sábado, 27 de diciembre de 2025

La Mujer que agrada a Dios (2)

 


El Señor Jesús y la Mujer


Cuando Cristo vivió en el mundo los griegos, los romanos y los judíos consideraban a la mujer como criatura inferior al hombre. En Grecia la mujer estaba bajo el control y autoridad de su marido a nivel de esclava. En Roma la mujer era legalmente propiedad de su marido. Tenía más libertad que la mujer griega, pero esto resultó en relajamiento moral e incremento del divorcio. Entre los judíos, aunque consideraban a la mujer inferior al hombre, tenía un lugar de dignidad en el hogar. Pero tenía muy pocos derechos y nada de educación formal, ni siquiera religiosa. Cristo vivió en una sociedad totalmente dominada por el hombre.

La actitud de Cristo hacia la mujer ofrece un marcado contraste a la situación imperante en sus días. Nunca mostró prejuicio, jamás habló mal de la mujer, apreciaba su aportación y siempre la trató con cortesía y respeto.

Sintió compasión por ellas en su necesidad. Sanó a la suegra de Pedro de su fiebre (Mt. 8: 14), a la mujer con flujo de sangre que tocó el bordo de su manto (Mt. 9:20) y a la mujer que anduvo encorvada por dieciocho años (Lc. 13:11). En Naín resucitó al hijo de una viuda y lo presentó a su madre (Lc. 7:12-15). Trató con delicadeza y gracia a la mujer sorprendida en adulterio (Jn. 8:3). Sus palabras, "Venid a mí todos os haré descansar" (Mt. 11:28), tuvieron gran poder de atracción para las mujeres cuyas cargas eran verdaderamente pesadas. Cuando colgaba de la cruz mostró compasión hacia su madre al hacer provisión para ella (Jn. 19:25-27).

Dirigió palabras de elogio a algunas mujeres. A la mujer cananea que intercedió a favor de su hija endemoniada le dijo: "Oh mujer, grande es tu fe" (Mt. 15:21-28). Un día, estando sentado cerca del arca de las ofrendas, vio a los ricos echando su dinero y también a una viuda muy pobre que echó dos blancas. Elogió su sacrificio diciendo: "En verdad os digo, que esta viuda, echó más que todos" (Lc, 21:1-4). Se fijó, no en la cantidad de la ofrenda, sino en el corazón de quien la dio. Los ricos dieron lo que no les hacía falta, ella dio todo lo que tenía y ella dio satisfacción al corazón de Dios.

Respetaba la inteligencia y capacidad espiritual de la mujer. Aunque las niñas y las mujeres no recibían educación formal, no discriminó en contra de ellas al enseñar en público y en ciertas ocasiones les enseñó en privado. Muchas de las revelaciones más profundas de sí mismo y de su Padre fueron dadas a una mujer.

En el capítulo cuatro del evangelio de Juan leemos de su encuentro junto a un pozo con una mujer samaritana. A pesar de que "los judíos y los samaritanos no se trataban entre sí" (Jn. 4:9) y que un rabino no hablaría en público con una mujer (ni siquiera con su esposa), el Señor conversó con esta mujer repudiada por la sociedad. Trató con ella el tema de la adoración y la necesidad de adorar a Dios en espíritu y en verdad, ya que Dios es espíritu (Jn. 4:24). ¡Se reveló como el Mesías que tanto judíos como samaritanos esperaban, luna gran revelación que no había dado a ningún otro! La mujer creyó y su testimonio hizo que muchos de sus vecinos vinieran a Cristo y creyeran también en él.

En la casa de Marta y María en Betania vemos que María, "sentándose a los pies de Jesús, oía su palabra" (Lc. 10:39). El Señor Jesús indicó que esto era de su agrado. No le dijo a María que su lugar era la cocina, sino que respetó su deseo y su capacidad de aprender. Pero tampoco despreció el servicio de Marta ya que en forma amable le indicó que el servicio sólo no es suficiente. Es necesario dedicar tiempo para sentarnos a sus pies y aprender de él. Nos quiere a nosotras más que nuestro servicio. Lo que somos es más importante que lo que hacemos.

Poco después, Lázaro, el hermano de María y Marta, cayó enfermo y murió. Fue a Marta a quien el Señor dirigió palabras maravillosas que han consolado a su pueblo a través de los siglos: "Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto vivirá" (Jn. 11:25).

