lunes, 1 de octubre de 2018

LA FE QUE HA SIDO UNA VEZ DADA A LOS SANTOS (Parte V)


JUDAS 3

No hay otro cuadro más bello de fe y piedad, antes de la llegada del Evangelio, que el que encontramos en los dos primeros capítulos del evangelio de Lucas. En medio de toda la iniquidad de los judíos, vemos a Zacarías, a María, a Simeón, a Ana y a otros del mismo sentir. Y se conocieron los unos con los otros, y Ana “hablaba del niño a todos los que esperaban la redención en Jerusalén” (Lucas 2:38), así como nosotros debemos esperarla en otro sentido.
Pero en cuanto al presente estado de cosas si tomamos el lado de la responsabilidad del hombre, el hombre se desvía en seguida de lo que Dios establece, y se hace luego presente una corrupción creciente, hasta que se hace necesario el juicio. Juan habló de los últimos tiempos que ya habían llegado, porque ya habían surgido muchos anticristos; pero la paciencia de Dios ha continuado, hasta que al final vengan los tiempos peligrosos.
Ahora quiero agregar unas palabras en cuanto a cómo debemos andar en medio de este estado de cosas. Es evidente que debemos recurrir directamente a la Palabra de Dios como guía. No digo que Dios no use el ministerio (pues el ministerio es su propia ordenanza), pero, en procura de la autoridad, debemos dirigirnos a la misma Palabra de Dios. Allí se encuentra la directa autoridad de Dios que lo determina todo, y contamos, además, con la actividad de su Espíritu para comunicarnos las cosas. Sin embargo, es poco feliz si alguien va solamente a las Escrituras rehusando la ayuda de los demás; como tampoco es bueno mirar a los hombres como guías directos, negando así el lugar del Espíritu.
Una madre habrá de ser bendecida en el cuidado de sus hijos, y así también lo debiera ser un ministro entre los santos. Tal es la actividad del Espíritu de Dios en una persona: ella es instrumento de Dios. Pero si bien reconocemos eso plenamente, debemos acudir a la Palabra de Dios de forma directa, y en eso debemos insistir. Todos afirmamos que la Palabra de Dios es la autoridad, pero debemos insistir en el hecho de que Dios habla por la Palabra. Una madre no es inspirada, y ningún hombre lo es; pero sí lo es la Palabra de Dios; y ella es directa: “El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias.” Nunca encuentro en la Palabra que la iglesia enseñe. La iglesia recibe enseñanza, pero no enseña. Las personas sí enseñan. Los apóstoles y otros a quienes Dios utilizó para ese propósito fueron los instrumentos de Dios para comunicar directamente la verdad divina a los santos, pues como está escrito: “Os conjuro por el Señor, que esta carta se lea a todos los santos hermanos” (1 Tesalonicenses 5:27). Esto es de primordial importancia, porque es el derecho de Dios hablar a las almas directamente. Él puede usar cualquier instrumento que le plazca, y nadie puede formular objeciones. “Ni el ojo puede decir a la mano: No te necesito” (1 Corintios 12:21). Pero cuando se trata de autoridad directa, es algo sumamente solemne acercarse a aquella. Tampoco hablo de juicio privado en las cosas de Dios; no lo admito como principio. Es menester discernir acerca de otras cosas; pero tan pronto como se trata de las cosas de Dios, ¿podríamos hablar de juzgar la Palabra de Dios? Ésta es una señal que pone en evidencia la maldad de los tiempos en que nos encontramos.
Cuando reconozco la Palabra de Dios, traída por su Espíritu, me siento a oír lo que Dios me quiere decir, y entonces es la Palabra la que me juzga, y no yo a ella. Es la Palabra divina traída a mi conciencia y a mi corazón: ¿Cómo, pues, habré de juzgar yo a Dios cuando es Él el que me habla a mí? Si lo hiciera, negaría con eso que Él me habla. Para que tenga verdadero poder, es menester reconocerla como la Palabra de Dios para mi alma, y entonces no pensaría jamás en juzgarla, sino que, al contrario, me sentaría ante ella para que sondee mi corazón y ejercite mi conciencia. Luego debo recibirla como la fuente que me proporciona “lo que era desde el principio”. ¿Por qué? Simplemente porque Dios la dio. Al principio no encontramos las cosas tal como fueron corrompidas, sino lo que Dios estableció.
De nada servirá presentarme la iglesia primitiva; lo que preciso es tener lo que fue desde el principio. Y lo que tengo entonces es la Palabra inspirada y la unidad del cuerpo. Pero después del principio, lo que sucedió en seguida en la historia eclesiástica fue toda una desgraciada división. Dice el apóstol Juan: “Si lo que habéis oído desde el principio permanece en vosotros, también vosotros permaneceréis en el Hijo y en el Padre” (1 Juan 2:24). Uno pierde su lugar en el Hijo y en el Padre si se aparta de aquello que fue desde el principio. Es evidente, pues, al aplicar este principio, que debemos tomar en cuenta las circunstancias en que estamos, pues en ellas vemos, no “lo que fue desde el principio”, sino lo que el hombre ha hecho de lo que Dios estableció al principio. Se dice que la iglesia es esto o aquello, pero si tomo lo que Dios estableció, veo la unidad del cuerpo, y a Cristo la Cabeza, y eso es lo que la Iglesia era manifiestamente sobre la tierra. Pero ¿lo encontramos ahora?
Tenemos, por el contrario, una advertencia. Pablo, como perito arquitecto, puso el fundamento, y advierte a aquellos que van a edificar, que no usen materiales malos, tales como madera, heno, hojarasca, que serán destruidos (1 Corintios 3:12). La obra de edificación fue confiada a la responsabilidad del hombre y, como tal, quedó sujeta al juicio. “Sobre esta roca edificaré mi iglesia” (Mateo 16:18), nos muestra el lado de la edificación que Cristo lleva a cabo, la cual prosigue, pues todavía no está terminada. En Pedro leemos también: “Acercándoos a él, piedra viva, desechada ciertamente por los hombres, más para Dios escogida y preciosa, vosotros también, como piedras vivas, sed (lit.: “sois”) edificados como casa espiritual” (1 Pedro 2:4-5). Allí se presenta todavía en construcción. Y leemos de nuevo en Efesios 2:21 que “el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor”. Ahora bien, todo esto es la obra de Cristo, lo que los hombres llaman «la iglesia invisible», y por cierto que lo es. Pero, por otro lado, leemos: “Cada uno mire cómo sobreedifica” (1 Corintios 3:10), esto es, sobre el fundamento que había sido puesto por Pablo. Aquí tenemos la obra del hombre como instrumento responsable.

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