasiones).
Los resultados de la reunión de los creyentes alrededor de la mesa del Señor no se hacen esperar. Nuevas luces deben acompañar necesariamente la obediencia a la Palabra de Dios, y las almas vuelven a la enseñanza apostólica y a Cristo, único fundamento sobre el cual la Asamblea puede ser construida.
Habiendo sido reconocido Cristo como el único centro de nuestra reunión, se trata entonces de añadir piedras vivas al edificio, y las dificultades no tardan en surgir. Lo que le ocurre al pobre remanente es la prueba. "Edificaremos con vosotros", dicen los enemi­gos de Judá y Benjamín. Si estos últimos hubieran consentido, habrán sido la negación misma de esta unidad del pueblo de Dios que acababa de ser puesta nuevamente a la luz, por medio del altar y de los fundamentos del templo. Dios no permite que se lleve a cabo este plan. La bendición que los fieles han encontrado en su unidad como pueblo de Dios, les hace rechazar con indignación toda acción común con el mundo: "No nos conviene edificar con vosotros casa a nuestro Dios, sino que nosotros solos la edificaremos a Jehová Dios de Israel" (Esdras 4: 3).
El ardid del enemigo fracasa, pero éste no abandona la partida; actúa haciendo coger miedo y levanta la oposición, y después las persecuciones con­tra los fieles. Toda clase de razones ayudan, sus manos se vuelven descuidadas. Israel acaba por desin­teresarse de la construcción y abandona la obra comenzada. ¡Cuántas deserciones hemos visto producirse también entre nosotros en nuestros días!

Es en ese momento que Hageo interviene para mostrar al remanente las causas que, después de los principios de fuerza y gozo, habían puesto trabas a la obra que Dios les haba confiado. ¡Ojalá encon­tremos en esta profecía de Hageo las exhortaciones y el ánimo que tanto necesitamos hoy en día!

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