III — El nacimiento virginal de Cristo
La
distintiva del cristianismo es su doctrina de la encarnación de Dios con miras
a la redención. Es un concepto asombroso que escapa de un todo el poder de
descubrimiento del hombre, y mucho menos puede él encontrarlo por coincidencia.
De que el Creador eterno entre al
mundo de su propia hechura, en forma y naturaleza de su criatura, el hombre,
todo con el fin de redimir a éste, es divinamente maravilloso, aun si uno lo
considera sólo como un planteamiento. De que en el hombre Cristo Jesús la
naturaleza divina fuera encarnada, es un elemento esencial y fundamental de la
fe cristiana. Así afirma la gran frase del apóstol Juan, “Aquel Verbo fue hecho
carne”.
Si se lograra excluir este hecho
vital del esquema cristiano, quedaría poco que amerite ser retenido. William
Ramsay dijo acertadamente: “El resultado demuestra claramente que en los muchos
intentos que se han hecho de suprimir lo suprahumano y divino de la vida de
Jesucristo como está expuesta en los Evangelios, en la medida en que uno piensa
hacerlo, en esta misma medida la sustancia desaparece”.
La venida a nuestro mundo de una
persona divina en humanidad exige que su entrada esté acorde con semejante
maravilla sobrenatural, y cumple con esta demanda la historia en el Nuevo
Testamento del nacimiento singular de Jesús de una dama virgen. La venida de
Cristo es dominante en la historia bíblica. Juan el Bautista, el último de los
profetas de la Ley, sintetizó el mensaje del Antiguo Testamento cuando exclamó
al lado del Jordán: “Viene uno”.
El linaje
Las genealogías del
Antiguo Testamento señalan de manera significativa el advenimiento de éste que
había de venir. Al abrir el Nuevo Testamento nos encontramos leyendo una
genealogía no muy diferente a las del Antiguo, salvo que sigue hasta su meta y
termina en Jesucristo. Él es el cumplimiento de las esperanzas despertadas por
las promesas proféticas. Le tenían a él en vista todas las generaciones que se
extienden desde Abraham a través de David y hasta la apertura de nuestra era.
Cristo es la meta de la historia.
Otra genealogía nos espera en las
primeras páginas del Evangelio según Lucas (3.23 al 38). Es única entre las
genealogías bíblicas por las características de no moverse con la corriente del
tiempo, sino proceder hacia atrás, pasando por David y Abraham, llegando hasta
Adán y a Dios, con la finalidad de demostrar que aun en la creación los
propósitos de Dios miraban hacia Jesucristo.
La genealogía dada por Mateo precede
la historia del nacimiento, conforme al propósito del escritor de manifestar
que Jesús es el cumplimiento de la promesa profética. La genealogía dada por
Lucas, en cambio, sigue la historia del nacimiento, conforme con el pensamiento
que Jesús es la clave a los propósitos de Dios en la creación del hombre.
Los relatos
Estos dos evangelistas,
Mateo y Lucas, son los testigos principales de la verdad del nacimiento
virgíneo. Por cierto, no se cita a otro, de manera que es sólo por su
testimonio que tenemos información sobre cómo Jesús entró al mundo. La ley
bíblica sobre la suficiencia de un testimonio es que el de dos hombres es
verdadero (Juan 8.17). Para el que objeta, preguntando por qué sólo dos
testimonios sobre la entrada de Jesús en el mundo, la respuesta es: ¿Y cuántas
veces hay que decir algo para que llegue a ser cierto? Dos testigos ampliamente
confiables ofrecen relatos que concuerdan en todo detalle esencial. “En boca de
dos o tres testigos conste toda palabra”. (Mateo 18.16)
El lector de los dos relatos (Mateo
1.18 al 25 y Lucas 1.26 al 35) notará de una vez que son independientes,
corroborantes y complementarios. Difieren de tantas maneras que es obvio que
son obra de testigos diferentes. Conforme han fracasado todos los esfuerzos
para compilar una armonía completamente satisfactoria entre el texto de los
cuatro Evangelios, aquí también con estas dos historias hay características
divergentes que indican fuentes independientes y ponen de manifiesto que cada
evangelista contaba con su propio punto de vista. Pero, aun así, es verdad que
los dos relatos coinciden en todo detalle de una importancia relativa.
