viernes, 31 de octubre de 2025

El monte de la transfiguración: Cristo el gran transformador

 

·         Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Jacobo y a Juan su hermano, y los llevó aparte a un monte alto; y se transfiguró delante de ellos, y resplandeció su rostro como el sol, y sus vestidos se hicieron blancos como la luz. Mateo 17.1,2

·         He aquí os digo un misterio: No todos dormiremos; pero seremos transformados. 1 Corintios 15.51

 

“Me seréis testigos”

Aquí tenemos una de las escenas más sublimes en la vida terrenal de nuestro glorioso Señor. Es un panorama que manifiesta de antemano la gloria venidera, cuya interpretación inspirada se halla en 2 Pedro 1.16 al 18. Pedro, testigo auténtico de lo sucedido, nos asegura que no había nada aquí de fábulas artificiosas, sino que él y sus condiscípulos, Juan y Jacobo, fueron:

> testigos oculares: “habiendo visto con nuestros propios ojos”

> testigos auriculares, o sea, con los oídos: “le fue enviado desde la magnífica gloria una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en el cual tengo complacencia”.

> testigos presenciales: “cuando estábamos con él en el santo monte”.

Para Pedro fue una anticipación breve de la honra y gloria que el Padre tiene preparadas para su Hijo.

La cena del Señor

Anticipamos, Salvador,

el día de tu reino aquí,

cuando te rendiremos loor,

viendo en la gloria sólo a ti.

 

En aquella reunión había dos de la antigüedad y los tres discípulos. Nos hace pensar en Mateo 18.20: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. Dos es el número de testimonio y tres el de comunión. Cristo en medio es una manifestación de su preeminencia. Y, “nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo”, 1 Juan 1.3.

Aquella reunión se efectuó en un monte alto, haciéndonos pensar en el privilegio más elevado que el pueblo del Señor puede gozar antes de llegar al cielo, cual es la cena del Señor. Esta fue instituida en un aposento alto, más allá del bullicio y la confusión del mundo. Aquel monte era un lugar de tranquilidad y paz; era de gran privilegio, ya que sólo tres de los doce fueron convidados. Ahora no es así; es el privilegio de todo creyente bautizado y congregado en el nombre del Señor Jesucristo.

En esa reunión el tema fue uno solo: “hablaban de su partida”, Lucas 9.31. Fue de todo lo relacionado con los sufrimientos del Señor: su humillación, expiación y muerte, hasta el “Consumado está”. La suya es una obra terminada en su cabalidad. Se oyó una sola voz: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia”. Se vio a una sola persona: “... a nadie vieron sino a Jesús solo”. Así debe ser en la cena del Señor. Pedro, siempre ligero para hablar, cometió un gran error al recomendar la hechura de tres enramadas, queriendo por ignorancia poner al Señor al nivel de Moisés y Elías.

Observamos también que ellos querían detener al Señor, quien tenía por delante el camino a la cruz. Según Lucas fue el día siguiente cuando descendieron del monte, de manera que habían pasado la noche allí. La cena del Señor debe ser una ocasión de libertad para el Espíritu Santo pero sin licencia para la carne.

El mandato fue: “a él oíd”. Sus palabras, pronunciadas hace diecinueve siglos, nunca han perdido su encanto para los que han sido redimidos por su sangre. Para nosotros son: “Haced esto en memoria de mí”.

“También tengo otras ovejas”

Ahora, la reunión en el monte santo constaba de:

Ø  dos santos del Antiguo Testamento, Moisés y Elías

Ø  tres discípulos del Nuevo Testamento, Pedro Juan y Jacobo

Ø  el Padre hablando desde la nube

Ø  Cristo en medio.

Los apóstoles en ese pequeño grupo son representantes de los santos del Nuevo Testamento, y los otros dos son representantes de todas las personas salvas desde Abel hasta el Día de Pentecostés, pero no incorporadas en la Iglesia. Moisés había sido sepultado por Dios en uno de los valles de Moab unos 1450 años antes de la encarnación de Cristo, y Elías había subido al cielo directamente, sin morir.

La maravilla es que Pedro y sus compañeros hayan reconocido a ambos. Ni el Padre ni el Hijo habían mencionado sus nombres, pero los discípulos los identificaron. Creo que estas cosas han sido reveladas para darnos a entender que tendremos el gozo inefable de conocernos los unos a los otros sin dificultad. Sobre todo, no habrá demora en reconocer a nuestro Señor, y por su parte Él nos llamará a todos por nombre.

