domingo, 21 de marzo de 2021

ESCENAS DEL ANTIGUO TESTAMENTO (54)

 El cautiverio babilónico

La apostasía de los israelitas, del Dios vivo y verdadero a las imágenes e ídolos de los paganos, iba en aumento de día en día hasta no poderse tolerar más. La condición espiritual del pueblo parecía mejorarse algo durante el reinado del piadoso Josías, para luego decaer a ser peor que antes. Deseoso de salvar su pueblo del castigo que aquella apostasía merecía, Dios les había mandado profeta tras profeta para amonestarles, pero sin resultado. El corazón de ellos era dispuesto a seguir los dioses de los paganos.

            Al fin Dios dejó de defenderlos de sus enemigos. De un lado los egipcios vinieron a robar y destruir, y del otro lado los caldeos de Babilonia llegaron para despojar el país, matando a quienes quisieren y llevándose las riquezas a su propia tierra. Tres veces saquearon el templo de Jerusalén, hasta haberse llevado todos los muebles y vasos del santuario, pequeños y grandes.

            Los israelitas debían aprender por amarga experiencia cuán serio es dejar al         Dios omnisciente y omnipotente para adorar imágenes de yeso y metal. Una vez colocados ellos en medio de una nación dada a la idolatría, ellos han debido darse cuenta del error que habían cometido. A todo lado veían la corrupción moral y espiritual, política y religiosa, que siempre acompaña una religión falsa. La embriaguez, inmoralidad, engaño, robo y homicidio se encontraban dondequiera. Faltaban por completo la honradez, pureza y temor de Dios.

            La experiencia sí fue provechosa para algunos, haciéndoles abandonar por completo el culto de los ídolos. Hasta el siglo presente el remanente de los judíos (las dos tribus conocidas en el mundo moderno), a pesar de toda su incredulidad hacia el Mesías, no se ha atrevido a volver a permitir el uso de imágenes en sus cultos y hogares.

            La historia se repite. En los primeros días del cristianismo los creyentes se reunían en un sencillo aposento a leer las Sagradas Escrituras y adorar en espíritu al Dios invisible. Andando el tiempo, iban dejando esa primitiva sencillez. El orgullo y la vanidad les estimulaban a introducir algo de la pompa del pueblo en derredor. Eligieron para sí caudillos mundanos cuyo propósito era de prostituir un culto tan espiritual en una atracción a los sentidos.

            Se instituyó un clero. Poco a poco venían poniéndose la vestimenta de los sacerdotes paganos. Los días festivos, celebrados por los paganos en honor de sus ídolos, con abominables inmoralidades, fueron hechos días de fiesta para los cristianos, cambiándose el nombre del dios en cuyo honor se hacía antes, en el nombre de algunos que de entre los cristianos habían llegado a tener renombre, llamándose la fecha el Día de Santo Tomás, de San Juan, etc. En algunos casos hacían uso de la misma imagen pagana para representar su santo. Esos días de fiesta se dedicaban al culto de las imágenes, y así se dio principio a la idolatría católico romana. El pan que el Señor dio en representación de su cuerpo dado en el Calvario en expiación de nuestros pecados, ya se hizo una hostia y la gente se postraba en adoración ante una galleta de harina.

            Regresando ahora a los israelitas, vemos que fueron llamados a volver a su país amado.  Dios no se había olvidado de ellos; un nuevo rey, movido por la mano divina, les dio la oportunidad de regresar a la tierra de Palestina. Una reducida minoría lo hizo, pero muchos ya estaban entregados de la idolatría. Los consecuentes entre los judíos volvieron a Jerusalén (aunque ya eran en su gran mayoría una generación nueva), con la Palabra de Dios en la mano y sus corazones dispuestos a servirle.

            Asimismo, después de los siglos de terrible oscuridad, en que un clero tirano reinaba en la así llamada iglesia cristiana, llegaron unos y otros a despertarse. Vieron la crasa ignorancia de casi todos en cuanto a lo que enseñaba la Santa Biblia, y se pusieron a la tarea de traducirla a las lenguas vulgares del día.

            La furia con que el clero romano persiguió a estos valientes hombres es prueba que temían la luz que de esta manera alcanzaría al pueblo común. Los que trabajaron con tanto valor para lograr este fin fueron encarcelados, o tuvieron que huir a esconderse. Las biblias, si es que llegaron a ser impresas, circulaban sólo como contrabando.   Sin embargo, la luz prevaleció. La Biblia circulaba, a pesar de toda suerte de amenazas, y las gentes se imponían de su contenido. Las cadenas del romanismo se iban cayendo y los hombres y mujeres, convertidos a Dios de corazón, se dedicaban a servirle con la misma sencillez y pureza del principio. “¡Nueva religión!” gritaba el clero. No, no era una religión nueva. Sólo habían regresado al camino dejado siglos atrás por haberse perdido el mapa, la Santa Biblia. Por cierto, el clero tenía la Biblia durante ese tiempo, pero no permitía que fuese traducida a las leguas vulgares. Preferían enseñar las supersticiones acerca de un purgatorio inexistente, y a desarrollar un gran poder para maldecir a todos cuantos no les eran sujetos.

            Hasta el presente persiste la religión apóstata. El puro evangelio de salvación por gracia mediante la obra redentora de Cristo, la justificación del pecador por fe, la adoración de Dios en espíritu, sin altares de lujo y sin intermediario aparte de Cristo mismo: todo esto es tema de burla para aquellos que optan por seguir en la confusión babilónica de la Iglesia Romana. Pero hay quienes —y usted puede ser uno de ellos— se han convertido de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo, al cual resucitó de los muertos, a Jesús, quien libra de la ira venidera; véase este lenguaje en 1 Tesalonicenses 1.9,10. 

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