(Números 15:19)
Por G. André.
En el desierto, los israelitas se alimentaban
del maná. Cada mañana tenían que levantarse muy temprano a fin de recoger la
cantidad que necesitaban para el consumo del día. (Se repite seis veces en
Éxodo 16). Era imposible hacer provisiones para más de un día, ya que entonces
el maná criaba gusanos.
En Juan
6, cuando la multitud increpaba a Jesús diciendo: “Nuestros padres comieron el
maná en el desierto”, Él les responde: “Yo soy el pan de vida; el que a mí
viene nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás” (v. 31 y
35). Cada mañana tenemos el gozo de hallar en las Escrituras la figura de un
Cristo descendido a la tierra, Hombre entre los hombres, enviado por el Padre
para darnos vida eterna. No sólo se nos habla de Él en los evangelios, sipo
también en el Antiguo Testamento: “He aquí que la virgen concebirá, y dará a
luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel” (Isaías 7:14); “He aquí mi siervo, yo
le sostendré” (Isaías 42:1); “Y será aquel varón como escondedero contra el
viento” (Isaías 32:2), entre otras citas.
Una vez
que Israel llega a Canaán, la escena cambia: “Comieron del fruto de la tierra,
los panes sin levadura, y en el mismo día espigas nuevas tostadas” (Josué
5:11). El pueblo acababa de atravesar el Jordán, donde doce piedras fueron
levantadas como monumento conmemorativo de aquel hecho memorable, símbolo de
nuestra identificación con Cristo en su muerte. Otras doce piedras sacadas del
fondo del río fueron erigidas en Gil Gal, y son la figura de nuestra unión con
Cristo en su resurrección. Introducidos de esta manera en la tierra prometida,
los israelitas gozan de una nueva relación con Dios; ahora es necesario que
combatan para conquistar lo que Dios les ha dado: “Yo os he entregado, como lo
había dicho a Moisés, todo lugar que pisare la planta de vuestro pie” (Josué
1:3). En la experiencia cristiana esto corresponde a la enseñanza a los
Colosenses y sobre todo a los Efesios: “Si, pues, habéis resucitado con Cristo,
buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios”
(Colosenses 3:1). “Y juntamente con Él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar
en los lugares celestiales con Cristo Jesús” (Efesios 2:6). Se relaciona,
además, con la lucha que debemos sostener según Efesios 6:10-18. A partir de
aquel momento el maná deja de ser el alimento, pues Cristo descendió del cielo
y tenemos “el fruto de la tierra, los panes sin levadura y las espigas tostadas”.
“El fruto
de la tierra” nos habla de Cristo en los consejos de Dios: “Padre... me has
amado desde antes de la fundación del mundo” (Juan 17:24). “He aquí que vengo,
oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hebreos 10:7).
“Los
panes sin levadura y las espigas tostadas” eran el producto de la cosecha “del
país”. El alma se alimenta de Cristo, víctima sin defecto y sin mancha, quien
padeció, murió y resucitó; ya no le puede buscar en la cruz (“¿Por qué buscáis
entre los muertos al que vive?”), sino que le ve en la gloria. Es la gavilla de
las primicias (Levítico 23), la avecilla que vuela hacia el cielo (Levítico 14)
y el pan de la tierra (Números 15). Para nosotros es el Señor, quien en el día
de su resurrección se aparece a los discípulos que están reunidos; Jesús, a
quien ahora vemos coronado de gloria y honor; el Cordero en medio del trono.
La vida
cristiana se desarrolla tanto en “el desierto” como en “la tierra”. Rescatados
por medio de la muerte de Cristo (pascua de Egipto), librados del poder del
enemigo (mar Rojo), atravesamos este mundo semejante a un desierto, pero al
mismo tiempo experimentamos los cuidados del Señor y nuestra alma se renueva
interiormente cada día por medio de la Palabra que leemos y meditamos, en la
cual debemos buscar ante todo la Persona del Señor Jesús (maná). Pero, si bien
por la fe sabemos que hemos muerto y resucitado con Cristo, vivimos también en
“la tierra”, de manera que tenemos que conquistar y apropiarnos personalmente
de todas las bendiciones espirituales que Dios nos da por medio de Cristo, para
lo cual es preciso que cada día nos alimentemos del Señor Jesús resucitado y
glorificado y que busquemos “las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a
la diestra de Dios” (Colosenses 3:1).
La Palabra de Dios
aun va más lejos: “Cuando hayáis entrado en la tierra a la cual yo os llevo,
cuando comencéis a comer del pan de la tierra, ofreceréis ofrenda a Dios... de
las primicias de vuestra masa daréis a Dios ofrenda por vuestras generaciones”
(Números 15:18, 19 y 21). En el desierto se conservaba dentro del tabernáculo
una urna que contenía maná, figura de Cristo en su carácter de pan de vida
descendido del cielo. Sin embargo, en la tierra prometida era necesario
ofrecer al Señor “las primicias de vuestra masa”.
El alma, alimentada
del Cristo resucitado, podrá presentarse delante de Dios y ofrecerle “el fruto
de labios que confiesan su nombre”; los sacrificios de alabanza no sólo expresan
reconocimiento por haber sido salvos, sino que presentan al Padre lo que su
Hijo es para Él (Salmo 50:14 y 23; Hebreos 13:15). Durante la siega, la primera
gavilla era ofrecida a Dios (Levítico 23:10). Una vez terminada la cosecha,
cuando ya había sido batido, molido y preparado el trigo, de nuevo las
primicias eran ofrecidas al Señor.
¡Ojalá pudiéramos
ser alimentados así de Cristo, tanto en su vida como en su muerte, su
resurrección y su ascensión a la gloria, a fin de que nuestros corazones,
llenos de Él, puedan rendir verdaderamente al Padre el culto que Él espera de
sus adoradores!
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