El uno, dijimos, corrobora al otro.
Tanto Mateo 1 como Lucas 1 y 2 testifican que el nacimiento se produjo en los
postreros días de Herodes el Grande, que la concepción fue obra del Espíritu
Santo, que la madre era virgen, que José su comprometido era de la línea de
David, que fue avisado de Dios que las circunstancias relacionadas con la
condición de María eran únicas, y que por consiguiente asumió custodia del
niño. Ambos dicen que éste fue nombrado Jesús y declarado ser Salvador, que el
alumbramiento fue acompañado de revelaciones y visiones, que sucedió en Belén,
y que posteriormente José y María moraron en Nazaret.
Además, los dos relatos complementan
el uno al otro. Mateo narra la historia desde el punto de vista de José. Él
cuenta del susto que experimentó éste al tener conocimiento de la condición en
que estaba María, de la acción que resolvió tomar, la revelación que Dios le
dio por sueños de la maravillosa causa del evento que estaba por consumarse,
que él tomó a María como esposa y luego asumió su deber de protector del niño.
María no tiene lugar en la historia excepto en su relación con José y como
madre del niño que estaba bajo la custodia de este. En Mateo los mensajes
angelicales están dirigidos a José y él asume el papel predominante en la huida
a Egipto y el regreso a Nazaret.
Con igual claridad Lucas cuenta la
historia desde el punto de vista de María. José entra en la narración sólo como
la persona con quien ella tenía compromiso de casarse. La narración gira en
torno de ella. La historia de Zacarías y Elizabet introduce la Anunciación, que
resulta ser dirigida a María. Se registra la respuesta inspirada que dio, el
Magníficat. De las circunstancias del nacimiento y la visita de los pastores se
dice que ella las “guardaba, meditándolas en su corazón”. Él anciano Simeón le
dirige a ella sus palabras. Es la historia como María la podía contar.
Sólo
José y María conocían los detalles íntimos. Si las historias evangélicas fueron
escritas con base en información recogida (y los primeros versículos del libro
de Lucas dan a entender que así fue) uno de estos dos ha tenido que
suministrarla. Este hecho explica el enfoque circunstancial y la casta
delicadeza con que se expone la historia.
Silencios
y alusiones
¿Por qué guardan
silencio sobre el nacimiento virginal los demás escritores del Nuevo
Testamento? Aun cuando el testimonio de los dos evangelistas satisfizo el
requerimiento en cuanto a testigos, es digno de consideración el hecho de que
los demás evangelistas hayan guardado silencio sobre una cuestión de tanta
importancia.
¿Por qué no dice nada Marcos? Porque
le ocupan sólo aquellos hechos que caen dentro del testimonio apostólico. Su
tarea es la de presentar a Jesús como el perfecto Siervo de Jehová. ¿Qué siervo
se destaca por su genealogía? ¿Quién se interesa por las circunstancias del
nacimiento de un sirviente? La pregunta que viene al caso de un siervo es que,
si es capaz de trabajar, y por esto Marcos se dirige de una vez a la historia
de Jesús en su bautismo por Juan, el comienzo de servicio público.
En todo su Evangelio Marcos está
mostrando al Señor como el trabajador incansable, y su última palabra es que
aún ahora Él está a la derecha de Dios obrando por intermedio de sus siervos
mientras ellos predican aquí, y confirmando esto con señales, Marcos 16.20.
Nada dice Marcos acerca del nacimiento virgíneo porque ese testimonio está
fuera del propósito suyo al escribir.
¿Y qué del otro evangelista, Juan?
Es la divinidad del Señor, que le interesa a Juan, quien declara en el 20.31
que su propósito es presentar a Jesús como el Hijo y el Mesías. Al escribir de
la Encarnación, dice, “y aquel Verbo fue hecho carne”, sin explicar cómo.
