EN EL PASADO, EN EL PRESENTE Y EN EL PORVENIR
Cristo, como hombre en la gloria, coronado de
gloria y honor, cuida de su obra del presente.
Está en la presencia
de Dios como heredero de todas las cosas; esquíen lo mantiene todo, y todas las
cosas consisten en El. Este universo grandioso, con sus innumerables estrellas
y soles, está bajo su dominio: le pertenece. ¡Cómo, después de su caída, puede
el hombre intentar penetrarlos inescrutables misterios del universo! Los
científicos con sus telescopios exploran los cielos en su ansia de recobrar el
conocimiento perdido de la creación, perdido por la caída del hombre, y los
descubrimientos que hacen nos llenan de admiración. ¡Cuán maravillosos son los
cielos! ¡Qué magnífica se demuestra la gloria de Dios y cuán grande su obra
mecánica en el firmamento! También las exploraciones que el hombre caído hace
de las profundidades del universo demuestran asimismo la verdad de Dios
declarada por la revelación de su Verbo. Los astrónomos contestan a las preguntas
respecto a este grandioso universo, diciendo: “No sabemos.” Algún día sabremos
más del universo, en un abrir y cerrar de ojos, que todo lo que el hombre
caído haya podido descubrir en sus rebuscas y exploraciones. El universo
descansa en las manos del Hombre en la gloria, que es el Sol céntrico, al derredor
del cual todo gira. No sabemos si todavía falta algo por hacer en relación con
estos grandes cuerpos que vemos en el espacio que se extiende sobre nosotros,
ni qué mutaciones podrán efectuarse en ellos, mas, sí, sabemos que todo está en
sus manos, todo bajo su dominio absoluto.
Debemos también
pensar en los ángeles que forman los ejércitos celestiales. Después de la
pasión, Cristo quedó más excelente que los ángeles, y, por derecho hereditario,
recibió un título más excelente que el de ellos, He. 1.4. ¡Quién puede decir
lo que pasa en ese gran mundo que está sobre nosotros, el mundo de ios
espíritus invisibles! Y todos los ángeles están bajo sus órdenes; la manera en
que los envía, y qué cometido les asigna en sus negociaciones providenciales
con su pueblo en la tierra; y de qué se vale para detener por medio de estos
agentes invisibles la ira del enemigo y la nefasta obra del diablo, es cosa que
no conocemos del todo. “¿No son todos espíritus administradores, enviados para
servicio a favor de los que serán herederos de salud?” He. 1.14. Esto, y mucho
más de esto, (aunque no ha sido revelado del todo y está oculto a nuestra
vista), pertenece asimismo a su obra del presente. Y si mencionamos estas cosas
es para que tengamos una más alta estima de nuestro Señor y para que comprendamos
una vez más cuán maravilloso y poderoso es ese Dios nuestro.
Pero hay algo de la
obra presente de nuestro Señor en gloria que se revela patente en su Verbo.
En primer lugar, Cristo es el Mediador entre
Dios y los hombres y nuestra doctrina así lo enseña; ejerce sus funciones de
Mediador durante toda la era presente, 1 Ti. 2.5,6. Además de sus oficios de
Mediador desempeña otros que conciernen a aquellos por quienes murió, aquellos
que por la fe personal lo han aceptado por su Salvador.
“Conoce el Señor a los que son suyos” 2 Ti.
2.19. ¡Cuánto consuelo y alegría encierra este pensamiento, que debía
desvanecer para siempre el temor y la duda! El Señor, el que se sienta allá en
el altísimo, nos conoce a todos personalmente. Nos conoce desde mucho antes
que naciéramos; nos conoce desde antes de la creación del mundo; conoce todas
nuestras vilezas y conoce la extensión de nuestra degradación. Nos conocía
desde que vagábamos en nuestros pecados; su mirada amorosa nos siguió; nos
buscó en su amor y nos atrajo a sí; nos dio su vida y vive en nosotros. Todo
pecador creyente, salvado por la gracia, es un espíritu allegado al Señor. “Mis
ovejas, ...yo las conozco” Jn. 10.27. Nos llama a todos por nuestros nombres,
como un pastor a cada una de sus ovejas. Y repitió: “Las conozco”. ¡Qué
inefable consuelo debería ser para nuestros corazones saber que nos conoce y
que sabe nuestros nombres! El conoce nuestras circunstancias, trances y
dificultades, así como también nuestras tentaciones, “El conoció mi camino” Job
23.10.
