lunes, 8 de abril de 2019

LAS CANCIONES DEL SIERVO (4)

LA TERCERA CANCIÓN: EL SIERVO EN LA ESCUELA DE DIOS.
Isaías 50: 4 - 11.


En esta canción encontramos al Siervo ejerciendo por fin su ministerio público, pero se ha de notar que éste se ve mayormente desde dentro, en el marco de la íntima comunión que mantenía con el Padre. Es digno de notar, además, la reiteración (cuatro veces) del título «Jehová el Señor» subrayando el hecho de que el Siervo se encuentra bajo sus órdenes, no pudiendo «hacer nada por sí mismo», sino dependiente de todo lo que «veía hacer al Padre» (Juan 5:19).

El aprendizaje y el discipulado del Siervo. Vers. 4.
El aprendizaje del Siervo no terminó con su Bautismo y la derrota de Satanás en la Tentación al prin­cipio de su ministerio, sino que siguió a través de los restantes años de su vida. Notemos, además, que las lecciones de la «escuela de Dios» se impartían a diario a fin de que supiese qué palabras dar al cansado (moral y espiritualmente hablando) en cada ocasión. La vida del hombre, aún antes del pecado, estaba sabiamente ordenada por el Creador en ciclos de 24 horas y no había de ser de otra manera para su Hijo (véase Salmo 90:12, 14). Cada mañana recibía sus órdenes porque el hombre verdaderamente sabio es aquel que, recono­ciendo su ignorancia, se dispone a recibir atento de quién puede darle las cosas que necesita saber y que más tarde habrá de transmitir a otros. Hemos de desterrar toda idea de una especie de automatismo en el caso de nuestro Señor Jesucristo, como si no tuviese ninguna necesidad de aprender. Al contrario, Él, más que nadie, estaba completamente abierto al Padre y al Espíritu para recibir todo lo que el trino Dios le quería dar para las exigencias de cada día de su ministerio. Tenía que ejercer fe (por eso se le llama el Autor y Consumador de ella en Hebreos 12:2) continuamente, aceptando la autolimitación que había asumido voluntaria y deliberada­mente en su Encarnación. La segunda Persona de la Trinidad no necesitaba que nadie le enseñase nada, pero al llegar a ser el Verbo encarnado aceptó las limitaciones de su condición humana con todas las consecuen­cias. De otra manera no había podido ser nuestro representante y sumo sacerdote compasivo, apto para com­prender toda nuestra situación. La grandeza del Siervo, pues, no estriba solamente en lo que hace sino en lo que aprendió a hacer bajo la amorosa tutela del Padre.

La entrega absoluta del Siervo a Dios. Vers. 5 y 6a.
Aquí encontramos la verdadera «pobreza de espíritu» que sobre las demás cosas Jesús quiso ver refle­jada en las vidas de los que le seguían (Mateo 5:3). Por medio de la figura del esclavo que «no quiere salir libre» porque ama a su amo y a su familia (véase Éxodo 21:1-6 y Hebreos 10:5-7), el Siervo se consagra sin reservas al servicio de su Dueño celestial; se deja clavar al poste de la casa del Amo («abrir el oído» = hora­dar la oreja), marcado para siempre por el amor. No se rebeló ni volvió atrás; se entregó por completo a su magna tarea a pesar de toda la oposición, la indiferencia y la incomprensión de los que le rodearon.

La mansedumbre del Siervo. Vers. 6.
El ver. 6 ilustra la manera en que el Siervo se porte frente a los hombres al hacer esa entrega absolu­ta: involucró la mansedumbre más pura delante del desprecio y la burla cruel de sus adversarios. Dijeron de Él cosas terribles acusándole de ser «bebedor de vino», «loco», «amigo de publicanos y pecadores», «pecador», «no de Dios», «impostor», «engañador», «revolucionario», «endemoniado», etc., y en las últimas escenas de su vida apareció la crueldad física también. Pero Él no replicó, sino que, en las palabras del apóstol Pedro «en­comendó su causa al que juzga justamente» (1 Pedro 2:24-25).

