El sacerdocio
Con todo, hay algunos contrastes importantes entre Aarón y Cristo. Aarón,
cuando hacía alguna ofrenda de expiación por el pueblo, también tenía que
ofrecer una por sí mismo. Esto porque era pecador. Cristo era sin pecado. No
había necesidad de hacer ofrenda por sí mismo.
Aarón pudo hacer uso de los animales limpios para sus ofrendas a Dios por
el mismo y por el pueblo, pero Cristo se ofreció a sí mismo, como está escrito:
“Cuánto más la sangre de Cristo, el cual por el Espíritu eterno se ofreció a sí
mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias” (Hebreos 9.14).
El Señor Jesús es a la vez sacerdote y sacrificio, y su obra ha sido tal
que no necesita ser repetida. El sacrificio del Calvario basta para la
salvación de todo aquel que en esta vida cree en él. No de los que solamente
creen la historia de Cristo, sino de los que confían de corazón en él y en su
sacrificio en la cruz por sus pecados.
En la consagración de Aarón y sus hijos al sacerdocio, Moisés, el
representante de Dios, debía bañarlo de cabeza a pies antes de vestirlos de las
túnicas sagradas. Una vez hecho, no había necesidad de repetir esta ceremonia.
Esto corresponde a lo hecho por el Espíritu de Dios en la conversión de cada
hombre o mujer que viene a entrar en el camino al cielo. Por naturaleza todos
somos inmundos de cabeza a pies, llenos de pecado, y la Palabra de Dios nos hace
reconocerlo, compungidos de conciencia y arrepentidos. Pero no nos deja allí.
Nos revela el medio de ser lavados: “La sangre de Jesucristo … limpia de todo
pecado”, l Juan 1.7.
El vestido viejo de Aarón y de sus hijos fue echado a un lado para no ser
usado más, y Moisés se vistió uno nítido y nuevo. Así el verdadero cristiano es
uno que ha rechazado toda la justicia humana —es decir, su esperanza de
salvarse por buenas obras, rezos, etcétera— y aparece delante de Dios tan sólo
en la divina justicia que le ha sido otorgada en la redención por Cristo.
Cuando el Salvador se ofreció por nosotros, todos nuestros pecados fueron
puestos sobre él, para que por esa sustitución la divina justicia de Cristo
fuese puesta sobre nosotros.
Además de lo explicado ya, el sacerdote debía ser ungido con el santo
aceite de la unción. Cristo fue ungido del Espíritu divino. También lo ha sido
todo hombre o mujer que ha creído en Cristo. Las pruebas de ello abunden en
Hechos de los Apóstoles, en las Epístolas apostólicas, y en otras partes de las
Sagradas Escrituras: “Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, el tal no es de
él”, Romanos 8.9.
Todo
esto debía tener lugar antes de entrar ningún hijo de Aarón a servicio alguno
en la casa de Dios. Pero, cumplida, una parte importante de su consagración fue
el acto de llenar las manos. En estos tiempos nuestros, ninguno que no sea
purificado de sus pecados puede servir al Señor, ni hacer cosa alguna que le
agrade, más una vez salvo por la gracia de Dios, es el deber suyo servirle de
todo corazón.
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