¡Cuán inefable certidumbre! En el Salmo 32
hallamos las consoladoras» palabras dirigidas a uno que halló el perdón de sus
transgresiones, cuyo pecado se satisfizo. “Sobre ti fijaré mis ojos” (ver.8),
o, como debiera leerse, “Te guiaré con mis ojos sobre ti”. El ojo allá en la
remota altura, el ojo que mide las profundidades del universo, que sigue a los
planetas en su curso, el ojo que no duerme ni dormita, aquel ojo observador,
cuya vista alcanza a todas partes, está atento en cada uno de nosotros. Los
millones de su pueblo que vivieron y han muerto, que pasaron de esta vida y
moran con El en la mansión gloriosa, fueron individualmente objeto de su
atención
y cuidado. Su ojo amoroso está fijo en multitudes de mártires. Conoció y veló
sobre aquel pobre santo torturado que encerraron en un calabozo con los huesos
quebrantados, condenado a morir de inanición. Su poder y su amor estaban con
aquellos que fueron sacrificados en las piras o lanzados a las fieras. Por
todos y por cada uno ofició y laboró. Y lo que hacía antes, ha seguido
haciéndolo después. ¡Oh, el valor
incomparable de estar cada uno de los creyentes bajo la mirada solícita del
Hombre en gloria, y ser el objeto de su amor! Hagamos ahora mención de
algunos pasajes escritúrales que revelan su amor por nosotros.
En Romanos 5.10 leemos: “Porque si siendo
enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más,
estando reconciliados, seremos salvos por su vida.”
¿Por cuál vida se significaba que seríamos
salvos? Algunos lo aplican a la vida de nuestro Señor Jesucristo antes de su
muerte en la cruz, como si aquella vida justa, aquella vida perfecta, hubiese
contenido alguna virtud para salvarnos a nosotros. De ahí nace la doctrina que
nos atribuye la justicia de su vida, lo cual es un error. Porque la vida a que
se refiere el versículo, es la que Él está viviendo ahora en la presencia de
Dios. Cuando éramos enemigos fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su
Hijo; ahora, ya reconciliados, con mucho mejor motivo estamos salvos por su
vida: por su vida allá en el cielo. Por razón de estar allí, es que estamos salvos
y que permanecemos aquí en la tierra.
Otro pasaje en Romanos puede enlazarse con
el anterior.
“¿Quién es el que condenará? Cristo es el
que murió; más aún, el que también resucitó, quien además está a la diestra de
Dios, el que también intercede por nosotros” Ro. 8.34.
Cristo resucitado
está a la diestra de Dios e intercede por nosotros; a pesar de esto, no es en
la epístola a los Romanos donde se revela esta obra presente de Cristo como
Intercesor de su pueblo redimido, sino en la epístola a los Hebreos, y en ella
leemos: “Porque no entró Cristo en el santuario hecho de mano, figura del
verdadero, sino en el mismo cielo para presentarse AHORA POR NOSOTROS EN LA
PRESENCIA DE DIOS” He. 9.24.
Y antes, en el
capítulo 7.24,25 dice: “Mas éste, por cuanto permanece para siempre, tiene un
sacerdocio inmutable: por lo cual puede también salvar eternamente a los que
por él se allegan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos.”
Pero reparemos que todo esto no se refiere a
aquellos que no son salvados, y viven aún en el pecado. Los que no se han
salvado, y no pertenecen aún a Cristo, no participan de nada de esto. El Señor
no es el Intercesor del mundo que no se ha salvado.
El declaró esta verdad antes que nada en su
sacerdotísima oración, cuando dijo: “Yo ruego por ellos: no ruego por el mundo”
Jn. 17.9.
Ya esto también
estaba presagiado en el Antiguo Testamento. El sumo pontífice en sus vestimentas
de beldad y gloria llevaba en sus hombros dos ónices, y en el pecho un peto engastado
con doce piedras preciosas. Cada uno de los ónices y cada una de las piedras
preciosas del peto estaba grabada con inscripciones onomásticas, no nombres
egipcios, jebuseos, amorreos, o heteos, sino de las doce tribus de Israel.
Nuestro Sumo Pontífice en el cielo altísimo lleva en sus hombros a los suyos,
simbolizando su potestad, y los lleva en el pecho, simbolizando su amor.