Moisés es figura de los santos que han muerto en Cristo y serán resucitados cuando El venga. Elías es figura de los santos en Cristo que todavía estarán viviendo aquí en el momento de su venida.

El de en medio

Nos toca ahora reducir nuestros pensamientos a la persona de nuestro Señor Jesucristo.

“Se transfiguró delante de ellos”. Setecientos años antes de la crucifixión suya, el profeta habló de él: “Como se asombraron de ti muchos, de tal manera fue desfigurado de los hombres su parecer, y su hermosura más que la de los hijos de los hombres”, Isaías 52.14. Todo el odio, la bestial crueldad y la insaciable sed por sangre encontraron su objetivo en la persona inocente del Hijo de Dios. Gobernantes, sacerdotes, soldados, autoridades civiles: todos contribuyeron con su parte en hacer sufrir al Salvador, y así fue desfigurado El. Pero, el día se acerca cuando El será glorificado y transfigurado en majestad y honor.

Leemos que en el monte de transfiguración su rostro resplandeció como el sol. Así profetizó Malaquías en el versículo 4.2 de su libro, llamándole el Sol de justicia. El rostro de uno revela su personalidad. El Señor traerá salvación a la nación de Israel, pero a la vez sus enemigos serán quemados como estopa por los rayos abrasadores de su presencia. “Aquel día que vendrá los abrasará, ... y no les dejará ni raíz ni rama”.

Sus vestidos, dice, eran blancos como la luz. Es un testimonio al carácter del Señor: intachable. Hoy por hoy Él es la luz del mundo, Juan 8.12, pero los hombres aman más las tinieblas que la luz porque sus obras son malas. Consecuentemente, serán reservados para las tinieblas eternas, donde nunca penetrará un rayo de la luz del sol. Las cucarachas y los murciélagos son nocturnos, y por esto huyen de la luz. Así los enemigos de nuestro Señor, quienes procurarán esconderse de él en ese día de juicio, pero no podrán. Apocalipsis 6.15 al 17

El apóstol Pablo escribe en 1 Corintios 4.3 de ser juzgado “por tribunal humano”, pero la expresión es literalmente “el día humano”. Desde que el mundo rechazó a Cristo, el rey legítimo, y escogió a Barrabás (“hijo del padre”, Satanás), las cosas han ido de mal en peor. El dios de este siglo, el príncipe de la potestad del aire, está gobernando en los corazones de los hombres. En aquel día cuando Cristo venga, Satanás estará encerrado en el abismo durante los mil años del reinado terrenal de Cristo. Los que han sufrido por amor de él en este mundo burlador, van a reinar con él en gloria.

La transformación al creer

Nos hemos aludido a la transformación futura del creyente, pero queremos tratar también el cambio aun aquí en vida. “Si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas”, 2 Corintios 5.17.

Esta transformación se efectúa en el mismo instante en que uno acepte al Señor Jesucristo como su Salvador. Antes de esta experiencia de conversión uno estaba controlado por el “hombre viejo”, la naturaleza que heredó de Adán; ahora, habiendo creído, es el “nuevo hombre”, el que Colosenses 1.27 llama “Cristo en vosotros, la esperanza de gloria”. Las cosas viejas pasaron: Estas cosas del hombre viejo no apelan a la naturaleza nueva del creyente.

Hace unos años, un anciano estaba vaciando el bautisterio después de un bautismo, y encontró un paquete. Lo llevó enseguida al cuartico donde el recién bautizado estaba cambiando de ropa, pensando entregarle el paquete.

“Eso no es mío”, respondió el otro. “Sí, señor, tiene que ser suyo, porque usted fue el único que se bautizó hoy”.

“Ah, no”, fue la contesta, “el paquete pertenece a ése. Yo soy el nuevo, el resucitado”. Abrió el paquete para hacer saber su contenido: un cachimbo y tabaco.

He aquí todas son hechas nuevas. Uno tiene un apetito nuevo por las cosas de arriba. “Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios”, Colosenses 3.1 al 3.

Tiene un propósito nuevo, el de agradar a Dios y no a sí mismo. Tiene amistades nuevas, que son de la misma familia, los hermanos en la fe. Tiene una ambición nueva, que es la de honrar la persona de su Señor en comportamiento, hechos y palabras.

