VI
— La lengua obediente
J.B. Watson
De
los cuatro trozos que vamos a considerar en la profecía de Isaías, dos
comienzan con las palabras, “he aquí mi Siervo”. La voz de Dios llama la
atención del hombre a la persona de Cristo, queriendo quitar nuestros
pensamientos de todo otro tema. Nos dice, en efecto: “Observen el siervo ideal.
Consideren a uno que ha actuado a la perfección. Contémplenle, el ejemplo del
servicio intachable. Y, limpiados por su sangre expiatoria, revivificados con
vida nueva, hechos hijos míos, vayan a su vez a servirme a mí según el mismo
patrón”.
Los otros dos trozos que veremos —el
segundo y el tercero— están escritos en la primera persona. Es nuestro Señor
Jesucristo quien habla de sí mismo. Él dirige la atención a ciertas verdades
acerca de su persona, comenzando con, “Oíd, costas, y escuchad, pueblos
lejanos”, y, “El Señor me dio lengua de sabios”.
Cada uno de estos textos nos dice
algo de la manera de hablar de nuestro Señor. Nuestra habla como cristianos es
una parte tan importante de nuestra vida, y de ella depende en tan gran medida
la influencia que tenemos, que debe ser de ayuda un examen de la conversación
de Aquel que hablaba como jamás hombre alguno.
He
aquí mi siervo ... No gritará, ni alzará
su voz, ni la hará oír en la calle. Isaías 42.2.
El capítulo 12 de Mateo explica el
cumplimiento de esta profecía. Mateo reconoció a su Señor al haberle observado
un día en su labor para Dios. A su Maestro le había visto realizar muchos
milagros maravillosos y le había escuchado encargar rigurosamente a la gente
que no le descubriesen. Inmediatamente pensó en este versículo en Isaías y vio
en las actividades de su Señor aquel día un cumplimiento de aquella profecía
antigua; a saber, cuando el perfecto Siervo de Jehová andaría entre hombres y
su lenguaje se caracterizaría por gracia, ternura, ausencia de promoción
propia, y por el hecho que su manera de hablar llamaría la atención más bien a
su gran misión en el mundo.
Él no iba a gritar, contender o
reñir. No alzaría su voz ni habría nada estridente en su proceder. Más bien,
este Siervo manifestaría una ternura y decoro que proclamarían de una vez su
afán de hacer la voluntad de Otro y no la suya propia.
Ahora, ¿no es esto algo que nosotros
mismos haríamos bien en imitar? Cuán grande la necesidad, hermanos, de
delicadeza entre el pueblo de Dios. Una de las primerísimas calificaciones del
pastor modelo es que sea tierno entre los jóvenes en la fe, como una nodriza
cuida a los suyos. Me acuerdo de cuando estuve hospitalizado unos pocos años
atrás, y como una de las enfermeras me llenaba de temor cada vez que se
acercaba a la cama. Hubiera sido excelente peón en la construcción de
carreteras, si no fuera por un accidente de sexo, pero nunca supo cuidar a
ningún enfermo que yo vi.
Qué necesidad hay, al tratar el uno
con el otro, de acordarnos de la gracia de la docilidad. El fruto del Espíritu
es mansedumbre. “No quebrará la caña cascada, ni apagará el pábilo que
humeare”, dice el 42.3. Con incomparable ternura Él atendería a las cosas que
son propensas a caer o perder su luz. Así fue que nuestro Señor, el perfecto
Siervo de Jehová, andaba entre los hombres. Por lo tanto, cuando se presentó en
su propia ciudad, en el último lugar donde los hombres estaban dispuestos a
tomarle en serio, ellos se maravillaban ante las palabras fascinantes que
cayeron de sus labios.
Muerte y vida están en el poder de
la lengua. Es tan fácil, valiéndose de una palabra severa y carente de consideración,
dañar una vida de tal manera que varios años no repararán. Hubo un árbol con
tronco torcido en cierto jardín, y el muchacho dijo: “Papá, seguramente alguien
lo pisó cuando era sólo un tallo”.
¡Oh! que tuviésemos la lengua que es
enseñado de Dios, como fue la de nuestro Señor: una lengua que no era chillona
ni áspera. No la lengua que riñe ni disputa, sino de uno manso y humilde de
corazón.
