V
— Más que Salomón en este lugar
Nuestro Señor Jesús hablaba de
Salomón: de su magnificencia externa, el brillo de su mucho oro labrado, la
blancura pulida de sus palacios de marfil, la vestimenta rica de sus
servidores, sus torres que brillaban en el sol, los regalos traídos de lejos para
los que le hacían homenaje, sus cámaras perfumadas por especias de la India,
sus escuadrones de carros y caballos y toda la pompa y resplandor de su corte;
Él lo incluyó todo en la frase de Mateo 6.29: “Salomón con toda su gloria”.
Habiendo contemplado toda esta glo-ria,
nuestro Señor dirigió la mirada de sus oyentes al lirio silvestre que bordaba
aquel camino palestino, para aprender así de su gloria que sobrepasaba la de
Salomón. “Os digo, que ni aun Salomón con toda su gloria se vistió, así como
uno de ellos”. Ya que, a diferencia de la gloria de Salomón impuesta de afuera,
la hermosura y fragancia del lirio del campo son parte de la flor; son la
expresión de su vida y naturaleza; se desarrollan y exhalan desde adentro.
Para manifestar esta hermosura y
belleza, la mata, libre de todo cuidado, sólo deja que sus raíces chupen la
fuerza húmeda de la tierra en la cual Dios la puso, extiende sus hojas para
respirar el aire dulce que la rodea siempre, bebe de la luz del sol de día y
confiadamente cierra sus pétalos de noche. Parece que dice al hombre con oídos
para oir: No podemos vestirnos de gentileza ni fuerza para la alabanza de Dios,
salvo en la medida de la sencillez de nuestra fe en él.
De nuevo, en una ocasión posterior,
el nombre de Salomón fue escuchado en los labios del Señor Jesús. Esta vez fue
la sabiduría de Salomón que estaba por delante. El propósito celoso, la decisión
veloz, el viaje arduo que constituyeron la respuesta de la Reina del Sur al
informe sobre su sabiduría y grandeza: es esto que el Señor aprueba. “Ella vino
de los fines de la tierra para oír”, Mateo 12.42.
Él contrasta la incredulidad egoísta
de aquella generación, que ponía ‘peros’ a sus palabras, y advierte que la
reina de Sabá testificaría contra ese pueblo en el día del arreglo de cuentas.
Luego se compara a sí mismo con Salomón: He aquí más que Salomón en este lugar.
Apenas en el capítulo anterior el
Señor estaba diciendo: “Soy manso y humilde de corazón”, 11.29, y ahora tres
veces en el capítulo 12 alude a su grandeza. La maravilla es que en la boca
suya no hay incongruencia entre estas afirmaciones tan desemejantes. ¡Así es
el que habla de su grandeza sin despreciar su humildad, y de su humildad sin
restar de su grandeza!
Nuestro Señor
Jesucristo era:
mayor que el templo, 12:6
mayor que Jonás, 12.41
mayor que Salomón, 12.42
Mayor que el templo por cuanto Él
era el santuario de la Deidad en un sentido más profundo que jamás podría ser
un edificio tangible. Era el verdadero lugar de reunión entre Dios y hombre,
el lugar del sacrificio, la morada de la gloria velada. Definitivamente, “Uno
mayor que el templo está aquí”.
También, más que Jonás. Este, Jesús,
era el profeta de misericordia por excelencia; era el Místico que en sentido
pleno moró tres días y tres noches en el corazón de la tierra; el que no pudo
ser guardado por los poderes de las tinieblas y entró triunfante en paz y
victoria; el portador del mensaje de Dios a los gentiles. He aquí: “Más que
Jonás en este lugar”.
Pero más que Salomón también. Él
sobrepasa a Salomón en sabiduría porque es la sabiduría encarnada; Él es el Rey
en gloria prosperado, Príncipe de paz, Hacedor del templo que es su pueblo
redimido. Veamos, ya que Uno mayor que Salomón está en este lugar.