La transformación progresiva

Hubo la transformación al creer, y la hay en la práctica durante la vida cristiana. “No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento”, Romanos 12.2. En este gran capítulo en cuanto a la consagración de la vida, el versículo citado presenta el lado negativo y el positivo de la consagración cristiana: no conformarse, y transformarse.

El creyente no debe dejarse llevar por la corriente de “este siglo [mundo] malo”, sino seguir “río arriba” con la vida nueva que tiene. Un pez vivo puede ir río arriba, pero no el muerto. La persona que se conforma a las cosas mundanas no está dando evidencia o frutos de la vida nueva que profesa.

Esta palabra transformarse significa una metamorfosis. Por ejemplo, la oruga se mete en su propia urna y parece morir, pero al cabo de unas semanas sale; no es una oruga ahora, sino una mariposa hermosa, con alas para volar. Se ha realizado en ella una metamorfosis. No se arrastra ahora por la tierra, sino cuenta con una facilidad para subir y gozar de una vida superior. El creyente, a su vez, no se encuentra ligado a las cosas del mundo; su vida está escondida con Cristo en Dios.

Es el entendimiento que se transforma. Es como la torre de control en un aeropuerto, porque es la parte de uno que gobierna todo. Con la trasformación del entendimiento, dice el apóstol, se conoce la voluntad de Dios, “agradable y perfecta”. Siendo así, no fracasaremos al someternos a esa voluntad.

“Nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor”, 2 Corintios 3.18. El espejo es la Palabra de Dios, la cual nos revela lo que somos y lo que es Cristo.

El gran anhelo de David fue el de contemplar la hermosura de Jehová e inquirir en su templo, Salmo 27.4. La oración de Moisés fue: “Sea la luz de Jehová nuestro Dios sobre nosotros”, Salmo 90.17. El primero buscó su propia comunión con el Señor y el segundo tenía en mente la misma para el pueblo del Señor.

La transformación final

La segunda venida del Señor se realizará en dos partes. Primeramente, El vendrá al aire en la resurrección de vida, cual estrella de la mañana, Apocalipsis 22.16, a la final trompeta y la voz de mando, la cual indica su suprema autoridad. Los muertos en Cristo resucitarán, vencido para ellos el dominio de la muerte, 1 Corintios 15.56,57. ¡Qué poder estupendo, más de lo que nuestras mentes pueden comprender! Millones de seres humanos saldrán de sus sepulcros u otro lugar donde se encuentren sus restos, no como fueron “sembrados” allí, sino con cuerpos semejantes a Cristo y glorificados. Sembrados en bajeza, resucitarán con gloria.

En cuanto a los que estén en el cuerpo todavía, ellos serán transformados instantáneamente. Todos seremos trasladados a nuestro hogar eterno, con Cristo. Si los hombres, criaturas de Dios, ya han podido vencer algunas limitaciones de la estratosfera, ¿cuánto más no podrá hacer el dueño del universo?

1 Corintios 15 explica que nuestra transformación se efectuará “en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta”. El escritor estaba familiarizado con las prácticas del ejército de Roma, y hace una comparación para impresionarnos con el significado de la trompeta.

Dicen los historiadores que cuando un ejército salía de marcha o en campaña, el día empezaba con tres toques, con un intervalo corto entre cada uno. El primer toque de trompeta era para despertar a los dormidos y hacerles vestirse. El segundo indicaba que cada cual estuviera en su puesto en las filas. El tercer toque, el definitivo, daba la orden de marchar.

Así que, hay el lado solemne en cuanto a la gloriosa esperanza de la venida del Señor por nosotros. 1 Juan 2.28 amonesta: “Ahora, hijitos, permaneced en él, para que cuando se manifieste, tengamos confianza, para que en su venida no nos alejemos de él avergonzados”. Queridos hermanos, no debemos descuidar nada que exija atención antes de que El venga: sea algo entre hermanos, algún compromiso en el comercio, o la condición en que se encuentre nuestro hogar o la asamblea.

Habrá un intervalo de por lo menos siete años entre el traslado de la Iglesia y la manifestación en majestad y gloria de Cristo como Rey de reyes y Señor de señores. En la primera parte de su venida El vendrá por sus santos, pero en esta segunda parte El vendrá con ellos. El día de la gracia termina con la segunda parte, como vemos en Apocalipsis 19.11 al 18 en la profecía del jinete con el caballo blanco. En cuanto a nosotros, leemos en Colosenses 3.4: “Cuando Cristo vuestra vida se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria”.

Santiago Saword

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