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Seis
días después, Jesús tomó a Pedro, a Jacobo y a Juan su hermano, y los llevó
aparte a un monte alto; y se transfiguró delante de ellos, y resplandeció su
rostro como el sol, y sus vestidos se hicieron blancos como la luz. Mateo 17.1,2
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He
aquí os digo un misterio: No todos dormiremos; pero seremos transformados. 1 Corintios 15.51
“Me seréis testigos”
Aquí
tenemos una de las escenas más sublimes en la vida terrenal de nuestro glorioso
Señor. Es un panorama que manifiesta de antemano la gloria venidera, cuya
interpretación inspirada se halla en 2 Pedro 1.16 al 18. Pedro, testigo
auténtico de lo sucedido, nos asegura que no había nada aquí de fábulas
artificiosas, sino que él y sus condiscípulos, Juan y Jacobo, fueron:
> testigos oculares: “habiendo visto con nuestros
propios ojos”
> testigos auriculares, o sea, con los oídos: “le
fue enviado desde la magnífica gloria una voz que decía: Este es mi Hijo amado,
en el cual tengo complacencia”.
> testigos presenciales: “cuando estábamos con él
en el santo monte”.
Para
Pedro fue una anticipación breve de la honra y gloria que el Padre tiene
preparadas para su Hijo.
La
cena del Señor
Anticipamos, Salvador,
el día de tu reino aquí,
cuando te rendiremos
loor,
viendo en la gloria sólo
a ti.
En aquella reunión
había dos de la antigüedad y los tres discípulos. Nos hace pensar en Mateo
18.20: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio
de ellos”. Dos es el número de testimonio y tres el de comunión. Cristo en
medio es una manifestación de su preeminencia. Y, “nuestra comunión
verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo”, 1 Juan 1.3.
Aquella reunión se efectuó en un monte
alto, haciéndonos pensar en el privilegio más elevado que el pueblo del Señor
puede gozar antes de llegar al cielo, cual es la cena del Señor. Esta fue
instituida en un aposento alto, más allá del bullicio y la confusión del mundo.
Aquel monte era un lugar de tranquilidad y paz; era de gran privilegio, ya que
sólo tres de los doce fueron convidados. Ahora no es así; es el privilegio de
todo creyente bautizado y congregado en el nombre del Señor Jesucristo.
En esa reunión el tema
fue uno solo: “hablaban de su partida”, Lucas 9.31. Fue de todo lo relacionado
con los sufrimientos del Señor: su humillación, expiación y muerte, hasta el
“Consumado está”. La suya es una obra terminada en su cabalidad. Se oyó una
sola voz: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia”. Se vio a una
sola persona: “... a nadie vieron sino a Jesús solo”. Así debe ser en la cena
del Señor. Pedro, siempre ligero para hablar, cometió un gran error al
recomendar la hechura de tres enramadas, queriendo por ignorancia poner al
Señor al nivel de Moisés y Elías.
Observamos también que
ellos querían detener al Señor, quien tenía por delante el camino a la cruz.
Según Lucas fue el día siguiente cuando descendieron del monte, de manera que
habían pasado la noche allí. La cena del Señor debe ser una ocasión de libertad
para el Espíritu Santo pero sin licencia para la carne.
El mandato fue: “a él oíd”. Sus
palabras, pronunciadas hace diecinueve siglos, nunca han perdido su encanto
para los que han sido redimidos por su sangre. Para nosotros son: “Haced esto
en memoria de mí”.
“También
tengo otras ovejas”
Ahora,
la reunión en el monte santo constaba de:
Ø dos santos del Antiguo Testamento, Moisés y Elías
Ø tres discípulos del Nuevo Testamento, Pedro Juan y
Jacobo
Ø el Padre hablando desde la nube
Ø Cristo en medio.
Los apóstoles en ese pequeño grupo son
representantes de los santos del Nuevo Testamento, y los otros dos son
representantes de todas las personas salvas desde Abel hasta el Día de
Pentecostés, pero no incorporadas en la Iglesia. Moisés había sido sepultado
por Dios en uno de los valles de Moab unos 1450 años antes de la encarnación de
Cristo, y Elías había subido al cielo directamente, sin morir.
La maravilla es que
Pedro y sus compañeros hayan reconocido a ambos. Ni el Padre ni el Hijo habían
mencionado sus nombres, pero los discípulos los identificaron. Creo que estas
cosas han sido reveladas para darnos a entender que tendremos el gozo inefable
de conocernos los unos a los otros sin dificultad. Sobre todo, no habrá demora
en reconocer a nuestro Señor, y por su parte Él nos llamará a todos por nombre.
