domingo, 13 de junio de 2021

“LA CANASTA DE LAS PRIMICIAS”

 Cuando hayas entrado en la tierra que Jehová tu Dios te da por herencia, y tomes posesión de ella y la habites, entonces tomarás de las primicias de todos los frutos que sacares de la tierra que Jehová tu Dios te da, y las pondrás en una canasta, e irás al lugar que Jehová tu Dios escogiere para hacer habitar allí su nombre. Y te presentarás al sacerdote, Deuteronomio 26


            En el libro de Deuteronomio el pueblo de Israel se encuentra con el desierto por detrás y su herencia por delante. Entre los últimos consejos de Moisés a aquel pueblo, en el capítulo 26 él les instruye en el asunto de la adoración, la cual formaría una parte importante de su vida en Canaán. Nosotros el pueblo redimido del Señor también podemos sacar ayuda espiritual de la enseñanza de este capítulo.

            En el sentido espiritual el creyente ya ha cruzado el río Jordán porque “ha sido bautizado en Cristo Jesús en la semejanza de su muerte” y resucitado con él para andar en novedad de vida. Cuando Israel entró en la tierra de Dios, tenía un lugar escogido donde podía acercarse a él como adoradores. En la dispensación presente nuestro Señor Jesucristo ha indicado el lugar que nos corresponde: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”.

            Israel se presentaba delante de Dios con los primeros frutos de cada cosecha, como en agradecimiento por lo que había recibido de la mano bondadosa de su Dios. De la misma manera el creyente quiere manifestar agradecimiento a su Señor por la abundante gracia para con él.

            Los frutos que los israelitas presentaron a Dios eran nuevos y frescos. Así debe ser el fruto de nuestros labios. Ellos no tenían las Sagradas Escrituras en su entereza y riqueza como la tenemos nosotros, y su culto tomaba una forma más material. En lugar de ofrecer un cordero u otro animal, el creyente expresa ahora delante de Dios su concepto y aprecio de la persona y la obra de su amado Salvador.

            Somos adoradores en espíritu y en verdad, y por esto debemos estar meditando en él y lo que ha hecho. Llegando así a la Cena, no presentaremos los frutos viejos y secos, o sea, la misma cosa todos los domingos.

            El clero romano y protestante tiene todo impreso en su misal o libro de oraciones, aprendiéndose y rezando las palabras como loros. No debe ser así el creyente. El que se levanta para dirigir la adoración de los santos debe ser guiado por el Espíritu Santo, y de la abundancia de su corazón — no de la boca — él hablará. Si no ha alimentado su alma con la Palabra antes de asistir a la reunión, ¿cómo puede salir una adoración verdadera de un corazón vacío?

            Una vez cumplidos sus deberes para con Dios, el israelita debía sentir su obligación para con el levita, el extranjero, el huérfano y la viuda; 26.12. Así es el desenlace práctico de nuestra adoración, y por esto hay la ofrenda al fin de la cena del Señor. Hebreos 13.15,16 presenta el orden divino: primera-mente, la ofrenda espiritual para Dios, y lue-go, “De hacer bien y de la ayuda mutua no os olvidéis, porque de tales sacrificios se agrada Dios”.

                        Como sacerdotes santos entra-mos a la presencia de Dios con la canasta de nuestras primicias espirituales, y como sacerdotes reales salimos para dar el evangelio a los pecadores y hacer obras de amor entre nuestros hermanos. Deuteronomio 26 termina recordándoles a los israelitas que ellos eran la posesión exclusiva de Dios, y por eso había mayor razón para guardar sus mandamientos y ser un pueblo santo a Jehová. El apóstol Pedro nos enseña que somos linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, 1 Pedro 2.9, “para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable”.

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