Nosotros somos el objeto de la virtud y del amor de nuestro Intercesor con
Dios. Él que los nombres de las piedras preciosas estuvieran grabados en vez
de escritos, es significativo, porque de no haberlo estado, la acción del
tiempo los hubiera borrado; mas no podían borrarse, estaban grabados; circunstancia
que pregona la bendita verdad de nuestra salvación.
En los Hebreos
hallamos dos pasajes más que revelan algunos de los detalles de la bendita obra
sacerdotal presente que nuestro Señor está ejecutando por nosotros. ‘‘Por lo
cual, debía ser en todo semejante a los hermanos, para venir a ser misericordioso
y fiel Pontífice en lo que es para con Dios, para expiar los pecados del
pueblo. Porque en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer
a los que son tentados” He.2.17,18. ‘‘Teniendo un gran Pontífice, que penetró
los cielos, Jesús el Hijo de Dios, retengamos nuestra profesión. Porque no
tenemos un Pontífice que no se pueda compadecer de nuestras flaquezas; más
tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado. Lleguémonos pues
confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia, y hallan
gracia para el oportuno socorro” He. 4.14-16.
El primero de estos
pasajes nos dice de la propiciación de Cristo por los pecadores. Jesús sufrió
la tentación, y ese sufrimiento es la base de su ministerio intercesor. El
pasaje del capítulo cuatro nos dice la experiencia que adquirió en la tierra
para esta gran obra sacerdotal. Durante su permanencia terrenal sufrió cuantas
tentaciones acosan al hombre, todas, excepto la del pecado, que no podía sufrirla
por ser El en sí ajeno al pecado. Experimentó cuantas aflicciones, calamidades
y sufrimiento» aquejan en este mundo a los que dependen de Dios; por todo pasó,
menos por el pecado. Durante su estancia en la tierra adquirió el conocimiento
de todas las calamidades posibles, lo que lo habilita para funcionar como el
Sumo Sacerdote de misericordia y fe, y participar de nuestras tristezas y
desgracias. Él se conduele de nuestros conflictos y aflicciones en la tierra,
mas no intercede por la carne. No tiene condolencia para el pecado. Por su
generosa y asidua intercesión en el santuario nos lleva a cada uno de la mano
por la senda del bien y nos da su fortaleza para que podamos resistir las
tentaciones del mal, y si no fuera por su intercesión todos caeríamos en el
camino. ¡Cuán a menudo el pueblo de Dios siente el temor de los conflictos, las
desgracias, las pérdidas y aflicciones que pudieran acaecerle! Si perdiera a
este hijo que amo tanto ¿cómo podría yo soportar tal desgracia? ¿Qué sería de
mí si perdiera a mi buena esposa? ¿Qué sería de mí si perdiera la salud? Tal
vez pierda mis negocios y mi hacienda… ¿Qué me haría yo entonces? Los temores
suelen realizarse: el ser querido desaparece en la tumba: la salud decae; la
hacienda se pierde y la miseria reemplaza a la opulencia. Pero simultáneamente
con la aflicción o con la ruina recibimos la fortaleza para sobrellevar
nuestras desgracias, y en ella percibimos el goce y enviamos cánticos de
alabanza. Es que el Sumo Sacerdote vive e intercede por nosotros. Él tiene conocimiento
de todo y con afectuoso amor y poderosa fuerza nos toma en sus brazos amorosos
para fortalecernos en nuestros conflictos y vicisitudes. Él es en todo tiempo
y bajo todas circunstancias nuestro representante ante Dios, y está atento a
nuestras necesidades.
Y lo mismo pasa con
nuestras tentaciones y nuestras contiendas con los espíritus rebeldes. El
enemigo que tenemos que combatir es poderosísimo e inteligente: sabe dónde
tirar la red; su astucia es muy sutil. Satanás, si pudiera, derrotaría y aniquilaría
del todo al pueblo de Dios en la tierra, y si ese pueblo no dependiera sino de
sus propias fuerzas, pronto capitularía. Mas Cristo lo sabe y observa al
enemigo tanto como el enemigo a nosotros. El caso de Pedro nos presenta un
ejemplo gráfico. Cristo vio que la serpiente se acercaba a Pedro, y ya El
conocía el plan astuto que Satanás había concebido para atrapar a Pedro.