Jehová puso mi boca como espada aguda, me cubrió con la sombra de
su mano; y me puso por saeta bruñida, me guardó en su aljaba. Isaías 49.2
Encontramos en esta declaración una
característica marcadamente diferente en el modo de hablar de nuestro Señor. Se
emplea las figuras de la saeta bruñida y la aljaba que la esconde, expresiones
de completa sumisión a la voluntad del Padre. No nos viene a la mente mejor
ilustración de una cosa tan pasiva como es la saeta guardada en la aljaba hasta
el momento preciso en que el que la porta pone su mano sobre aquella flecha y
la saca para enviarla en vuelo veloz al destino que quiere.
Esta
fue precisamente la actitud de nuestro Señor. Por cuanto sus palabras le fueron
dadas desde arriba, fueron revestidas de poder. “Puso mi boca como espada
aguda:” o sea, mis palabras son impactantes, penetrantes y cortantes. La
Palabra del Señor es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos
filos. Las palabras de Cristo se caracterizaban por aquella calidad divina que
llega a la conciencia del hombre y arrastra a la luz de la presencia de Dios
los pecados secretos de uno. Y, resonando a lo largo de las edades, desde el
momento en que cayeron de sus labios hasta la hora presente, no hay palabras
que pueden igualar el poder de las que pronunció nuestro Señor Jesucristo.
Hubo
un jovenzuelo llamado Samuel que vivió en la antigüedad, de quien se hace
afirmación por demás llamativa: “Jehová estaba con él, y él no dejó caer a
tierra ninguna de sus palabras”. Por estar el Señor con él, los dichos de ese
joven tenían poder; “todo Israel ... conoció que Samuel era fiel profeta de
Jehová”. Sus palabras no eran como agua derramada en el suelo sino como saeta
bruñida en vuelo seguro.
¡Hermanos! en tiempo como éste,
cuando por poco nos inunde un diluvio de palabras, cuánto debemos anhelar la
palabra que es eficaz por ser dicha de conformidad con la voluntad de Dios. Que
nos encontremos, pues, tan enteramente sumisos en su mano como fue nuestro
bendito Ejemplo, de manera que los dichos de nuestra boca efectúen realidades
para la gloria de Dios.
Jehová
el Señor me dio lengua de sabios, para saber hablar palabras al cansado; despertará
mañana tras mañana, despertará mi oído para que oiga como los sabios. Isaías
50.11
Esta
tercera escritura nos introduce un poco más adentro en los secretos íntimos de
la vida del Señor. No hay escrituras tan encantadoras en interés como aquellas
en que nuestro Señor habla de sí; ningún tema capta el corazón y la mente del
cristiano como aquellas que le permiten contemplar por unos momentos las
fuentes que surtían su vida.
Así es la que hemos leído ahora: “El
Señor me dio lengua de sabios —lengua de uno que ha aprendido— para hablar
palabras al cansado”, ayudando así al que esté harto de palabras. Es la
definición de la lengua instruida. Es una que ha sido entrenado de Dios para
socorrer al que ha oído palabras en exceso. Nuestro Señor tenía esa cualidad
como ningún otro la ha conocido. La gracia se derramó en sus labios.
¿Cómo fue esto? La misma escritura
me dice que la escuela que otorga la lengua de sabios es la del oído despierto.
“El Señor ... despertará mi oído”, y el oído receptivo precede siempre a la
lengua instruida. Ninguna lengua podrá socorrer al cansado si su dueño no ha
abierto su oído a la voz de Dios.
Mañana tras mañana Él se dispuso a
escuchar, y cada día trajo su dirección y lección. Cada hora trajo consigo su
enseñanza hasta que, transcurridos diez mil de éstas, contando con unos treinta
años aquí, Él abrió su boca. Supo dónde abrir la Palabra de Dios por cuanto se
encontraba en estos mismos pasajes de Isaías; leyendo de un capítulo que queda
un poco más adelante, pudo decir: “Hoy se ha cumplido estas Escrituras delante
de vosotros”. [“en vuestros oídos”, Versión de Pratt]
¿Cómo es, apreciados amigos, que
nuestras lenguas son tan torpes para auxiliar al que está hastiado de palabras?
¿Será porque poco abrimos nuestro oído a la voz de Dios? ¿O que somos alumnos
inquietos y distraídos en la escuela suya?
Si no escuchamos, no vamos a aprender.
