Para
evitar toda interpretación errónea, fijémonos bien en los términos que utiliza
el apóstol. Notemos primero que dice: "si alguno viere a su hermano"; es evidente, pues, que no se trata de un
falso hermano, de un incrédulo, sino más bien de un «hermano en la fe.» Esto basta para garantizarnos que, en este versículo,
la muerte aludida no es equivalente a la
condenación eterna. Si el que tuvo una caída es un hermano o
una hermana, él, o ella, es, por consiguiente, un hijo, o una hija, de Dios, y
posee tan gloriosa condición porque creyó en el Nombre del Señor Jesucristo,
acudiendo a sus plantas puras en demanda de perdón y de paz: "a todos los que le recibieron, a
los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios."
(Juan 1:12). "Estas cosas os he escrito, para que sepáis que tenéis vida
eterna; es decir, los que creéis en el nombre del Hijo de
Dios." (1 Juan 5:13 - VM). "El que tiene al Hijo, tiene vida; el que
no tiene al Hijo de Dios no tiene vida." (1 Juan 5:12 - traducción al
Español de la Versión Inglesa de J. N. Darby). Las Sagradas Escrituras declaran,
pues, muy claramente, que Dios concede vida eterna a todos los que creen; ahora
bien: si es la vida eterna, ella no nos puede ser quitada.
Pero, por otro lado, si sabemos
que ninguna oveja puede ser arrebatada de la mano de
nuestro amado Salvador, la Biblia nos enseña también que, si somos "hijos", estamos bajo la disciplina del Padre
(Hebreos capítulo 12); Él reprende y castiga a los que ama. Si somos rebeldes,
si no honramos al Señor, si no nos examinamos a nosotros mismos, confesando
nuestras faltas, puede ser que el Señor nos reprenda, nos discipline, y aún nos
castigue hasta con la muerte del cuerpo.
Hay en la Palabra de Dios, varios casos
de pecados que fueron castigados con la muerte del cuerpo. Ejemplo de ello lo
tenemos en 1 Corintios 11. Cuando Jesucristo instituyó la Cena, lo hizo después
de una comida. Así es como en los primeros días de la Iglesia, los discípulos «partían el pan» tras haber compartido una comida fraternal o «ágape». Pero, llevados por la carne, los Corintios, en vez de recordar
con todo respeto y santidad la Persona de su Señor y Salvador, habían llegado
al extremo de comer y de beber para satisfacción de la carne, y el apóstol
Pablo tuvo que reprenderles: "esto no es comer la cena del
Señor." (1 Corintios 11: 17-22). Ellos lo hacían de manera indigna; por eso había enfermos entre ellos,
y muchos dormían; es decir, habían muerto físicamente.
Actualmente, el peligro no es de la
misma índole para nosotros; no obstante, podemos también incurrir en el delito
de «no discernir el
cuerpo» (1 Corintios 11: 27-34) si participamos de
la Cena del Señor por rutina, con indiferencia y falta de seriedad, o si lo
hacemos conservando en nuestros corazones una animosidad o rencor no juzgado
contra uno de los hermanos sentados juntamente con nosotros en el «partimiento
del pan». Estas cosas, al no ser examinadas y
juzgadas en nuestros corazones, nos acarrean el juicio de Dios, y somos,
entonces, "castigados por el Señor, para que no seamos
condenados con el mundo." (1 Corintios 11:32). Y este castigo no es en ningún modo - ni puede ser - la
condenación eterna: se trata de la muerte del cuerpo, que nos quita el
privilegio de ser testigos de la gracia de Dios, a causa de nuestra
infidelidad.
Otro caso es el de 1 Corintios 5. El
apóstol, en nombre del Señor, entrega al culpable a Satanás (lo que era un acto
reservado a la autoridad apostólica), para muerte de la carne, "a fin de que su espíritu sea salvo en el
día del Señor." (1 Corintios 5:5 - RVA). El caso de Ananías y Safira nos
sirve de tercera ilustración, relatado en el capítulo 5
del libro de los Hechos.
¡Cuántas veces, por nuestra infidelidad,
obligamos a Dios a castigarnos! Con todo, Él es amor y quiere bendecirnos,
pero, como escribió el apóstol Pedro, ha llegado el tiempo "de que el
juicio comience por la casa de Dios." (1 Pedro 4:17). Un hijo de Dios ha pasado de muerte a
vida, posee, pues, vida eterna, pero puede ser castigado hasta con la muerte
del cuerpo, si no se examina, si desprecia la voz del Padre celestial cuando le
reprende: Dios decide, entonces, retirarle el privilegio de ser testigo suyo en
este mundo; es el "pecado de muerte" o, mejor traducido "pecado
para muerte" por el cual no hemos de orar, si guiados por el Espíritu
hemos llegado a discernirlo en algún hermano. Por lo demás, sobra recordar que
todos los pecados son mortales: "el alma que pecare, esa morirá"
(Ezequiel 18:20); "la paga del pecado es muerte" (Romanos 6:23); si
bien no todos son "para muerte" (del cuerpo).
¡Que el Señor nos guarde, amados
hermanos, de llegar a un estado tan extremo! Examinémonos a nosotros mismos,
para que no seamos juzgados por Él (1 Corintios 11:31).
"Le Messager
Evangélique"
Revista "VIDA CRISTIANA", Año 1955,
No. 15.
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