domingo, 16 de mayo de 2021

NUESTRO INCOMPARABLE SEÑOR (5)

 

V — Más que Salomón en este lugar


            Nuestro Señor Jesús hablaba de Salomón: de su magnificencia externa, el brillo de su mucho oro labrado, la blancura pulida de sus palacios de marfil, la vestimenta rica de sus servidores, sus torres que brillaban en el sol, los regalos traídos de lejos para los que le hacían homenaje, sus cámaras perfumadas por especias de la India, sus escuadrones de carros y caballos y toda la pompa y resplandor de su corte; Él lo incluyó todo en la frase de Mateo 6.29: “Salomón con toda su gloria”.

            Habiendo contemplado toda esta glo-ria, nuestro Señor dirigió la mirada de sus oyentes al lirio silvestre que bordaba aquel camino palestino, para aprender así de su gloria que sobrepasaba la de Salomón. “Os digo, que ni aun Salomón con toda su gloria se vistió, así como uno de ellos”. Ya que, a diferencia de la gloria de Salomón impuesta de afuera, la hermosura y fragancia del lirio del campo son parte de la flor; son la expresión de su vida y natu­raleza; se desarrollan y exhalan desde adentro.

            Para manifestar esta hermosura y belleza, la mata, libre de todo cuidado, sólo deja que sus raíces chupen la fuerza húmeda de la tierra en la cual Dios la puso, extiende sus hojas para respirar el aire dulce que la rodea siempre, bebe de la luz del sol de día y confiadamente cierra sus pétalos de noche. Parece que dice al hombre con oídos para oir: No podemos vestirnos de gentileza ni fuerza para la alabanza de Dios, salvo en la medida de la sencillez de nuestra fe en él.

            De nuevo, en una ocasión posterior, el nombre de Salomón fue escuchado en los labios del Señor Jesús. Esta vez fue la sabiduría de Salomón que estaba por delante. El propósito celoso, la deci­sión veloz, el viaje arduo que constituyeron la respuesta de la Reina del Sur al informe sobre su sabiduría y grandeza: es esto que el Señor aprueba. “Ella vino de los fines de la tierra para oír”, Mateo 12.42.

            Él contrasta la incredulidad egoísta de aquella generación, que ponía ‘peros’ a sus palabras, y advierte que la reina de Sabá testifi­caría contra ese pueblo en el día del arreglo de cuentas. Luego se compara a sí mismo con Salomón: He aquí más que Salomón en este lugar.

            Apenas en el capítulo anterior el Señor estaba diciendo: “Soy manso y humilde de corazón”, 11.29, y ahora tres veces en el capítulo 12 alude a su grandeza. La maravilla es que en la boca suya no hay incongruencia entre estas afirmaciones tan deseme­jantes. ¡Así es el que habla de su grandeza sin despreciar su humildad, y de su humildad sin restar de su grandeza!

Nuestro Señor Jesucristo era:

 

            mayor que el templo, 12:6

            mayor que Jonás, 12.41

            mayor que Salomón, 12.42

 

            Mayor que el templo por cuanto Él era el santuario de la Deidad en un sentido más profundo que jamás podría ser un edificio tan­gible. Era el verdadero lugar de reunión entre Dios y hombre, el lugar del sacrificio, la morada de la gloria velada. Definitiva­mente, “Uno mayor que el templo está aquí”.

            También, más que Jonás. Este, Jesús, era el profeta de miseri­cordia por excelencia; era el Místico que en sentido pleno moró tres días y tres noches en el corazón de la tierra; el que no pudo ser guardado por los poderes de las tinieblas y entró triunfante en paz y victoria; el portador del mensaje de Dios a los gentiles. He aquí: “Más que Jonás en este lugar”.

            Pero más que Salomón también. Él sobrepasa a Salomón en sabiduría porque es la sabiduría encarnada; Él es el Rey en gloria prosperado, Príncipe de paz, Hacedor del templo que es su pueblo redimido. Veamos, ya que Uno mayor que Salomón está en este lugar.

