domingo, 6 de enero de 2019

ESCENAS DEL ANTIGUO TESTAMENTO (28)

El sacerdocio




En el libro del Levítico el sacerdote ocupa un puesto de notable importancia entre el pueblo de Israel. Aarón era el sumo sacerdote, y sus hijos eran los sacerdotes comunes del pueblo. Hablando generalmente, Aarón es figura de nuestro Señor Jesús, y sus hijos representan a los que en este tiempo de gracia han creído de corazón en Cristo.
Con todo, hay algunos contrastes importantes entre Aarón y Cristo. Aarón, cuando hacía alguna ofrenda de expiación por el pueblo, también tenía que ofrecer una por sí mismo. Esto porque era pecador. Cristo era sin pecado. No había necesidad de hacer ofrenda por sí mismo.
Aarón pudo hacer uso de los animales limpios para sus ofrendas a Dios por el mismo y por el pueblo, pero Cristo se ofreció a sí mismo, como está escrito: “Cuánto más la sangre de Cristo, el cual por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias” (Hebreos 9.14).
El Señor Jesús es a la vez sacerdote y sacrificio, y su obra ha sido tal que no necesita ser repetida. El sacrificio del Calvario basta para la salvación de todo aquel que en esta vida cree en él. No de los que solamente creen la historia de Cristo, sino de los que confían de corazón en él y en su sacrificio en la cruz por sus pecados.
En la consagración de Aarón y sus hijos al sacerdocio, Moisés, el representante de Dios, debía bañarlo de cabeza a pies antes de vestirlos de las túnicas sagradas. Una vez hecho, no había necesidad de repetir esta ceremonia. Esto corresponde a lo hecho por el Espíritu de Dios en la conversión de cada hombre o mujer que viene a entrar en el camino al cielo. Por naturaleza todos somos inmundos de cabeza a pies, llenos de pecado, y la Palabra de Dios nos hace reconocerlo, compungidos de conciencia y arrepentidos. Pero no nos deja allí. Nos revela el medio de ser lavados: “La sangre de Jesucristo … limpia de todo pecado”, l Juan 1.7.
El vestido viejo de Aarón y de sus hijos fue echado a un lado para no ser usado más, y Moisés se vistió uno nítido y nuevo. Así el verdadero cristiano es uno que ha rechazado toda la justicia humana —es decir, su esperanza de salvarse por buenas obras, rezos, etcétera— y aparece delante de Dios tan sólo en la divina justicia que le ha sido otorgada en la redención por Cristo. Cuando el Salvador se ofreció por nosotros, todos nuestros pecados fueron puestos sobre él, para que por esa sustitución la divina justicia de Cristo fuese puesta sobre nosotros.
Además de lo explicado ya, el sacerdote debía ser ungido con el santo aceite de la unción. Cristo fue ungido del Espíritu divino. También lo ha sido todo hombre o mujer que ha creído en Cristo. Las pruebas de ello abunden en Hechos de los Apóstoles, en las Epístolas apostólicas, y en otras partes de las Sagradas Escrituras:               “Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, el tal no es de él”, Romanos 8.9.
       Todo esto debía tener lugar antes de entrar ningún hijo de Aarón a servicio alguno en la casa de Dios. Pero, cumplida, una parte importante de su consagración fue el acto de llenar las manos. En estos tiempos nuestros, ninguno que no sea purificado de sus pecados puede servir al Señor, ni hacer cosa alguna que le agrade, más una vez salvo por la gracia de Dios, es el deber suyo servirle de todo corazón.

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