John Flavel,
uno de los grandes escritores puritanos, dijo acertadamente: “Los que conocen a
Dios serán humildes; los que se conocen a sí mismos no pueden ser orgullosos”.
Añadimos nuestro “Amén”, pero estamos de acuerdo a pesar de nuestra
experiencia. Aunque anhelamos ser más como nuestro Señor, la verdadera humildad
frecuentemente se nos escapa, y el orgullo sobrevive cómodamente
en medio de nuestra vida cotidiana.
En las Escrituras hay pocos pecados
personales que son tan universales como el orgullo. El reloj del tiempo apenas
había iniciado cuando el orgullo levantó su cabeza tan fea, y desde su
inauguración no ha habido un momento cuando no haya estado en boga. Aunque se
puede identificar fácilmente en otros, siempre ha sido un desafío y algo
engañoso verlo en uno mismo. Bien arraigado, oscuro y siniestro, hace su obra
cruel, desencadenando una ola de congoja que ocasiona un daño incalculable en
el que lo alberga y en otros también.
Lo que en español conocemos como
orgullo se deriva de diez palabras hebreas y dos griegas, y usualmente se
refiere al hecho de que uno tiene una actitud u opinión elevada de uno mismo.
El sustantivo hebreo frecuentemente visto como orgullo también se traduce como
soberbia, arrogancia o presunción. Un estudio de la palabra en sí nos ayuda,
porque en su forma verbal significa “hervir”. Eso lleva la idea de ser
“engreído”, que concuerda con el significado de una palabra griega que sugiere
la idea de “estar inflado”, dando la impresión de sustancia, cuando la realidad
es que uno está lleno de puro aire (1 Co 5.2, 8.1, 13.4; Col 2.18).
En esencia, el orgullo es un pecado
de actitud, un pecado del corazón y del espíritu. El daño verdadero, sin
embargo, se exterioriza fácilmente, porque lo que está en mi corazón a la final
afecta mis actitudes y acciones, causándole daño a mis relaciones con otros. La
sabiduría de los Proverbios advierte repetidas veces contra el vicio del
orgullo. Pablo lo incluye en las dos listas que caracterizan a los que Dios
juzgará, y las condiciones prevalentes en los últimos días (Ro 1:30; 2 Ti
3:2-4).
Cuando
hablamos del orgullo, seguramente viene a la mente Satanás, por haber dado a
luz al orgullo en su corazón, queriendo ser como el Altísimo. Amán y varios
reyes como Uzías, Ezequías, Nabucodonosor (Dn 4.30) y Herodes (Hch 12.23) nos
dan lecciones que no se olvidan pronto. El telón del Nuevo Testamento sube y
los fariseos rápidamente toman su lugar en el centro del escenario como la
personificación del orgullo. Eran hipócritas —egoístas y orgullosos. Y aunque
no queremos ser ni hipócritas ni orgullosos, todos tenemos que confesar nuestra
debilidad. Deseamos ser imitadores de lo que es bueno, pero se interpone nuestro
orgullo. Quizás a veces llegamos a ser como los fariseos, aun sin querer.
Aunque
la Biblia deja en claro la verdad de que el orgullo es un pecado y que Dios
aborrece el pecado (Pr 8.13), el Señor Jesús claramente identifica el origen de
nuestro orgullo: nuestros corazones (Mr 7.21- 23). Profundamente enclavada en
nuestra naturaleza está la fea tendencia hacia el pecado del orgullo. El ego
ama el ego. Con el nuevo nacimiento, sin embargo, Dios nos da un nuevo corazón
y la correspondiente responsab-ilidad de mortificar la carne malvada y su
orgullo, y de controlarse a uno mismo, y amar a otros. Colosenses 3 no menciona
específicamente el orgullo en su lista de pecados, no obstante, lo vemos como
la raíz de casi todo pecado.
Su obsesión y operación
El
orgullo está obsesionado con uno mismo, haciéndolo un ídolo. Al quitar a Dios
de su trono legítimo, el ego se sienta en el centro de atención, elogiado por
la admiración propia. Por repugnante que suene, es cada vez más predominante en
nuestra sociedad del “yo”, aunque tal vez no sea identificado por su nombre tan
abiertamente. La psicología moderna le presta poca atención, pues está más
preocupada por la baja autoestima que por el elogio dirigido a uno mismo. Las
redes sociales han provisto una plataforma para una expresión del orgullo jamás
conocida por ninguna generación anterior —el tristemente célebre selfie. El
compartir sincero de momentos especiales pueden proyectar una imagen que no
tiene nada que ver con la realidad, tal vez no lo etiquetamos como orgullo,
pero una evaluación honesta nos haría admitir que el orgullo está detrás de
todo aquello.
Aunque podemos
reconocer el orgullo en otros, muchas veces luchamos para verlo en nuestras
propias vidas. Lo que ese orgullo produce, sin embargo, no se puede esconder.
El orgullo es un pecado que facilita otros pecados, y así produce envidia,
contienda, argumentos, odio, peleas, disputas, jactancia, difamación, enojo,
descrédito injusto, calumnia, y un trato despreciable de otros. Las personas
orgullosas casi nunca piden perdón porque no admiten su condición pecaminosa.
Las personas orgullosas no pueden demostrar verdadera humildad y mansedumbre.
Una obsesión con uno mismo inhibe una consideración honesta de otros, causando
relaciones rotas y creyentes lastimados.
La “jactancia” es lo que hacemos en la
presencia de otros, mientras la “altivez” o la “arrogancia” son una muestra de
cómo subestimamos a otros, poniéndome a mí mismo por encima de ellos. Cuando
Pablo le escribe a Timoteo usa una palabra que significa “envolver en humo”. Es
la condición triste de uno que es cegado por el orgullo (1 Ti 3.6, 6.4; 2 Ti
3.4). Aun Israel fue advertido del peligro de olvidarse de Dios como resultado
de su orgullo (Dt 8.14).
El antídoto para el orgullo es la humildad,
que me libra de una obsesión conmigo mismo para poder amar y servir a otros
genuinamente. Me ayuda a ver el valor y la dignidad de otros, a apreciarlos sin
importar cuán diferentes sean de mí. La humildad no se preocupa por el estatus
o el rango, sino que sigue el ejemplo del Señor Jesús en Juan 13, cuando con
mansedumbre sirvió a los que discutían sobre quién sería el mayor. Para hacer
eso, el creyente necesita entender que su valor e identidad no se anclan en las
perspectivas y comentarios de otros, sino en su relación con su Padre
celestial. Amado, redimido, perdonado y puesto en la familia, el creyente
recibe sus dones de Dios, es morada del Espíritu Santo y ha sido puesto en el
Cuerpo conforme al plan divino. Entonces, todo lo que él es, se lo debe a Dios.
Su diversidad como un miembro de algo mucho más grande que él mismo le ayuda a
mantener la unidad que Dios ha creado, y a evitar aferrarse a lo que podría
percibir como sus derechos. Es exactamente lo que se enseña en Filipenses 2 en
el contexto de la perfecta humildad de nuestro Señor Jesús. “Aprended de mí”,
Mateo 11.29, sigue siendo válido hoy en día. Mientras andamos con El y
aprendemos de Él, aprenderemos la humildad y mataremos el orgullo. Eso nos
libra para vivir como Él vivía, amar como Él amaba, servir como Él servía, y
llevar algo de la fragancia de su vida a un mundo perdido mientras esperamos su
pronta venida.
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