I — Mayor que
Salomón en sabiduría
Salomón, se nos informa, compuso
tres mil proverbios. Ahora, un proverbio es sabiduría oculta; es una verdad
expresada en palabras pocas, pero apropiadas. Es una “manzana de oro con
figuras de plata”. La gente extranjera acudía desde los remotos rincones del
mundo para escuchar a este hombre pronunciar sus proverbios: “Toda la tierra
procuraba ver la cara de Salomón, para oír la sabiduría que Dios había puesto
en su corazón”, 1 Reyes 10.24.
En nuestra torpeza recibimos el
crecimiento por cuotas, y muchos no lo consiguen nunca, pero Salomón contaba
con una asignación especial y divina. En los días puros de su juventud le fue
dada por la gracia de Dios una medida plena de sabiduría. “Pida lo que quieres
que yo te dé”, la voz de Dios le dijo una noche cuando se quedó despierto en
Gabaón. Y, por cuanto contaba ya con el temor que es en sí el principio de la
sabiduría, Salomón no pidió para sí ni días, ni riquezas, ni victoria sobre sus
opositores. Pidió la sabiduría.
¿Qué es la sabiduría? Es aquel poder
de mente y corazón que penetra en el alma de un asunto, que traspasa la cáscara
para llegar a la materia, que escala el mar y alcanza la fortaleza, y que no se
ocupa de la mera apariencia externa de un tema sino de su realidad interior. Es
la percepción moral.
Pero, es más. La sabiduría es la
capacidad de actuar sobre la evaluación acertada de la mente. Es la capacidad
de discernir la verdad y aplicarla a la situación por delante. Es en esta
habilidad — la de coordinar juicio, decisión, discernimiento y dirección,
comprensión y aplicación— es allí donde se halla la sabiduría.
“La sabiduría es mejor que las
piedras preciosas”, Job 28.18, así que, no obstante, toda la riqueza fabulosa
que Salomón poseía, su tesoro mayor fue este don de Dios. Sin embargo, está a
la vista para que todos lo vean, que ningún don, por espléndido que sea, ningún
dote, por abundante que sea, es de por sí un resguardo contra el naufragio
moral ni es una garantía de la excelencia espiritual. Tres mil proverbios en
los cuales las excelencias de la sabiduría son descritas con lujo de detalle y
la fealdad de la necedad es proyectada con igual destreza y fuerza— ¡y el
hombre sabio que los compuso llegó al final a ser un necio!
Nada que es simplemente nuestro,
pero no lo es, nada dada a, o impuesto sobre, nosotros, ningún talento por
excepcional que sea, ninguna cualidad mental por brillante que luzca: ninguna
de estos es protección adecuada contra la presión moral en el mundo donde
vivimos. Ni los dones de Dios mismo nos pueden guardar si no asumimos una
actitud mansa de dependencia de él. Esta es la sola seguridad; solamente ésta
guarda al hombre o la mujer dentro del lugar ordenado para su bendición, el
lugar de la confianza en el Dios vivo. Es únicamente en la medida en que uno
se quede refugiado allí, hora tras hora, que empiezan a ser suyos propios los
dones que uno ha recibido. Morando el cristiano en Dios, los dones de Dios se
entretejan en la sustancia de su alma y llegan a ser parte de su persona.
Bien. Nuestro Señor Jesucristo no
sólo decía las cosas sabias sino era la sabiduría encarnada, la misma sabiduría
de Dios. Lo que Él decía, hacía. Él no sólo predicaba, sino practicaba sus
lecciones antes de enseñarlas. Entre sus hechos y sus dichos, nadie encontraba
discrepancia. Entre Cristo y Salomón no hay comparación en cuanto a la
sabiduría; lo que hay es un gran contraste.
Salomón enseñaba la verdad, pero no
la vivía. Cristo hablaba la verdad, hacía la verdad y es la verdad. En él hay una
entera correspondencia moral a Dios, el Dios de verdad. Salomón poseía sabiduría,
pero se rebajó a la necedad; el mayor que Salomón dio un solo mensaje, tanto
por obras como por dichos.
J.B. Watson
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