El Señor Jesús aceptó el servicio de las mujeres. Ya mencionamos el hogar en Betania donde dos hermanas piadosas le brindaban su bienvenida y su cuidado. También leemos de "muchas mujeres las cuales habían seguido a Jesús desde Galilea, sirviéndole" (Mt. 27:55), Y de "otras muchas que le servían de sus bienes (Lc. 8:2, 3). Parece que hubo un grupo de mujeres preparado y dispuesto a sufrir incomodidades a fin de suplir las necesidades materiales del Señor y sus discípulos. C. C. Ryrie observa que cuando se menciona algún servicio hecho directamente al Señor, es un servicio de ángeles o ide mujeres! ¡Qué bendición es estar dentro del número de las mujeres que le sirven!

El Señor Jesús apreciaba el cariño y la gratitud de las mujeres. En Lucas 7:36-50 leemos de un incidente que ocurrió en casa de un fariseo que invitó a Cristo a comer con él. Durante el transcurso de la cena una pobre mujer, que "era pecadora", entró y se acercó a sus pies, llorando' Al caer las lágrimas sobre sus pies, los enjugaba con sus cabellos, los besaba y los ungía con un perfume costoso. El fariseo la hubiera echado de la casa sin permitir que ella lo tocara, pero el Señor aceptó su tributo amoroso. Dijo que amaba tanto porque sus muchos pecados habían sido perdonados. Observemos de paso que el Señor se fijó en la negligencia del fariseo tanto como en la gratitud de la mujer. ¿Qué recibe el Señor de nosotras?


Cerca del final de su ministerio terrenal ocurrió algo parecido (Jn. 12:1-8; Mt. 27:6-18). Esta vez fue en casa de sus amigos en Betania y María, la que se había sentado a sus pies, ahora trajo perfume de nardo puro y ungió esos pies. Cuando rompió el vaso que contenía el perfume y lo derramó, uno de los discípulos protestó "este desperdicio". Para María nada era demasiado caro o precioso para darlo a su Señor. El la alabó diciendo que había hecho una buena obra. ¿Hay algo que nosotras consideramos demasiado caro para darlo al Señor? ¡Cuánto debe haber apreciado el Señor la devoción de esta mujer, especialmente a la luz de la aparente lentitud de los discípulos en aceptar su muerte venidera! María ungió al Señor anticipando su muerte. Otras mujeres llegaron al sepulcro con sus especies aromáticas y ungüentos cuando ya no eran necesarios porque él no estaba allí (Lc. 28:55-24:8). Brindémosle hoy el amor y la adoración de nuestros corazones redimidos, el "sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre" (Heb. 13:15).

El Señor Jesús dio a unas mujeres el alto honor de aparecer primeramente a ellas después de su resurrección. Ellas tuvieron el privilegio de llevar la noticia de la resurrección a los discípulos (Mt. 28:1-10; Mr. 16:1-10; Lc. 24:1-10; Jn. 20:1-18). El relato bíblico no indica que algún discípulo, salvo Juan, estuviera cerca de la cruz, ¡pero las mujeres estaban allí! (Mt. 27:55). Y "muy de mañana, siendo aun oscuro", el día de la resurrección, las mujeres llegaron a la tumba. Tal vez no se debió a que su fe era mayor que la de los discípulos porque parece que todos estaban sumidos en la desesperación. Fue su amor lo que las trajo al lugar donde estaba, amor al hombre que había transformado sus vidas. Su amor fue galardonado, y ¡qué grande fue su galardón! Su tristeza se cambió en gozo, su llanto en cántico. Cuando vieron al Señor resucitado, triunfante sobre la muerte, corrieron a compartir con otros la grata noticia.

El amor que busca, siempre tendrá la dicha de ser el amor que ve. No es el orgulloso, el poderoso, el intelectual a quien se revela el Señor, sino al que con corazón humilde busca verle. Mientras más grande el amor, más clara la visión. El clamor del corazón de María: "¿Dónde está él?”, recibe como respuesta: “María”. Aquel a quien buscaba le hablaba usando su nombre. ¿Qué buscamos nosotras hoy? El Señor promete: “El que me ama será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él (Jn. 14:21)

Fay Smart y Jean Young

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