Yo Jehová habito en medio de los
hijos de Israel, (Números 35.34) Donde están dos o tres congregados en mi
nombre, allí estoy yo en medio de ellos. (Mateo 18.20)
En
el libro de Números está escrita la historia de Israel durante sus cuarenta
años de peregrinación en el desierto, empezando con el tabernáculo al pie del
Sinaí y terminando con su llegada a los campos de Moab, junto al Jordán y
frente a Jericó.
No obstante, la indignidad e incons-tancia,
las faltas y flaquezas y los fracasos de aquel pueblo, Dios nunca quitó su
presencia de en medio de ellos. Los acompañó cada momento el arca del pacto, la
nube de día y la columna de fuego de noche. Eran señales de que El andaba con
ellos, habitando sobre el propiciatorio, entre los querubines, en el lugar
santísimo, rodeado de luz divina.
El profeta dio testimonio años
después, diciendo: “En toda angustia de ellos él fue angustiado, y el ángel de
su faz los salvó; en su amor y en su clemencia los redimió, y los trajo, y los
levantó todos los días de la antigüedad”, Isaías 63.9.
Esta presencia de Dios inspiraba
confianza en su pueblo cuando marchaban por el desierto seco y peligroso.
Además, infundía en ellos un temor reverencial porque Dios es santo y exigía de
ellos la santidad. “No contaminéis, pues, la tierra donde habitáis, en medio de
la cual yo habito”.
Nos maravillamos al pensar en su
paciencia y gracia con aquella gente en aguantar sus insolencias: “Por un
tiempo como de cuarenta años los soportó en el desierto”, dijo Pablo en Hechos
13.18. Jehová reservó para ellos el privilegio sublime de su presencia,
garantizando su protección, dirección, comunión y bendición.
Pero todas estas cosas fueron
condicionales; para los israelitas había responsabilidades correspondientes.
Ellos podrían contar con la protección divina mientras andaban en los caminos
del Señor. Al apartarse y andar por sus propios caminos, se hallaban expuestos
a enemigos fuertes, y sufrían derrotas. Para disfrutar de esa comunión con Dios
era preciso valerse de los medios provistos en las distintas ofrendas por el
pecado y la culpa. Para ser objetos de las bendiciones, ellos tenían que
obedecer la voz de su Dios y poner por obra sus mandamientos.
Deuteronomio 28 — el mensaje sobre
Monte Ebal — expone lo que hemos dicho en el párrafo anterior. “Acontecerá que,
si oyeres atentamente la voz de Jehová tu Dios, para guardar y poner por obra
todos sus mandamientos ... Y si no te apartares de todas las palabras que yo te
mando hoy ...”
De la misma manera nosotros en esta
época de la gracia somos los objetos de la soberana bondad de Dios. Nuestros
privilegios son infinitamente mayores que los de Israel. Nuestra comunión es
con el Padre y con el Hijo, y tenemos entrada velo adentro a la presencia
inmediata del Padre celestial, cosa nunca concedida a los israelitas.
Pero debemos reconocer a la vez
cuánto más grande es nuestra responsabilidad, por lo cual el apóstol nos
amonesta: “Así que, recibiendo nosotros un reino inconmovible, tengamos
gratitud, y mediante ella sirvamos a Dios agradándole con temor y reverencia;
porque nuestro Dios es fuego consumidor”, Hebreos 12.28,29.
Para el arreglo de nuestros pecados,
tenemos medios aún más eficaces que los de Israel. En 1 Juan 1 leemos que la
sangre de Jesucristo nos limpia de todo pecado, y si confesamos nuestros
pecados, Él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda
maldad. En el capítulo siguiente aprendemos que, si alguno hubiere pecado,
abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo.
En cuanto a las contaminaciones del
mundo, hay también la purificación. Nuestro Señor oró a su Padre, diciendo,
“Santifícalos en tu verdad, tu palabra es verdad”, Juan 17.17. La lectura
diaria de la Biblia y las oraciones mantienen al creyente purificado.
Muchas de las preciosas promesas
para el creyente son condicionales. “Si andamos en luz, como él está en luz,
tenemos comunión unos con otros”. Cuando uno no está andando en la luz de la
Palabra, se interrumpe su comunión con aquellos hermanos que sí están andando
en luz. Cuando hay pecado oculto en el cristiano, él no puede tener el gozo de
la salvación. Cuando deja su primer amor, su servicio para Cristo pierde valor.
Dios tenía que someter a su pueblo
antiguo a distintas formas de disciplina. Las aguas amargas de Mara no eran
asunto de castigo sino para probarlos y enseñarles que Él era suficiente para
toda necesidad. Este aspecto de la disciplina para nosotros lo tenemos en
Hebreos 12.4 al 11. Se refiere a las pruebas y aflicciones que Dios permite
para purificarnos con el fin de que seamos más consagrados a él.
En cambio, a veces Dios tuvo que
infligir disciplina que era castigo. Esto lo hacía por la desobediencia y
defección de su pueblo terrenal, costando muchas veces la vida de muchas personas.
En 1 Corintios 11, el apóstol enseña lo sagrado de la cena del Señor,
advirtiendo que cualquiera que comiere el pan o bebiere la copa del Señor
indignamente será culpado del cuerpo y de la sangre del Señor.
Hermanos,
nuestros privilegios son inmensamente grandes, y nuestras responsabilidades
también. Por eso dijo el escritor inspirado, “Conservaos en el amor de Dios”,
Judas 21.
S. J. Saword
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