domingo, 1 de octubre de 2017

"Entristecidos, más siempre Gozosos" (2 Corintios 6:10)

“Pon mis lágrimas en tu redoma; ¿no están ellas en tu libro?”     Salmo 56:8


¡Qué paradoja! El cristiano es invitado a menudo a regoci­jarse y puede, por la gracia de Dios, hacerlo verdadera­mente. No obstante, más que un incrédulo, puede sufrir y llorar de diferentes maneras.
Como toda persona, el creyente es sensible a las penosas circunstancias de la vida: la enfermedad a veces dolorosa, la pérdida de un ser querido... Entonces nos entristece­mos, por supuesto, pero, tal como lo escribe Pablo, no como aquellos que no tienen esperanza (los incrédulos). Sin embargo, sabemos — ¡qué privilegio!— que Dios dis­pone cada circunstancia para bendecirnos al término de la misma. ¡Es ésta una razón por la cual podemos regocijar­nos!
Hay también lloros de los cuales el cristiano es respon­sable: lloros amargos como el de Pedro después de haber negado a su Maestro, lloros vertidos cuando se sufren las consecuencias de un pecado como el de David en 2 Samuel 11 y 12, lloros que produce el Espíritu Santo para conducirnos a reconocer un mal estado interior y para hacernos reencontrar la comunión con Dios y los herma­nos (2 Corintios 7:10)
Según el título del Salmo 51, los lloros de David son la consecuencia de su mala conducta. No obstante, él pide a Dios que tome en consideración sus lágrimas, con la certe­za de andar “delante de Dios en la luz de los que viven” (Salmo 56:13).
El creyente llora también “con los que lloran” (Romanos 12:15), imitando a su Maestro, quien lloró en la tumba de Lázaro al ver el dolor de Marta y María. ¡Cuántas miserias encontramos a nuestro alrededor si abrimos los ojos y sobre todo si salimos de nuestro egoísmo natural! ¡Ojalá el Señor nos permita compartir sus sentimientos de compa­sión hacia todos aquellos que atraviesan períodos de due­lo, sufrimiento, soledad o depresión! No limitemos nuestra dedicación solamente a la familia de la fe, sino extendá­mosla también a todos aquellos a quienes el Señor coloca en nuestro camino. ¡Ésta es también una manera de predi­car el Evangelio!
Cuando tengamos que llorar, también podremos consolar­nos al comprobar la paciencia de Dios y al pensar en aquel momento en que Él enjugará toda lágrima de nuestros ojos (Apocalipsis 21:4).
“Porque por ahí andan muchos, de los cuales os dije muchas veces, y aun ahora lo digo llorando, que son ene­migos de la cruz de Cristo" (Filipenses 3:18).
Sí, precisamente en la epístola del gozo Pablo expresa en cada capítulo su dolor a causa de la actitud de ciertos cris­tianos. ¡Qué ilustración de esta paradoja de la que hablá­bamos al principio: el gozo del creyente tan a menudo, por no decir siempre, mezclado con lágrimas!
Pero si Pablo llora, no es a causa de sus circunstancias de por sí difíciles. Tampoco es a consecuencia de las faltas que podría haber cometido. No, llora a raíz de la deshonra causada al Señor por aquellos que, de una manera u otra, manifiestan menos amor por Él.
El cristiano que vive cerca del Señor conoce esta clase de sufrimientos. Como Él, aunque en una medida infinitamen­te más pequeña, sufre a causa del amor que siente hacia Dios.
Llora, en efecto, a causa de la ofensa permanente que constituye para Dios la independencia del hombre en rela­ción con Él, independencia que se transforma en odio hacia Dios y en un menosprecio total por sus leyes funda­mentales: “Ríos de agua descendieron de mis ojos, porque no guardaban tu ley” (Salmo 119:136).
Este mismo sentimiento lo sufre cuando considera la deca­dencia del mundo cristianizado, la tibieza de los verdade­ros cristianos, de los cuales él forma parte. Llora a causa de ellos como Jesús lloraba sobre Jerusalén (Lucas 19:41), deplorando su rechazo de la gracia divina y al ver por adelantado el juicio implacable que resultará de ello.
Todo esto no le conduce a tomar una posición de superio­ridad en relación con los demás, pues los lloros significan que se humilla por todo aquello que no es para gloria de Dios, que sufre cuando piensa en la decepción del Señor, y que se entristece al pensar en el destino que les espera a los rebeldes o en la pérdida que sufrirán los tibios.
Pero no nos lamentemos más de lo necesario a raíz de estos lloros que, por otra parte, son legítimos. Miremos con confianza al Señor, cuyos planes de amor no pueden ser comprometidos por las fallas y las faltas de los hombres.
En el tiempo de la colocación de los cimientos del templo (Esdras 3:11-13), vemos también que el gozo se mezclaba con los lloros: “Y cantaban, alabando y dando gracias a Jehová, y diciendo: Porque él es bueno, porque para siempre es su misericordia sobre Israel. Y todo el pueblo aclamaba con gran júbilo... porque se echaban los cimien­tos de esta casa, lloraban en alta voz, mientras muchos otros daban grandes gritos de alegría. Y no podía distinguir el pueblo el clamor de los gritos de alegría, de la voz del lloro; porque clamaba el pueblo con gran júbilo”.

Pongamos en práctica la exhortación de Filipenses 4:4: “Regocijaos en el Señor siempre. Otra vez digo: ¡Regocijaos!”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario