INTRODUCCIÓN.
Los
capítulos 40 - 55 de la profecía de Isaías forman un solo bloque, claramente
diferenciado del resto del libro. Miran hacia un futuro que tiene dos etapas:
una más inmediata, sombría, de juicio para el pueblo de Dios a causa de su
rebelión, y otra más lejana, llena de bendición bajo la mano restauradora de
Dios. Su nota más destacada, pues, es la consolación, que inaugura esta sección del libro y vuelve una y otra vez con
renovada fuerza. El remanente fiel israelita había de saber que, a pesar de lo
inevitable del juicio divino que se cernía sobre su nación, Dios, fiel a sus
pactos y a sus promesas, les iba a perdonar, una vez cumplidos los propósitos
de la disciplina anunciada.
Tales palabras, transmitidas por el profeta, tienen otra
finalidad también: ensanchar la visión
de Dios que tenía el pueblo, la comprensión de su grandeza. Por
eso el capítulo 40, introducción obligada a todo lo que sigue, pinta con
colores sublimes la majestad de Jehová, Creador y Redentor de su pueblo, contrastándole
con los idolillos de invención humana. Israel había de llenar su vista
espiritual del carácter y de la grandeza de su Dios, porque sólo una visión tal
les ayudaría a sobrevivir la terrible crisis que se avecinaba inexorablemente.
Habían de comprender de nuevo que Jehová era fiel a las promesas hechas a sus
antepasados. Isaías les recuerda lo que Dios pactó con Abraham (capítulos 51 y
55); que Él, por su misma naturaleza, no podía dejar de cumplirlas. Todo esto
los había de preparar y fortalecer para el trance tan amargo que iban a pasar
con la destrucción de Jerusalén y el destierro a Babilonia.
Pero estos capítulos tienen otra finalidad aún más
relevante: sirven para presentar aquel Siervo
de Jehová ideal, el Mesías largos años esperado, en quién sólo
podrían cifrarse las verdaderas esperanzas del pueblo. Es en esta porción de la
Palabra de Dios que se escogen y se plasman, en un solo personaje, los distintos
hilos de las profecías anteriores acerca del Mesías. Así, juntamente con otros
pasajes claves en Daniel, Miqueas y Zacarías, sirven de puente entre toda la
revelación veterotestamentaria y el Nuevo Testamento. Todo esto subraya su gran
importancia en el conjunto de la revelación bíblica.
Esta importancia va más allá de un simple interés
académico. La figura del gran Siervo de Jehová que descuella en sus páginas no
está allí para que se le contemple extasiado, sino para que las mismas
características de servicio abnegado que se destacan en Él prendan en los que
se le unan, a fin de que «sigan sus pisadas» (1 Pedro 2:21). Es aquí, pues, en
Él donde encontramos los distintos rasgos que Dios espera ver en todos sus
siervos; no sólo en cuanto a los móviles, sino en cuanto a los métodos, los
objetivos y la manera de ser, cosas que le causaron tanto deleite apreciar en
su Hijo amado. Su retrato inspirado en estos capítulos -pero delineado
especialmente en las cuatro «Canciones del Siervo» (42: 1-4; 49:1-6; 50:4-9;
52:13 - 53:12)- nos da todo un programa de actuación del que no podemos
prescindir ni descuidar.
Hay que reconocer, desde luego, que a veces la
interpretación de estos capítulos no es fácil. Están escritos en poesía, no en
prosa, lo cual generalmente ofrece mayores dificultades a la hora de esclarecer
las palabras empleadas, pero a pesar del lenguaje altamente poético y
expresivo, lleno de figuras, las líneas generales están trazadas claramente, siendo
avaladas, además, por el Nuevo Testamento.
LA
FIGURA DEL SIERVO DE JEHOVÁ.
El telón de fondo, como hemos visto, lo provee la
situación del pueblo de Israel en el siglo octavo antes de Jesucristo. Todavía
faltaban casi dos siglos antes del exilio babilónico, pero ya se vislumbraban
las señales claras del juicio venidero porque Israel, que debería haber sido el
fiel siervo de su Dios, había fracasado miserablemente en su testimonio. En la
misericordia de Jehová todavía le consideraba siervo suyo, pero su infidelidad
era patente. Se mencionan otros siervos también en estos capítulos, como Ciro,
el futuro rey de Persia, aun cuando éste no conocía a Jehová (44:28; 45:1, 4,
13), y Dios, a través de sus providencias, los utiliza para que cumplan Sus
propósitos, a menudo a pesar suyo. En el caso de Ciro, éste había de ser un instrumento
que Jehová usara para hacer volver su pueblo a la tierra de Palestina (2 Crón.
36:22-23; Esd. 1:1-4, etc.); en otras ocasiones, Dios utilizó a rey de Asiria y
al rey de Babilonia, entre otros, para el castigo a Israel.
