Por otra parte, en el
lugar de gloria donde entró, nuestro Señor Jesucristo continúa en favor de los
suyos su incansable actividad. “Cristo es el que murió; más aún, el que también
resucitó, el que además está a la diestra de Dios... intercede por nosotros”
(Romanos 8:34). Ahí cumple la doble función de sumo sacerdote y de abogado.
“Por tanto, teniendo un gran sumo sacerdote que traspasó
los cielos, Jesús el Hijo de Dios, retengamos nuestra profesión (la fe que
confesamos). Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de
nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza,
pero sin pecado” (Él jamás pecó) (Hebreos 4:14-15).
“Puede también salvar perpetuamente a los que por él se
acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos. Porque tal sumo
sacerdote nos convenía: santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores,
y hecho más sublime que los cielos” (Hebreos 7:2526).
“No entró Cristo en el santuario hecho de mano, figura
del verdadero, sino en el cielo mismo para presentarse ahora por nosotros ante
Dios” (Hebreos 9:24).
Jesús, nuestro sumo sacerdote, se
ocupa, por medio de su potente socorro, en que nuestra conducta aquí abajo, a
pesar de nuestra debilidad, esté en armonía con la perfecta posición que su
obra nos consiguió ante Dios. Es la salvación diaria que en nuestro andar
encontramos en él.
Cristo, nuestro Abogado
“La sangre de Jesucristo su Hijo nos purifica de todo
pecado”.
“Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para
perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad”.
“Si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el
Padre, a Jesucristo el justo. Y él es la propiciación por nuestros pecados” (1
Juan 1:7, 9; 2:1-2).
De parte de Dios tenemos todos los recursos para vivir
separados del mal y andar como Jesús anduvo. Pero si, por negligencia,
incurrimos en alguna falta, si pecamos, nuestra comunión con el Padre y con su
Hijo Jesucristo se ve interrumpida. Permanecemos hijos de Dios, pues ese título
no puede sernos quitado; pero, como hijos desobedientes, no gozamos más de la
libertad feliz en la cual nos encontrábamos con Dios. Jesucristo, como un
abogado, toma entonces nuestra causa entre sus manos: despierta nuestra
conciencia por medio de la Palabra, nos revela nuestro estado, nos empuja al
arrepentimiento, nos lleva a la confesión de nuestras faltas y vuelve a dar a
nuestra alma turbada la apacible y bendita felicidad de las relaciones filiales
con Dios; y todo eso en virtud de la obra por la cual nos ha constituido justos
de una vez para siempre. Así, nos libera de las consecuencias actuales de
nuestros desfallecimientos.
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