El tesón del Siervo. Vers. 7.
En Luc. 9:51 y Mat. 10:32 podemos observar estas cualidades. No hubo temor del hombre en Él; todo lo que hacía obedecía a la necesidad de agradar ante todo a su Padre, ocurriese lo que ocurriese. Sabía que podía contar con su gracia para cada circunstancia y que Él no le avergonzaría nunca (vers. 7), y por eso «pu­so su rostro como el pedernal».

La confianza y el denuedo del Siervo. Vers. 7 - 9.
Como la confianza absoluta en el amor y la fidelidad del Señor a sus promesas es uno de los rasgos más característicos del Nuevo Pacto, es comprensible que se viera de forma destacada en Aquel cuya Obra trae ese Pacto: el gran Siervo de Jehová que confía plenamente en su Dios a pesar de toda la oposición levan­tada en su contra (vers. 8 - 9). Sabe que habría siempre «oportuno socorro» (gracia); sabe que cuenta con la presencia del Padre (véase Juan 16.32-339; sabe también que éste le vindicará por la Resurrección (1 Tim. 3:16). Los veredictos humanos habían de ser trastocados por aquel magno acontecimiento y la Ascensión, y anulados en cuanto a sus efectos entre los hombres por el descenso del Espíritu Santo en Pentecostés. Esperan todavía su manifestación pública en la Segunda Venida y el Juicio Final, pero su cumplimiento es seguro. Y todo aquel que se opone al Siervo no podrá tener éxito; su aparente poder desvanecerá, vendrá a nada (vers. 9).

El reto de Dios. Vers. 10 - 11.
Frente a la contemplación de la figura del gran Siervo en estas dos canciones no podemos quedar indi­ferentes porque Dios nos lanza un reto en el vers. 10 a cuantos nos preciamos de ser siervos suyos y seguido­res del Maestro. Ya hemos visto que el Siervo temía a Dios (le reverenciaba, le colocaba en primer lugar para agradarle, ante todo); este temor es el «principio de la sabiduría» verdadera. Como fue en su caso la senda del servicio es a menudo oscura y difícil, requiriendo de cada uno esa misma confianza que Él mostró aún cuando no podamos ver claramente muchas cosas. Dice el salmista que «el Nombre de Jehová es una torre fuerte» en la que hallan refugio los justos porque se apoyan en su carácter fiel y así siguen adelante. Lo opuesto - apoyarse en los recursos humanos- se ve en el vers. 11 llevando al más completo fracaso y a la perdición en aquellos que sólo son siervos de nombre, y a la pérdida de su recompensa en el caso de creyentes inconse­cuentes.

Conclusión.
Podemos terminar con una pregunta: ¿por qué se coloca este reto aquí precisamente y no al final de la última canción? Creemos que la razón de ello estriba en que hay una distinción clara entre la descripción del ministerio del Siervo en las primeras tres canciones, que son ejemplares para todo siervo de Dios, y la Obra maravillosa de expiación y justificación descrita en la cuarta que es vicaria y en la que no podemos tomar parte nadie.
Haremos bien en recordar las líneas maestras del servicio que Dios espera de los suyos. Ha de partir de un llamamiento y una elección divina que da convicción y un sentido de propósito a cuanto hagamos. Ha de haber una sumisión a, y una dependencia total de Dios al pasar por las distintas etapas de su escuela. Asi­mismo, una comunión íntima que permite la revelación constante y creciente de su voluntad, y una confianza total en lo que Él quiere y puede hacer en y por medio nuestro, sea cual sea la oposición o la dificultad que pueda haber. Y si añadimos a todo esto el amor acendrado que ha de caracterizar cuanto hagamos, tanto a Dios como a los hombres, tenemos todos los elementos necesarios para completar el cuadro del siervo que se asemeja a su Señor.

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