miércoles, 12 de julio de 2017

La enfermedad en la Biblia (Parte I)

La presencia de enfermedad en el mundo es consecuencia del pecado de Adán. Dios le dijo: “maldita será la tierra por tu causa” (Génesis 3:17). El pecado no entró porque el Maligno haya hecho presencia en este planeta. Estrictamente hablando, “el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte” (Romanos 5:12). Veremos más adelante las reacciones de Dios y del diablo a esta circunstancia.

La herencia en Adán
Adán, cabeza de la raza humana (Salmo 8:6), pecó contra Dios y por lo tanto rompió la unión que debería haber existido entre la humanidad y su Creador. Si se hubiera mantenido la creación en perfecta armonía con su Creador, esto habría sido de bendición perpetua, o sea, perfecta salud e inmortalidad, entre otras cosas. Este fue el propósito original de Dios para con la humanidad. La enfermedad es una de las consecuencias de la maldición que vino por la separación causada por el pecado. “Vuestros pecados han hecho separación entre vosotros y vuestro Dios” (Isaías 59:2).
La enfermedad es evidencia de la corrupción física que afecta a todo ser humano, con la clara excepción del Señor Jesucristo. “Toda la creación gime a una”, por estar sujetada a la esclavitud de corrupción (Romanos 8:18-23). Los terremotos, los huracanes y las enfermedades son ejemplos de los gemidos de un planeta enfermo que, lejos de gozar de lo que su Creador tenía en mente, está convulsionado debido al pecado.
Cuando Adán y Eva pecaron contra Dios en el huerto, en ese momento sucedieron, por lo menos, dos cosas: espiritualmente quedaron separados de Dios (Génesis 3:7, 8) y físicamente empezaron a morir. Dios le había hablado a Adán acerca del árbol de la ciencia del bien y del mal, diciéndole: “el día que de él comieres ciertamente morirás” (Génesis 2:17). Jerónimo, en su versión Vulgata Latina de la Biblia, traduce “morirás” del hebreo al latín de esta manera: “morte morieris”. Nos hace entender que realmente lo que Dios le dijo a Adán fue: “muerto, morirás”.
Así fue, una vez muerto espiritualmente, moriría físicamente años después de haber comido del árbol prohibido. El mismo día en que Adán comió, él murió “en delitos y pecados” (Efesios 2:1); y también se convirtió en un ser mortal, o sea, empezó a morir por quedar sujeto a corrupción y enfermedad. Dios decretó: “al polvo volverás” (Génesis 3:19).
Aunque se nos haga extraño, la muerte física es una evidencia más de la benevolencia de Dios para con una raza caída. Dios impidió que Adán, ya sujeto a corrupción y enfermedad, comiera también del árbol de la vida y así viviera para siempre (Génesis 3:22). De haber sido así, el hombre habría vivido en corrupción inmortal. ¿Se imagina una persona padeciendo de cáncer por millones de años? ¡No! “La creación fue sujetada a vanidad (hecho temporal, o transitorio), no por su propia voluntad, sino por causa del que la sujetó en esperanza” (Romanos 8:20). ¡Dios acortó esta vida pero ofrece la esperanza de una mejor vida!
He aprendido aquí en Hermosillo que algunos predicadores ofrecen a sus feligreses la posibilidad de vivir hasta los ciento veinte años, como premio de buen comportamiento. (O sea, ¡si diezman lo suficiente!) Si se van a remontar a tiempos antediluvianos, por qué no mejor ofrecer el “paquete matusalénico”, que es de novecientos sesenta y nueve años. O, de perdida, el enóico, que es de trescientos sesenta y cinco años para el que camine con Dios por trescientos años. ¿Vivir hoy ciento veinte años? ¡Qué absurdo! Necesitan aprender lo que dijo Moisés, catorce siglos antes de Cristo, en Salmo 90: “Los días de nuestra edad son setenta años; y si en los más robustos son ochenta años, con todo, su fortaleza es molestia trabajo, porque pronto pasan, y volamos”. Basta con buscar en un Almanaque Mundial la edad promedio de habitantes alrededor del mundo y se dará cuenta de cuán acertada es la Biblia, y cuán errados están algunos “lobos evangélicos” que creen que todos nos chupamos el dedo.
Debido al pecado, Dios limitó la estancia del hombre sobre esta tierra maldita, ofreciéndole la salvación del pecado por medio de Cristo para que, al acabarse la vida aquí (o al suceder el Rapto) uno goce, después de la resurrección de vida, de incorrupción e inmortalidad en un cuerpo glorificado junto con Cristo por toda la eternidad. Hay que tener claro que cuando Pablo escribió que “la paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23), no se refería a la muerte física; así como la segunda parte del versículo tampoco se refiere a la vida física. La paga del pecado será la muerte eterna en el lago de fuego. Pablo predicó en Atenas que Dios a los  hombres “les ha prefijado el orden de los tiempos y los límites de su habitación; para que busquen a Dios” (Hechos 17:26). La brevedad de la vida pone en “calidad de urgencia” el asunto de la salvación.
Los que hemos recibido a Cristo como Salvador personal sabemos que “nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya” (Filipenses 3:20, 21). En este pasaje vemos que seremos semejantes a Cristo físicamente, mientras que en 1 Juan 3:2 aprendemos que seremos moralmente semejantes a Él también.
Al considerar eventos futuros, quiero insertar aquí una nota en cuanto al Milenio. En su venida en gloria, Cristo apresará a la Bestia y al Falso Profeta y los lanzará, directamente desde la tierra, vivos al lago de fuego (Apocalipsis 19:20). Parece ser que los demonios activos sobre la tierra al final de la tribulación serán apresados y enjaulados por mil años en las ruinas de la Babilonia destruida, Apocalipsis 18:2. La palabra “guarida” en este versículo es una jaula, o prisión. Apocalipsis 20:1-10 sí nos enseña claramente que mientras el reino milenario de Cristo se lleva a cabo sobre esta tierra, el diablo estará todo ese tiempo atado en el abismo.
Por mil años no habrá ninguna influencia satánica ni demoníaca sobre la tierra. Sin embargo, todavía habrá enfermedad y muerte. Cristo juzgará con vara de hierro y “matará al impío” (Isaías 11:4). “El niño morirá de cien años” (Isaías 65:20). Es muy cierto también que para casos de enfermedad habrá “sanidad para las naciones” (Apocalipsis 22:2) y, por lo tanto, “la lengua de los tartamudos hablará rápida y claramente” (Isaías 32:4), “los ojos de los ciegos serán abiertos”, y “los oídos de los sordos se abrirán y el cojo saltará como ciervo” (Isaías 35:5, 6).
Una de las distinciones entre el Milenio y el Estado Eterno es que en el Milenio aún habrá pecado sobre la tierra, mientras que en el Estado Eterno no. Cuando el diablo suba a la tierra una vez más, al final del Milenio, va a reunir a un enorme número de personas que, aunque fingieron obediencia al Rey Justo, mostrarán la rebelión que siempre había existido en sus corazones al apoyar un último ataque contra Dios (Apocalipsis 20:9, 10). El Milenio comprueba que el problema principal del hombre no es el ambiente en que vive, ni es el diablo tampoco, sino que es la perversidad de su propio corazón. Bien dijo el profeta: “Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá? (Jeremías 17:9).
Sin embargo, debo aclarar que el diablo, en su imperio de la muerte (Hebreos 2:14,15) se ha valido de la enfermedad y de la muerte como armas para amedrentar a la raza humana. En un momento veremos más acerca de su actividad en relación con la enfermedad.

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