Murió Harán antes que su padre Taré en la tierra de su naturaleza, en Ur
de los Caldeos (Génesis 11: 28).
Los últimos versículos del capítulo 11 de Génesis
traen delante de nosotros cuatro personas típicas, o sean, representativos de
la gran familia humana:
(i) Harán tipifica a la inmensa multitud de
indiferentes, que viven y mueren en “la tierra de su naturaleza”, o “ajenos de
la vida de Dios por la ignorancia que en ellos hay”.
(ii) Taré, a ese gran número de meros profesantes
religiosos que carecen de la potencia impulsiva de la fe salvadora y de las
obras que caracterizan esta fe.
(iii) Lot, al triste grupo de creyentes con mentes
carnales, cuyos ojos están puestos en “las llanuras del Jordán” en vez de “en
las cosas de arriba”.
(iv) Abram es el verdadero tipo del fiel creyente;
obediente y consagrado a Dios.
Ahora, amado lector, una pregunta íntima: ¿en cuál de
estos grupos encuentras incluido? ¡Examina la senda de tus pies! (Proverbios 4:26).
Las Sagradas Escrituras dicen muy poco acerca de
Harán, hijo de Taré y hermano de Abram; pero lo poco que dicen es altamente
significativo: “Murió Harán... en la tierra de su naturaleza, en Ur de los
Caldeos”. Allí nació, vivió y murió. El horizonte de su vida no se extendía más
allá de las montañas de Ur. A cierta distancia estaba la tierra que “fluía
leche y miel”, Canaán, y las promesas de dulce comunión con el Dios Eterno.
Pero nada de esto interesaba a Harán. ¿Para qué preocuparse por estas cosas?
¿No había nacido él en Ur de los Caldeos? y era muy lógico que debía de vivir y
morir allí, en la tierra de su naturaleza. ¡Lástima grande que en este presente
tiempo, muchos, preciándose de sabios, reaccionan de igual manera!
Harán, con su religión tradicional, sus fríos y mudos
dioses de barro, sin una mejor esperanza, sin deseo alguno de ser librado de
aquella atmósfera viciada, vivió y murió en “la tierra de su naturaleza”.
¡Infructuosa vida, triste y desgraciada muerte!
La condición de los indiferentes no es mejor que la de
Harán. El indiferente es el tipo del hombre degenerado, el hombre en
“devolución”, el “eslabón perdido”. Para el indiferente importa muy poco el
triunfo de la verdad o del error, de la justicia o de la injusticia, de la
virtud o del vicio. Indiferente a todo aquello que no sea el “yo”, es
incrédulo en su fondo, su lema es: “Comamos y bebamos que mañana moriremos”.
¿Tiene el indiferente religión? Si: la religión de la “tierra de su
naturaleza”. En ella vive y muere por la sola razón, para él convincente, de
haber nacido, en esa. Para el indiferente la conveniencia ocupa el lugar de la
razón, y el beneplácito del mundo el de los dictados de la conciencia.
Querido lector, despiértate para ver tu condición. Examina la senda de
tus pies, recordando que “hay camino que al hombre parece derecho; empero su
fin son caminos de muerte”. La
Escritura nos dice que “hemos nacido en pecado”, que somos
“por naturaleza hijos de la ira”. Deja, pues, la tierra de tu naturaleza y ven
a Jesús, “en el cual tenemos redención por su sangre, la remisión de pecados
por las riquezas de su gracia”.
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