El cristiano no cesa de vivir en el mundo de los hombres después de su
conversión, y debe tratar con una amplia gama de personas, lo que origina
tantos problemas como oportunidades, siéndole preciso solucionar aquéllos y
aprovechar éstas. Pablo dirigió una de sus cartas a “todos los que están en Roma,
amados de Dios, llamados a ser santos” (Romanos 1:7), recalcando así la
procedencia celestial de los cristianos y, a la vez, el hecho de que habían de
servir al Señor y mantener su testimonio en medio de la capital pagana del
gran imperio gentil. Era relativamente fácil manifestar la santidad de los
“amados de Dios” en el ámbito de la iglesia, pero ¡cuán difícil fue el caminar
de los creyentes por las calles, plazas y mercados de Roma, en contacto con
hombres y mujeres entregados a una vida ajena por completo al mensaje de la
Cruz! Hoy en día se habla mucho de la “obra social” de la Iglesia, y cristianos
(reales o nominales) adoptan actitudes contrastadas. Aquellos que van dejando
la clara predicación del Evangelio de la gracia de Dios, subrayan la necesidad
de un evangelio social, en su afán de llenar el hueco que ha dejado el modernismo
en la esfera de la Fe, por esfuerzos humanitarios, útiles en sí, pero que no
puede transformar el corazón del hombre. En el otro extremo se hallan hermanos,
muy sanos en la Fe, que han perdido la noción del hombre como “prójimo”,
acreedor de nuestra cortesía, de nuestro cariño y de nuestra ayuda y éstos no
reconocen que es imposible predicar el Evangelio a las almas perdidas en un
vacío, ya que el Mensaje ha de darse a conocer dentro del contexto de la vida
normal humana. Si queremos o no, formamos parte de la raza humana, que
empieza para nosotros por el vecino de al lado y se extiende hasta abarcar los
africanos del Congo y los amarillos de Lejano Oriente. Dios es Creador de esta
raza y amó al mundo de los hombres hasta el punto de dar a su Hijo para hacer
posible su salvación. La fe obra por medio del amor (Gálatas 5:6): la fe hace
contacto con el Trono de Dios, pero el amor ha de dar la mano al vecino.
Amarás al prójimo como a ti mismo. Tanto el Maestro como el apóstol
Pablo insistieron en que el amor es el cumplimiento de la Ley, y así este
principio pasa al Nuevo Siglo como primer fruto del Espíritu (Lucas 10:25-37;
Marcos 12:25-34; Romanos 10:8-10; Gálatas 5: 13, 14, 22). El doctor de la ley
de Lucas 10:25-37 quedó en evidencia delante de la multitud, pues ni él ni
nadie podía pretender el cumplimiento del mandato de amor a Dios con todo el
ser y al prójimo como a sí mismo. Por eso quiso salir airoso del compromiso por
medio de sutilezas legales, preguntando: “¿quién es mi prójimo?” La pregunta
insinuaba una diferencia entre los israelitas, los gentiles y los samaritanos,
según el criterio de los rabinos. Cristo contestó por medio de una parábola en
la que el protagonista principal era samaritano, y sólo él tuvo compasión del
judío maltrecho que los bandidos habían dejado desnudo y medio muerto al lado
del camino. Seguramente la parábola encierra profundas lecciones
soteriológicas, pero no obsta para la parte práctica: todo aquel que nos
necesita es nuestro prójimo, por encima de toda barrera de raza o de religión.
A Dios le hemos de amar con todo nuestro ser, pues a él nos debemos ya que es
Creador y Redentor (Isaías 43:1); al prójimo le hemos de amar como a nosotros
mismos algo muy diferente, lo que significa que le hemos de dedicar una
cariñosa consideración comparable con la atención que prestamos a nuestros
propios asuntos. El egoísmo ha de ser frenado con el fin de servir a otros
según las oportunidades que se presentan.
El hermano y el prójimo. “No nos cansemos, pues, de hacer bien —escribe
Pablo— porque a su tiempo segaremos, si no desmayamos. Así que, según
tengamos oportunidad hagamos bien a todos, y mayormente a los de la familia de
la fe” (Gálatas 6:9 y 10). He aquí el servicio del amor, con el establecimiento
de dos grados de responsabilidad: en primer término hemos de velar por el bien
del hermano de la familia espiritual, y en segundo término hemos de pensar en
todos. A menudo los del mundo tienen sus medios y modos de vivir que son negados
al hermano (especialmente en tiempos de persecución), y el apóstol Juan también
recalca el deber del cristiano de compartir nuestros bienes con el hermano, y
aun de dar la vida por él según el ejemplo de Cristo (1 Juan 3:16-18), pues
amar “de palabra” es una mera hipocresía. Con todo, el hecho de que tenemos
“hermanos” en la familia, no ^nula el otro hecho que existen “prójimos” en la
sociedad, personas cerca de nosotros, hombres y mujeres por quienes murió
Cristo. Se ha dicho que durante el siglo segundo, el Evangelio se extendió
mucho más por medio del testimonio de las buenas obras de los cristianos que no
por las predicaciones, limitadas éstas por la represión y la persecución. Los
cristianos seguían hablando por sus obras cuando los hombres les tapaban la
boca.