Hay acuerdo general en que él
escribió unos cuantos años después que sus tres colegas y que evitó en lo
posible repetir lo que ellos habían registrado. Es muy probable que haya
conocido bien el contenido de los Evangelios de Mateo y Lucas. ¿Y contradice sus
testimonios sobre el nacimiento de Jesús? María había sido puesta bajo la
custodia de Juan por nuestro Señor cuando le habló desde el árbol de la cruz.
¿Ella ha podido guardar silencio si había algo que negar en lo que Mateo y
Lucas habían escrito?
¿Y
Pablo? Él confía en la muerte y resurrección del Señor, ya no en su nacimiento
y vida, como pruebas de que Cristo era Dios y el Mesías. Pero aun así se nota
un cuidado deliberado y una elección cuidadosa de las palabras que emplea en
sus epístolas al hacer referencia al nacimiento de Jesús. Por ejemplo, en
Gálatas 4.4 al decir, “nacido de mujer”, el apóstol no emplea la palabra común,
gennao, para “nacer”, como se ha
podido esperar. No; él emplea ginomai -
“semejante a los hombres”.
Aseguradamente
hay un eco de Lucas 1.35 (“El Espíritu Santo vendrá sobre ti”) en Romanos 1.4,
donde Pablo habla de la ausencia del pecado en Jesús: “... declarado Hijo de
Dios ... según el Espíritu de santidad”, como también por su resurrección. Y
cuando Romanos 5 pone en contraste a Adán y Cristo, reinando la muerte por el
uno y la vida por el otro, ¿no se nos dice algo de un nacimiento distinto a
aquel de la prole de Adán?
Se puede afirmar confiadamente que
el nacimiento virgíneo de nuestro Señor no es cuestionado por ningún escritor
del Nuevo Testamento, y que, al contrario, hay diversas evidencias de que estos
autores tenían conocimiento de los hechos atestiguados y los aceptaban.
Profecías
Por cuanto Cristo es el centro de la
historia bíblica, es razonable buscar confiada-mente en las escrituras
proféticas algún indicio de la manera en que Él nacería.
Mateo encuentra una referencia en
Isaías 7.14 y la cita en su relato del naci-miento, 1.23: “Una virgen concebirá
y dará a luz un hijo” ... Él retrocede en el tiempo y con su tea de
conocimiento de Cristo emplea el Antiguo Testamento para leer el intento del
Espíritu inspirador de mostrar la perpetuidad de la línea de David asegurada a
través de la virgen. Se ha protestado que el vocablo almah no encierra plenamente el sentido de nuestra palabra “virgen”
sino que significa una persona joven de una edad de casamiento. Es verdad.
Es igualmente cierto, sin embargo, que,
en la Versión de los Setenta, una traducción de las escrituras hebraicas de la
cual nuestro Señor citaba a menudo y que el Nuevo Testamento emplea con
frecuencia, la palabra es traducida “virgen”. Martín Lutero retó a judío y a
cristiano probar que en cualquier pasaje de la Biblia almah quería decir una mujer casada, prometiendo al descubridor un
premio de cien florines, y añadiendo en su manera tosca de hablar: “Sólo Dios
sabe dónde voy a encontrar el dinero”.
Lo esencial no es qué quería decir
Isaías cuando escribió sino qué señalaba el Espíritu de Cristo que estaba en él
al dirigirle a decir: “He aquí, que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo,
y llamará su nombre Emanuel”. Cualquiera que haya sido el cumplimiento parcial
y contemporáneo de las palabras, su sentido y cumplimiento a la postre se
vieron en Belén.
También es escogido cuidadosamente
el lenguaje de otros escritores proféticos en vista del nacimiento singular del
Salvador. No es por nada que la palabra que está puesta a la cabeza de la
profecía hablará de “la simiente de la mujer”, Génesis 3.15; que Isaías haya
predicho un niño nacido además de un hijo dado, 9.6; y, que Miqueas, al
especificar a Belén como el lugar designado para la Natividad, se expresará de
esta manera: “De ti me saldrá el que será Señor en Israel, y sus salidas son
desde el principio, desde los días de la eternidad”, 5.2. Estas últimas
palabras muestran que al estar involucrado una cosa tan estupenda como “Dios
manifestado en carne”, era de esperarse un procedimiento singular para llevarlo
a cabo.
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