Moisés es figura de los santos que han
muerto en Cristo y serán resucitados cuando El venga. Elías es figura de los
santos en Cristo que todavía estarán viviendo aquí en el momento de su venida.
El
de en medio
Nos toca ahora reducir
nuestros pensamientos a la persona de nuestro Señor Jesucristo.
“Se transfiguró
delante de ellos”. Setecientos años antes de la crucifixión suya, el profeta
habló de él: “Como se asombraron de ti muchos, de tal manera fue desfigurado de
los hombres su parecer, y su hermosura más que la de los hijos de los hombres”,
Isaías 52.14. Todo el odio, la bestial crueldad y la insaciable sed por sangre
encontraron su objetivo en la persona inocente del Hijo de Dios. Gobernantes,
sacerdotes, soldados, autoridades civiles: todos contribuyeron con su parte en
hacer sufrir al Salvador, y así fue desfigurado El. Pero, el día se acerca
cuando El será glorificado y transfigurado en majestad y honor.
Leemos que en el monte de
transfiguración su rostro resplandeció como el sol. Así profetizó Malaquías en
el versículo 4.2 de su libro, llamándole el Sol de justicia. El rostro de uno
revela su personalidad. El Señor traerá salvación a la nación de Israel, pero a
la vez sus enemigos serán quemados como estopa por los rayos abrasadores de su
presencia. “Aquel día que vendrá los abrasará, ... y no les dejará ni raíz ni
rama”.
Sus vestidos, dice, eran blancos como
la luz. Es un testimonio al carácter del Señor: intachable. Hoy por hoy Él es
la luz del mundo, Juan 8.12, pero los hombres aman más las tinieblas que la luz
porque sus obras son malas. Consecuentemente, serán reservados para las
tinieblas eternas, donde nunca penetrará un rayo de la luz del sol. Las
cucarachas y los murciélagos son nocturnos, y por esto huyen de la luz. Así los
enemigos de nuestro Señor, quienes procurarán esconderse de él en ese día de
juicio, pero no podrán. Apocalipsis 6.15 al 17
El apóstol Pablo escribe en 1 Corintios
4.3 de ser juzgado “por tribunal humano”, pero la expresión es literalmente “el
día humano”. Desde que el mundo rechazó a Cristo, el rey legítimo, y escogió a
Barrabás (“hijo del padre”, Satanás), las cosas han ido de mal en peor. El dios
de este siglo, el príncipe de la potestad del aire, está gobernando en los
corazones de los hombres. En aquel día cuando Cristo venga, Satanás estará
encerrado en el abismo durante los mil años del reinado terrenal de Cristo. Los
que han sufrido por amor de él en este mundo burlador, van a reinar con él en
gloria.
La
transformación al creer
Nos hemos aludido a la transformación
futura del creyente, pero queremos tratar también el cambio aun aquí en vida.
“Si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí
todas son hechas nuevas”, 2 Corintios 5.17.
Esta transformación se efectúa en el
mismo instante en que uno acepte al Señor Jesucristo como su Salvador. Antes de
esta experiencia de conversión uno estaba controlado por el “hombre viejo”, la
naturaleza que heredó de Adán; ahora, habiendo creído, es el “nuevo hombre”, el
que Colosenses 1.27 llama “Cristo en vosotros, la esperanza de gloria”. Las
cosas viejas pasaron: Estas cosas del hombre viejo no apelan a la naturaleza
nueva del creyente.
Hace
unos años, un anciano estaba vaciando el bautisterio después de un bautismo, y
encontró un paquete. Lo llevó enseguida al cuartico donde el recién bautizado
estaba cambiando de ropa, pensando entregarle el paquete.
“Eso
no es mío”, respondió el otro. “Sí, señor, tiene que ser suyo, porque usted fue
el único que se bautizó hoy”.
“Ah,
no”, fue la contesta, “el paquete pertenece a ése. Yo soy el nuevo, el
resucitado”. Abrió el paquete para hacer saber su contenido: un cachimbo y
tabaco.
He aquí todas son
hechas nuevas. Uno tiene un apetito nuevo por las cosas de arriba. “Si, pues,
habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo
sentado a la diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de arriba, no en las
de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en
Dios”, Colosenses 3.1 al 3.
Tiene un propósito nuevo, el de agradar
a Dios y no a sí mismo. Tiene amistades nuevas, que son de la misma familia,
los hermanos en la fe. Tiene una ambición nueva, que es la de honrar la persona
de su Señor en comportamiento, hechos y palabras.
