“Pon mis lágrimas en
tu redoma; ¿no están ellas en tu libro?” Salmo
56:8
¡Qué paradoja! El cristiano es invitado a menudo a regocijarse y puede,
por la gracia de Dios, hacerlo verdaderamente. No obstante, más que un
incrédulo, puede sufrir y llorar de diferentes maneras.
Como toda persona, el creyente es sensible a las penosas circunstancias
de la vida: la enfermedad a veces dolorosa, la pérdida de un ser querido...
Entonces nos entristecemos, por supuesto, pero, tal como lo escribe Pablo, no
como aquellos que no tienen esperanza (los incrédulos). Sin embargo, sabemos —
¡qué privilegio!— que Dios dispone cada circunstancia para bendecirnos al
término de la misma. ¡Es ésta una razón por la cual podemos regocijarnos!
Hay también lloros de los cuales el cristiano es responsable: lloros
amargos como el de Pedro después de haber negado a su Maestro, lloros vertidos
cuando se sufren las consecuencias de un pecado como el de David en 2 Samuel 11
y 12, lloros que produce el Espíritu Santo para conducirnos a reconocer un mal
estado interior y para hacernos reencontrar la comunión con Dios y los hermanos
(2 Corintios 7:10)
Según el título del Salmo 51, los lloros de David son la consecuencia de
su mala conducta. No obstante, él pide a Dios que tome en consideración sus
lágrimas, con la certeza de andar “delante de Dios en la luz de los que viven”
(Salmo 56:13).
El creyente llora también “con los que lloran” (Romanos 12:15), imitando
a su Maestro, quien lloró en la tumba de Lázaro al ver el dolor de Marta y
María. ¡Cuántas miserias encontramos a nuestro alrededor si abrimos los ojos y
sobre todo si salimos de nuestro egoísmo natural! ¡Ojalá el Señor nos permita
compartir sus sentimientos de compasión hacia todos aquellos que atraviesan
períodos de duelo, sufrimiento, soledad o depresión! No limitemos nuestra
dedicación solamente a la familia de la fe, sino extendámosla también a todos
aquellos a quienes el Señor coloca en nuestro camino. ¡Ésta es también una
manera de predicar el Evangelio!
Cuando tengamos que llorar, también podremos consolarnos al comprobar
la paciencia de Dios y al pensar en aquel momento en que Él enjugará toda
lágrima de nuestros ojos (Apocalipsis 21:4).
“Porque por ahí andan muchos, de los cuales os dije muchas veces, y aun
ahora lo digo llorando, que son enemigos de la cruz de Cristo"
(Filipenses 3:18).
Sí, precisamente en la epístola del gozo Pablo expresa en cada capítulo
su dolor a causa de la actitud de ciertos cristianos. ¡Qué ilustración de esta
paradoja de la que hablábamos al principio: el gozo del creyente tan a menudo,
por no decir siempre, mezclado con lágrimas!
Pero si Pablo llora, no es a causa de sus circunstancias de por sí
difíciles. Tampoco es a consecuencia de las faltas que podría haber cometido.
No, llora a raíz de la deshonra causada al Señor por aquellos que, de una
manera u otra, manifiestan menos amor por Él.
El cristiano que vive cerca del Señor conoce esta clase de sufrimientos.
Como Él, aunque en una medida infinitamente más pequeña, sufre a causa del
amor que siente hacia Dios.
Llora, en efecto, a causa de la ofensa permanente que constituye para
Dios la independencia del hombre en relación con Él, independencia que se
transforma en odio hacia Dios y en un menosprecio total por sus leyes fundamentales:
“Ríos de agua descendieron de mis ojos, porque no guardaban tu ley” (Salmo
119:136).
Este mismo sentimiento lo sufre cuando considera la decadencia del
mundo cristianizado, la tibieza de los verdaderos cristianos, de los cuales él
forma parte. Llora a causa de ellos como Jesús lloraba sobre Jerusalén (Lucas
19:41), deplorando su rechazo de la gracia divina y al ver por adelantado el
juicio implacable que resultará de ello.
Todo esto no le conduce a tomar una posición de superioridad en
relación con los demás, pues los lloros significan que se humilla por todo
aquello que no es para gloria de Dios, que sufre cuando piensa en la decepción
del Señor, y que se entristece al pensar en el destino que les espera a los rebeldes
o en la pérdida que sufrirán los tibios.
Pero no nos lamentemos más de lo necesario a raíz de estos lloros que,
por otra parte, son legítimos. Miremos con confianza al Señor, cuyos planes de
amor no pueden ser comprometidos por las fallas y las faltas de los hombres.
En el tiempo de la colocación de los cimientos del templo (Esdras
3:11-13), vemos también que el gozo se mezclaba con los lloros: “Y cantaban,
alabando y dando gracias a Jehová, y diciendo: Porque él es bueno, porque para
siempre es su misericordia sobre Israel. Y todo el pueblo aclamaba con gran
júbilo... porque se echaban los cimientos de esta casa, lloraban en alta voz,
mientras muchos otros daban grandes gritos de alegría. Y no podía distinguir el
pueblo el clamor de los gritos de alegría, de la voz del lloro; porque clamaba
el pueblo con gran júbilo”.
Pongamos en práctica la exhortación de Filipenses 4:4: “Regocijaos en el
Señor siempre. Otra vez digo: ¡Regocijaos!”.
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