Satanás había antes seducido a Judas y lo había sometido a su dominio, del que
jamás pudo Judas librarse. El plan de Satanás era derrotar completamente a
Pedro y hacerle perder la esperanza en Dios; pero Satanás no había contado con
el Señor de Pedro, y antes que Satanás hubiera tenido tiempo de realizar su
plan, el Señor había orado por Pedro para que no le abandonara la fe. Y aunque
Pedro negó al Señor y cayó, la intercesión benévola del Señor mantuvo la
esperanza en El. Y lo mismo que veló sobre Pedro, vela sobre nosotros; ora por
nosotros antes que el enemigo llegue a tocarnos, y de ese modo podemos salir
victoriosos en el conflicto; y si, como sucede a menudo, tropezamos y caemos,
ahí está El, el gran Pastor ‘‘que restaura nuestras almas.” El entendimiento
humano no puede comprender cuánto debemos a esta bendita y preciosa obra de
nuestro Señor. ¡Qué sublime revelación cuando sepamos como éramos conocidos;
cuando comprendamos, al echar una mirada retrospectiva sobre nuestra vida, lo
que la intercesión del Señor ha hecho por nosotros y por todos los santos de
Dios! Tenemos un Sumo Sacerdote supremo que ha penetrado los cielos, JESUS, EL
HIJO DE DIOS.
Otra fase de su presente obra sacerdotal se
halla en Hebreos 13.15. ‘‘Así que, ofrezcamos por medio de él a Dios siempre
sacrificio de alabanza, es a saber, fruto de labios que confiesan a su nombre.”
Cristo es quien le presenta a Dios nuestros sacrificios. Todo nuestro culto es
imperfecto y asimismo todas las alabanzas y oraciones que le dirigimos a Dios,
al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo; pero como es El quien se las presenta
a Dios, son recibidas por Dios con regocijo y alegría.
Su Abogacía
Pero la obra que Jesús realiza en la gloria,
intercediendo con Dios por su pueblo, presenta un segundo aspecto. Él es
nuestro Abogado ante el Padre. Algunos cristianos imaginan que el sacerdocio de
Jesús y su abogacía no son sino una sola cosa sin distinta significación, lo cual
no es exacto. Su abogacía es la restitución. En la primera epístola de San
Juan encontramos esta frase respecto a su obra presente: “Hijitos míos, estas
cosas os escribo, para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado
tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo” 1 Jn. 2.1.
En el capítulo precedente se ve el
maravilloso privilegio de que gozamos como hijos de Dios. Hemos de estar en
comunión con el Padre y con su Hijo Jesús. ¿Qué quiere decir esto? Estamos en comunión
con el Padre cuando nos deleitamos en la contemplación de su Hijo bendito, que
es el deleite del Padre; cuando participamos de los pensamientos del Padre
respecto a su santísimo Hijo. El Hijo conoce al Padre y ha hecho su revelación
y nos ha puesto en comunicación con El. La condición impuesta para gozar de
este privilegio, de la comunión con el Padre y con el Hijo, es que vivamos en
la luz, así como Él está e la luz. Estas benditas cosas fueron escritas a fin
de que no pecásemos. El pecado no puede privarnos de nuestra salvación, pero
daña el goce de nuestra comunión. El propósito es que no pequemos, y si vivimos
en perpetuo goce de esa bendita comunión, en cuya gracia hemos entrado, nos
alejaremos del pecado. Pero ¡cuán a menudo pasa lo contrario! Caemos en el
pecado. He aquí la bendita revelación: y si alguno hubiere pecado, abogado
tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo.” ¡Cuánto debemos alegrarnos
de que no diga: ‘‘Si alguno se arrepiente”’! La intercesión de nuestro Señor
como abogado es independiente de nuestro arrepentimiento o de nuestras
súplicas a ese objeto. Es el ejercicio de su gracia en la ternura de su alma
hacia nosotros para restituir las nuestras, para restablecernos en el_ puesto
desde donde podamos gozar de su comunión. En el mismo momento que el creyente
peca tierra, El funciona como abogado en el cielo. El Espíritu Santo obra,
asimismo, en cuanto que aplica el Verbo para la convicción y purificación del
pecado. La purificación es por el agua, el Verbo, mas ya no por la sangre.
Después sigue nuestra confesión y con eso queda efectuada la restitución. Reparemos
también que no dice: ‘‘Tenemos un abogado con Dios,” sino ‘‘con el Padre.” Se
trata de un asunto de familia, y el Padre es un Padre que no puede sino amar a
los que ha traído a sí por medio del Hijo. La concepción de que el Padre está
enojado con el hijo pecador en la tierra, y que el Hijo de Dios con sus
súplicas inclina el corazón de Dios a la merced, no se ajusta a los principios
bíblicos. Satanás, el acusador de los hermanos, es otra de las causas que le
impelen a funcionar como abogado. Satanás todavía tiene acceso a la presencia
de Dios; pero ya llegará el día en que se le arroje de los cielos, aunque tal
día no vendrá hasta que la Iglesia haya logrado encontrarse con Dios en los
aires.