Pero el Siervo de Jehová por excelencia no es ni Israel
ni ningún otro gobernante pagano sino un personaje misterioso que, surgiendo
del pueblo de Israel e identificándose como tal claramente, sin embargo, se
distingue netamente del resto de la nación. Todo cuanto ésta no pudo cumplir
para Dios, por su pecado y rebeldía, el gran Siervo lleva a cabo a la
perfección. A veces es un tanto difícil distinguir entre los tres «siervos»,
-especialmente entre el Mesías y la nación-siervo- pero en las llamadas
«canciones del Siervo» y algunos otros pasajes adyacentes o similares, se
hallan los lineamientos nítidos del personaje que le distinguen de cualquier
otro. Por esta razón se ha dado este nombre a los pasajes aludidos. Describen
al Siervo desde diferentes ángulos, y en distintas etapas de su ministerio,
aunque también contienen otros temas importantes, al igual que los dieciséis
capítulos que constituyen su contexto.
Pero, ¿cómo sabemos a ciencia cierta que se trata del
Mesías, o sea, de nuestro Señor Jesucristo? Es el Nuevo Testamento que lo
confirma en varios pasajes, tanto en los Evangelios (Mateo 12:17-21) como en
Los Hechos (3:13, 26; 8:32-33), las epístolas de Pablo (Romanos 10:16;
Filipenses 2:5-11) y Hebreos (9:28). Desde luego es evidente que Jesús mismo
las entendía así, aplicando sus conceptos a su Persona y Ministerio en muchas
ocasiones (por ejemplo, en su bautismo, en Marcos 10:45; Juan 13; Lucas 22:37,
etc.). Y no sólo son los conceptos sino hasta el mismo vocabulario empleados
por los Apóstoles en sus predicaciones y enseñanzas acerca de Jesús, que se
inspiran repetidas veces en las canciones y su contexto; sin ellas habría sido
muy difícil hallar un nexo unificador completo entre los dos Testamentos.
EL
MENSAJE DE LAS CUATRO «CANCIONES».
Podemos decir que es el mismo que el contexto, pero
concentrada la atención sobre la Persona y el Ministerio del Siervo. Se le
presenta como el Siervo Perfecto que lleva a cabo toda la voluntad de Dios, en
medio de una oposición creciente y cruel que llega a acabar con su vida -aunque
este no es el fin de su historia-. El Siervo procede de la nación de Israel, y
cumple la misión a éste encomendada, pero el alcance de su magna gestión va
mucho más allá de los límites nacionalistas, sean territoriales o de sangre;
llegan hasta los «confines de la tierra», a los gentiles, que reciben
bendiciones por su medio, conforme a las promesas de Dios a Abraham. El pacto
que Jehová trae y sella por medio de su Siervo es el Nuevo Pacto que Jeremías
había de describir con mayor detalle un siglo más tarde; su obra es de
salvación, redención, justicia y nueva vida. Juntamente con
pasajes anteriores y posteriores (p. ej. caps. 11 y 61), las «Canciones»
constituyen unas profecías mesiánicas claras que hallan su posterior
cumplimiento en Jesús de Nazaret.
Ya hemos mencionado el aspecto práctico del mensaje de
las «Canciones»: el ejemplo que nos proporcionan de cómo Dios quiere que sean
los que le sirven; esto se pone de manifiesto en todas, pero muy especialmente
al final de la tercera (50:10 - 11), que lanzan un reto a cualquiera que desea
servir a Dios, instándole a proceder de la misma manera y por los mismos
móviles que el Siervo de Jehová.
¿Cuál es pues la relación entre las cuatro Canciones?
Hemos de tener cuidado de no leer entre líneas, por supuesto, pero sí se puede
discernir un hilo interesante de relación entre ellas, según su orden
cronológico, dando un desarrollo conceptual armónico y coherente. Alguien ha
sugerido que son como el cuadro que un pintor desea realizar. Primero traza las
líneas maestras de su plan sobre el lienzo, con carboncillo o lápiz; hallamos
este bosquejo general en la primera (42:1 - 4 y contexto). Encontramos en ella
lo que pudiéramos llamar los rasgos principales del futuro ministerio del
Siervo.
Luego el pintor va rellenando las masas básicas del
fondo, tanto lo más lejano como los primeros planos, lo que corresponde al
desarrollo de la segunda canción (49:1-6), que trata de la preparación del
Siervo antes de su ministerio público.
La tercera canción (50:4-9) nos da una visión más
íntima, casi interior, del ministerio: son las reacciones del Siervo, ya en
plena actuación, frente a la oposición de los hombres, apoyándose en su Dios,
aprendiendo a cumplir día tras día su cometido. Aquí el pintor ha comenzado a
llenar cada espacio de su obra con pinceladas detalladas y van apareciendo los
claroscuros y las sombras.
Por fin, en la última y más grande de las canciones
(52:15 - 53:12), tan conocida y querida por millones de creyentes, se cargan
las tintas y se sacan los relieves; los colores, aunque en su mayoría resultan
sombríos, son más brillantes, y se van rellenando todos aquellos detalles que
dan profundidad y claridad al sujeto retratado. Esta Canción se nos presenta
con una panorámica completa de la vida y el ministerio del Siervo, comenzando
con su Exaltación y pasando por su ministerio terrenal hasta llegar al momento
supremo de su Pasión, Muerte y Resurrección, junto con aquellos que han sido
bendecidos por su Obra.
Es
digno de notar que en el contexto de cada una de las Canciones se asocia el
gozo, expresado en cánticos que brotan no sólo de las gargantas del pueblo
redimido sino de la naturaleza liberada que ha estado esperando la
«manifestación gloriosa de los hijos de Dios», como dice Pablo en Romanos 8.
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