La
transformación progresiva
Hubo la transformación
al creer, y la hay en la práctica durante la vida cristiana. “No os conforméis
a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro
entendimiento”, Romanos 12.2. En este gran capítulo en cuanto a la consagración
de la vida, el versículo citado presenta el lado negativo y el positivo de la
consagración cristiana: no conformarse, y transformarse.
El creyente no debe
dejarse llevar por la corriente de “este siglo [mundo] malo”, sino seguir “río
arriba” con la vida nueva que tiene. Un pez vivo puede ir río arriba, pero no
el muerto. La persona que se conforma a las cosas mundanas no está dando evidencia
o frutos de la vida nueva que profesa.
Esta palabra transformarse significa una
metamorfosis. Por ejemplo, la oruga se mete en su propia urna y parece morir,
pero al cabo de unas semanas sale; no es una oruga ahora, sino una mariposa
hermosa, con alas para volar. Se ha realizado en ella una metamorfosis. No se
arrastra ahora por la tierra, sino cuenta con una facilidad para subir y gozar
de una vida superior. El creyente, a su vez, no se encuentra ligado a las cosas
del mundo; su vida está escondida con Cristo en Dios.
Es el entendimiento
que se transforma. Es como la torre de control en un aeropuerto, porque es la
parte de uno que gobierna todo. Con la trasformación del entendimiento, dice el
apóstol, se conoce la voluntad de Dios, “agradable y perfecta”. Siendo así, no
fracasaremos al someternos a esa voluntad.
“Nosotros todos,
mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos
transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del
Señor”, 2 Corintios 3.18. El espejo es la Palabra de Dios, la cual nos revela
lo que somos y lo que es Cristo.
El gran anhelo de David fue el de
contemplar la hermosura de Jehová e inquirir en su templo, Salmo 27.4. La
oración de Moisés fue: “Sea la luz de Jehová nuestro Dios sobre nosotros”,
Salmo 90.17. El primero buscó su propia comunión con el Señor y el segundo
tenía en mente la misma para el pueblo del Señor.
La
transformación final
La segunda venida del
Señor se realizará en dos partes. Primeramente, El vendrá al aire en la
resurrección de vida, cual estrella de la mañana, Apocalipsis 22.16, a la final
trompeta y la voz de mando, la cual indica su suprema autoridad. Los muertos en
Cristo resucitarán, vencido para ellos el dominio de la muerte, 1 Corintios
15.56,57. ¡Qué poder estupendo, más de lo que nuestras mentes pueden
comprender! Millones de seres humanos saldrán de sus sepulcros u otro lugar
donde se encuentren sus restos, no como fueron “sembrados” allí, sino con
cuerpos semejantes a Cristo y glorificados. Sembrados en bajeza, resucitarán
con gloria.
En cuanto a los que estén en el cuerpo
todavía, ellos serán transformados instantáneamente. Todos seremos trasladados
a nuestro hogar eterno, con Cristo. Si los hombres, criaturas de Dios, ya han
podido vencer algunas limitaciones de la estratosfera, ¿cuánto más no podrá
hacer el dueño del universo?
1 Corintios 15 explica que nuestra
transformación se efectuará “en un abrir y cerrar de ojos, a la final
trompeta”. El escritor estaba familiarizado con las prácticas del ejército de
Roma, y hace una comparación para impresionarnos con el significado de la
trompeta.
Dicen los historiadores que cuando un
ejército salía de marcha o en campaña, el día empezaba con tres toques, con un
intervalo corto entre cada uno. El primer toque de trompeta era para despertar
a los dormidos y hacerles vestirse. El segundo indicaba que cada cual estuviera
en su puesto en las filas. El tercer toque, el definitivo, daba la orden de
marchar.
Así que, hay el lado
solemne en cuanto a la gloriosa esperanza de la venida del Señor por nosotros.
1 Juan 2.28 amonesta: “Ahora, hijitos, permaneced en él, para que cuando se
manifieste, tengamos confianza, para que en su venida no nos alejemos de él avergonzados”.
Queridos hermanos, no debemos descuidar nada que exija atención antes de que El
venga: sea algo entre hermanos, algún compromiso en el comercio, o la condición
en que se encuentre nuestro hogar o la asamblea.
Habrá un intervalo de por lo menos
siete años entre el traslado de la Iglesia y la manifestación en majestad y
gloria de Cristo como Rey de reyes y Señor de señores. En la primera parte de
su venida El vendrá por sus santos, pero en esta segunda parte El vendrá con
ellos. El día de la gracia termina con la segunda parte, como vemos en
Apocalipsis 19.11 al 18 en la profecía del jinete con el caballo blanco. En
cuanto a nosotros, leemos en Colosenses 3.4: “Cuando Cristo vuestra vida se
manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria”.
Santiago Saword
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