 

I — Mayor que Salomón en sabiduría

            Salomón, se nos informa, compuso tres mil proverbios. Ahora, un proverbio es sabiduría oculta; es una verdad expresada en palabras pocas, pero apropiadas. Es una “manzana de oro con figuras de plata”. La gente extranjera acudía desde los remotos rincones del mundo para escuchar a este hombre pronunciar sus proverbios: “Toda la tierra procuraba ver la cara de Salomón, para oír la sabi­duría que Dios había puesto en su corazón”, 1 Reyes 10.24.

            En nuestra torpeza recibimos el crecimiento por cuotas, y muchos no lo consiguen nunca, pero Salomón contaba con una asignación especial y divina. En los días puros de su juventud le fue dada por la gracia de Dios una medida plena de sabiduría. “Pida lo que quieres que yo te dé”, la voz de Dios le dijo una noche cuando se quedó despierto en Gabaón. Y, por cuanto con­taba ya con el temor que es en sí el principio de la sabiduría, Salomón no pidió para sí ni días, ni riquezas, ni victoria sobre sus opositores. Pidió la sabiduría.

            ¿Qué es la sabiduría? Es aquel poder de mente y corazón que penetra en el alma de un asunto, que traspasa la cáscara para llegar a la materia, que escala el mar y alcanza la fortaleza, y que no se ocupa de la mera apariencia externa de un tema sino de su realidad interior. Es la percepción moral.

            Pero, es más. La sabiduría es la capacidad de actuar sobre la evaluación acertada de la mente. Es la capacidad de discernir la verdad y aplicarla a la situación por delante. Es en esta habilidad — la de coordinar juicio, decisión, discernimiento y dirección, comprensión y aplicación— es allí donde se halla la sabiduría.

            “La sabiduría es mejor que las piedras preciosas”, Job 28.18, así que, no obstante, toda la riqueza fabulosa que Salomón poseía, su tesoro mayor fue este don de Dios. Sin embargo, está a la vista para que todos lo vean, que ningún don, por espléndido que sea, ningún dote, por abundante que sea, es de por sí un resguardo contra el naufragio moral ni es una garantía de la excelencia espi­ritual. Tres mil proverbios en los cuales las excelencias de la sabiduría son descritas con lujo de detalle y la fealdad de la necedad es pro­yectada con igual destreza y fuerza— ¡y el hombre sabio que los compuso llegó al final a ser un necio!

            Nada que es simplemente nuestro, pero no lo es, nada dada a, o impuesto sobre, nosotros, ningún talento por excepcional que sea, ninguna cualidad mental por brillante que luzca: ninguna de estos es protección adecuada contra la presión moral en el mundo donde vivimos. Ni los dones de Dios mismo nos pueden guardar si no asumimos una actitud mansa de dependencia de él. Esta es la sola seguridad; solamente ésta guarda al hombre o la mujer dentro del lugar ordenado para su bendición, el lugar de la con­fianza en el Dios vivo. Es únicamente en la medida en que uno se quede refugiado allí, hora tras hora, que empiezan a ser suyos pro­pios los dones que uno ha recibido. Morando el cristiano en Dios, los dones de Dios se entretejan en la sustancia de su alma y llegan a ser parte de su persona.

            Bien. Nuestro Señor Jesucristo no sólo decía las cosas sabias sino era la sabiduría encarnada, la misma sabiduría de Dios. Lo que Él decía, hacía. Él no sólo predicaba, sino practicaba sus lecciones antes de enseñarlas. Entre sus hechos y sus dichos, nadie encontraba discrepancia. Entre Cristo y Salomón no hay compara­ción en cuanto a la sabiduría; lo que hay es un gran contraste.

            Salomón enseñaba la verdad, pero no la vivía. Cristo hablaba la verdad, hacía la verdad y es la verdad. En él hay una entera corres­pondencia moral a Dios, el Dios de verdad. Salomón poseía sabiduría, pero se rebajó a la necedad; el mayor que Salomón dio un solo mensaje, tanto por obras como por dichos.

J.B. Watson

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