Sin aprender, nunca tendremos lengua de sabios. Por ser nuestro Señor
Jesucristo el de la obediencia perfecta; por ser que toda avenida a su corazón
y mente, a su alma y voluntad, estaba entregada enteramente a Dios; por esto,
su lengua era fuente de vida.
Angustiado
él, y afligido, no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero, y como
oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca. Isaías 53.7
Este último pasaje sobre la lengua obediente
es la tercera de cinco estrofas. Dios habla en la primera, la cual consiste en
los versículos 13 al 15 del capítulo 52. Un pueblo salvado habla en la segunda
estrofa, que compone los primeros seis versículos del capítulo 53. Dios habla
de nuevo, ahora en el versículo 7, y dice esto de su Siervo perfecto: Él estuvo
angustiado y afligido, pero no abrió su boca.
Querido pueblo de Dios, esta es la
última lección que una lengua aprende: la de quedarse callada ante el abuso.
A mi modo de entender, la virtud
expuesta aquí sube aún más que las otras que hemos considerado. El Señor mismo,
en medio de la mayor y más descarada injusticia que las edades jamás han
contemplado, siendo Él la víctima, guardó silencio.
Cuatro veces en el Nuevo Testamento
se emplea cierto vocablo, traducido generalmente como “respuesta”, para indicar
que Jesús no se defendió ante Pilato. Él guardó silencio. Su lengua había sido
enseñada de Dios de tal manera que, en aquella hora de sufrimiento supremo, la
tenía bajo control absoluto. Santiago dice que le varón perfecto es aquel que
es capaz de refrenar su lengua, y nuestro Señor cumple; la descripción le
corresponde.
A lo largo del Antiguo Testamento
encontramos que cuando los hombres sufren, ellos vuelven locuaces; al sufrir
abuso, a veces se ponen clamorosos. Se observa que los hombres, al sufrir, se
expresan con una de dos voces: o como conscientes de culpa propia, o como
dudosos y perplejos.
En el Salmo 51 encontramos un hombre
que está sufriendo, pero consciente todo el tiempo de su culpabilidad. David
sabe por qué está sufriendo, y rompe el silencio para derramar profusas
expresiones de arrepentimiento. Pero cuando Job habla, sufriendo bajo la mano
de Dios, y Jeremías también, ¿qué es el trasfondo de su llanto? Es perplejidad
en cuanto al propósito que tiene Dios y el sentido detrás de las
circunstancias. Ellos no pueden interpretar el proceder divino; casi dudan de
Dios.
Pero
nuestro Señor no tenía culpa que confesar, ni duda alguna de Dios. Angustiado
Él, y afligido, no abrió su boca. Llevado al matadero como un cordero,
enmudeció. Aquí hay uno que sabe que es la voluntad de Dios que sufra, y su
alma está perfectamente en acorde con esa voluntad. Es el silencio de la
obediencia al propósito de Dios.
Al
someter nuestra lengua a esta prueba, tenemos que agacharnos la cabeza.
Considerando estas cuatro descripciones de la manera de hablar de nuestro
Señor, mirando mientras su obediencia asciende de altura en altura, viéndola
alcanzar su cúspide en un hermoso y manso silencio a la sombra del Calvario,
nos quedamos reprendidos por el mucho hablar con qué llenamos el aire.
En las muchas
palabras no falta pecado, y toda palabra ociosa que hablan los hombres, de ella
darán cuenta en el día de juicio; Proverbios 10.19, Mateo 12.36. Si nuestro
deseo es servir al Señor Cristo a la manera que hizo el Maestro, entonces
nuestra lengua tendrá que ser enseñada de Dios. Tendrá que ser lengua de
sabios, producto de haber prestado nuestro oído a la voz de Dios. Sólo así
traerá gracia a quienes nos escuchan y sólo así podremos hablar palabras al
cansado. Tan sólo con la lengua obediente podremos encomendar a Jehová nuestro
camino en vez de resistir y defendernos.
Es
un gran privilegio el poder de la lengua en un cristiano. Es a la vez una
tremenda responsabilidad, y nos incumbe seguir el patrón que nos está puesto en
escrituras como las que hemos leído. Qué bendición es mirar atrás sin tener que
lamentar haber herido a uno con palabras que quisiéramos retraer.
Prosigamos,
hermanos, siguiendo a Uno de quien está escrito: “Cuando le maldecían, no
respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la
causa al que juzga justamente”.