‘‘Y fue lanzado fuera aquel gran dragón, la
serpiente antigua, que se llama Diablo y Satanás, el cual engaña a todo el
mundo; fue arrojado en tierra, y sus ángeles fueron arrojados con él. Y oí una
grande voz en el cielo que decía: Ahora ha venido la salvación, y la virtud, y
el reino de nuestro Dios, y el poder de su Cristo; porque el acusador de nuestros
hermanos ha sido arrojado, el cual los acusaba delante de nuestro Dios día y
noche” Ap. 12.9.10.
El Abogado está allí para refutar a Satanás,
porque Satanás acusa al pueblo de Dios día y noche. Todas las acusaciones que
se le hagan a los hijos de Dios en pecado, las impugna El, argumentando que El
hizo la proposición, y que El murió por el pecado.
Y esta obra de Cristo como Sacerdote
nuestro, como el Sumo Pontífice de misericordia y fe, y como Abogado nuestro,
continúa allá en las alturas sin interrupción. En Isaías se hace referencia a
Él. ‘‘Siempre te ayudaré, siempre te sustentaré’Ts.11.10, ‘‘Note desampararé,
ni te dejaré” He. 13.5. Bien puede esto aplicarse a la obra presente de Cristo
como Abogado de los suyos. Como Sacerdote jamás los abandonará, nunca dejará de
estar cerca de los suyos, de guardarlos, sostenerlos, y de enviarles el
necesario auxilio desde el santuario. Las mismas inveteradas faltas en
nuestras vidas nos humillan y nos abaten; empero El continúa sirviendo a su
pobre pueblo pecador. Algunos cristianos no creen en la doctrina fundamental
del evangelio, es decir que el hijo de Dios que esté en posesión de la vida
eterna no podrá jamás perderse. Creen que la salvación depende de su vocación
y culto. Si uno de los del pueblo de Cristo pudiera jamás perderse, si
siquiera el más abyecto, el más imperfecto de ellos pudiera arrebatársele de
las manos a Cristo, su obra presente sería un fracaso y también lo sería su
obra consumada en la cruz. Leed la gran oración sacerdotal que nos dejó en Juan
17, En ella ora al Padre, que siempre le escucha, para que guarde a los suyos.
Su Obra por la
Iglesia
Otro aspecto de la obra presente de Cristo
es lo que hace por su Iglesia. Indicaremos a grandes rasgos lo que esto
significa.
Jesús en la gloria es la cabeza de la
Iglesia, y la Iglesia es su cuerpo, la plenitud de Cristo que lo llena todo en
todas partes.
Todo pecador
creyente es miembro de ese cuerpo, al que el Señor agrega nuevos miembros,
dándole los atributos que le plazca y los guía y los dirige, y a este cuerpo le
hace la merced de sus dádivas.
‘‘Y él mismo dio
unos, ciertamente apóstoles; y otros, profetas; y otros, evangelistas; y otros,
pastores y doctores; para perfección de los santos, para la obra del
ministerio, para edificación del cuerpo de Cristo; hasta que todos lleguemos a
la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a
la medida de la edad de la plenitud de Cristo” Ef. 4.11-13.
De esta
suerte edifica Jesús la gloria de su propio cuerpo. Algún día ese cuerpo estará
completo y entonces todos llegaremos a la medida de la estatura de la plenitud
de Cristo. Entonces será cuando veamos a Cristo tal cual es. Entonces su obra
presente en favor de los suyos, sus adeptos, estará terminada. Y traídos de
las selvas a la casa paterna, hogar exento de todo peligro, no necesitaremos ya
que su amor y su poder nos guarde; ya no derramarán más lágrimas ni habrá
heridas dolorosas que curar, ni tristezas que consolar; ya no será necesario el
auxilio para la desgracia, todo será cosa del pasado. Ni tampoco' tendrá
Cristo que abogar por nosotros, puesto que estaremos libres del pecado y
santificados en cuerpo, alma y espíritu. El pecar será entonces cosa imposible.
¡Oh, qué día tan feliz va a ser ese!