“Tuyo es el día, tuya también es la noche...
El verano y el invierno tú los formaste”
(Salmo 74:16-17).
Antiguamente, la mayoría de las
personas eran agricultores y debían saber cuál era el mejor momento para
sembrar y cosechar. Comprendieron que se podían encontrar indicaciones útiles
para esto examinando la posición del sol, de la luna y de las estrellas. Con
el paso del tiempo, las sociedades paganas consideraron que los eventos en la
tierra dependían de estos astros.
Así nació la astrología, se les
atribuyeron personalidades a los cuerpos celestiales y se los adoró como
dioses y diosas. Como lo declara la Escritura, los hombres “se envanecieron en
sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido” (Romanos 1:21). Esos
razonamientos eran tan atractivos que el pueblo de Dios debió ser puesto en
guardia: “Guardad, pues, mucho vuestras almas... No sea que alces tus ojos al
cielo, y viendo el sol y la luna y las estrellas... te inclines a ellos”
(Deuteronomio 4:15, 19). Pero, a pesar de estas advertencias, ese pueblo fue
arrastrado; poco antes de la deportación, se hallaban entre los hijos de Israel
“los que quemaban incienso... al sol y a la luna, y a los signos del zodíaco”
(2 Reyes 23:5).
Israel ignoraba que la rotación de la
tierra determina el día y la noche, y que las diferentes estaciones se deben a
la inclinación de la tierra sobre su eje mientras gira alrededor del sol; pero
sabían que es Dios, el Creador, quien dirige todo: “Dios es... desde tiempo
antiguo” (Salmo 74:12). Aunque hoy tengamos un mayor conocimiento del
movimiento de los astros en el cielo, muchas personas permiten que la
astrología —una pseudociencia— regule sus vidas, y otras llegan a afirmar en su
locura que no hay Dios.
Si bien “no hay lenguaje, ni
palabras”, nosotros, los creyentes, oímos al Creador porque “los cielos cuentan
la gloria de Dios” (Salmo 19:3, 1). La noche sigue al día, el verano es seguido
por el otoño, luego el invierno que deja lugar a la primavera, y de nuevo el
verano, ¡todo es concebido por el Dios creador para funcionar solo! Y sin
embargo, según la conveniencia del objetivo que se propuso, Dios ordenó al sol
detenerse “y el sol se paró... casi un día entero” (Josué 10:13). ¡Jamás nadie
debería permitir que el conocimiento de los movimientos del universo lo enceguezca
a tal punto que le oculte el poder de Dios!
Creced 2014
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