Los resultados secundarios del testimonio cristiano. Sin duda la mayor
contribución que el cristiano puede hacer dentro de la sociedad es testificar
por palabra y por obra Es probablemente exacto el aserto de que Juan Wesley
libró a la Gran Bretaña de los horrores de una revolución del estilo de la
francesa, gracias a su amplia predicación del Evangelio por todas partes del
país. Tantas personas se convirtieron al Señor (especialmente entre las clases
obreras) para dedicarse al servicio cristiano, que el ambiente social fue
transformado en amplias esferas, frenándose el descontento y encendiéndose la
llama de la esperanza cristiana. De igual forma Pablo no atacó el inicuo
sistema de la esclavitud que prevalecía en el imperio de Roma de sus tiempos,
sino que introdujo a tantos amos y esclavos a la libertad del Reino de Dios y
sembró tan buena semilla de amor y de respeto a la personalidad humana, que
por fin se derrumbó el sistema por sí solo. El Evangelio recibido por el poder
del Espíritu cambia las vidas, y una fuerte minoría de cristianos hace un
impacto enorme sobre la sociedad, aun cuando no pretende, en primer término,
llevar a cabo una obra de mejora social.
Contactos vitales. Es poco probable que puedas “predicar el Evangelio” a tu vecino o a
tu compañero de trabajo, o a personas que encuentras en el curso de los
negocios, “a primeras de cambio”. Lo normal consiste en hacer contactos por
medios de conversación sobre el tiempo, el jardín, los hijos, los negocios,
etc., llegando la oportunidad de hablar de tu Fe después de crearse estas
circunstancias de amistosas relaciones sociales. Quizá un favor que se ha
hecho proveerá la oportunidad, y es preciso recordar que cada persona que
tratas es para ti el “prójimo” de la parábola. Muchos contactos se hacen con
personas que no manifiestan inclinación alguna para temas espirituales, y que
llevan, quizá, un tren de vida mundano y vicioso. Con todo, Cristo murió por
los impíos, y como ellos éramos nosotros y tales seríamos si no fuera por la
gracia de Dios. Pero la cortesía y la comprensión no han de llevarnos al terreno
de concesiones al espíritu del mundo que entrañan peligrosas componendas.
Conviene hacer ver que eres “diferente” en ciertas costumbres y maneras de
hablar, y muchas veces la firmeza, unida con la cortesía, crea una buena
impresión. ¡Cuántos hay que quisieran ser “diferentes” y les falta el poder
para ello! Durante la primera guerra mundial se contaba la historia de un
soldado inglés que se alejó un poco de sus compañeros en una trinchera
transversal que le acercaba a los alemanes, De pronto gritó: “¡Mi capitán!
¡Tengo un prisionero!” “Bien —respondió el oficial ¡tráigale aquí!” ¡Mi
capitán! ¡No quiere venir!” Y un poco más tarde se oyó una voz débil y lejana
que decía: “¡Me está llevando a mí!” El pobre soldado se había acercado
demasiado al enemigo, y su supuesta victoria se convirtió en derrota. Ha
habido muchas derrotas similares en el campo de batalla espiritual, siendo las
víctimas hermanos que han interpretado mal el sentido de la norma de Pablo: “A
todos me he hecho todo para que de todos modos salve a algunos”, que ha de
entenderse en su contexto y a la luz de la vida y del servicio del gran
apóstol.
Las normas se nos dan en Juan cap. 17. No somos del mundo considerado
como sistema diabólico fundado sobre la Caída del hombre, pero a la vez somos
enviados al mundo de los hombres, y hemos de encontrarnos con ellos en el
contexto de la sociedad. Cortésmente, rechazamos las cosas mundanas; pero
amamos a los hombres. La obra misionera empieza con el vecino, y, por oración,
ayuda financiera o vocación personal llega a fines de la tierra. No podemos
desentendernos del hombre, aun cuando aborrezcamos sus vicios. ‘Venid en pos
de mí —dijo Cristo— y yo os haré pescadores de hombres”. El mismo nos ofrece
hermoso ejemplo de cómo podemos ser “amigos de publícanos y pecadores”, y, a
la vez, ser “apartado de pecadores”, cómo extender la mano al prójimo y cómo
resistir las tentaciones del mundo.
Sendas de Luz, 1976
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