domingo, 22 de agosto de 2021

EL SEÑOR EN MEDIO

 

Yo Jehová habito en medio de los hijos de Israel, (Números 35.34) Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos. (Mateo 18.20)

                       


            En el libro de Números está escrita la historia de Israel durante sus cuarenta años de peregrinación en el desierto, empezando con el tabernáculo al pie del Sinaí y terminando con su llegada a los campos de Moab, junto al Jordán y frente a Jericó.

            No obstante, la indignidad e incons-tancia, las faltas y flaquezas y los fracasos de aquel pueblo, Dios nunca quitó su presencia de en medio de ellos. Los acompañó cada momento el arca del pacto, la nube de día y la columna de fuego de noche. Eran señales de que El andaba con ellos, habitando sobre el propiciatorio, entre los querubines, en el lugar santísimo, rodeado de luz divina.

            El profeta dio testimonio años después, diciendo: “En toda angustia de ellos él fue angustiado, y el ángel de su faz los salvó; en su amor y en su clemencia los redimió, y los trajo, y los levantó todos los días de la antigüedad”, Isaías 63.9.

            Esta presencia de Dios inspiraba confianza en su pueblo cuando marchaban por el desierto seco y peligroso. Además, infundía en ellos un temor reverencial porque Dios es santo y exigía de ellos la santidad. “No contaminéis, pues, la tierra donde habitáis, en medio de la cual yo habito”.

            Nos maravillamos al pensar en su paciencia y gracia con aquella gente en aguantar sus insolencias: “Por un tiempo como de cuarenta años los soportó en el desierto”, dijo Pablo en Hechos 13.18. Jehová reservó para ellos el privilegio sublime de su presencia, garantizando su protección, dirección, comunión y bendición.

            Pero todas estas cosas fueron condicionales; para los israelitas había responsabilidades correspondientes. Ellos podrían contar con la protección divina mientras andaban en los caminos del Señor. Al apartarse y andar por sus propios caminos, se hallaban expuestos a enemigos fuertes, y sufrían derrotas. Para disfrutar de esa comunión con Dios era preciso valerse de los medios provistos en las distintas ofrendas por el pecado y la culpa. Para ser objetos de las bendiciones, ellos tenían que obedecer la voz de su Dios y poner por obra sus mandamientos.

            Deuteronomio 28 — el mensaje sobre Monte Ebal — expone lo que hemos dicho en el párrafo anterior. “Acontecerá que, si oyeres atentamente la voz de Jehová tu Dios, para guardar y poner por obra todos sus mandamientos ... Y si no te apartares de todas las palabras que yo te mando hoy ...”

            De la misma manera nosotros en esta época de la gracia somos los objetos de la soberana bondad de Dios. Nuestros privilegios son infinitamente mayores que los de Israel. Nuestra comunión es con el Padre y con el Hijo, y tenemos entrada velo adentro a la presencia inmediata del Padre celestial, cosa nunca concedida a los israelitas.

            Pero debemos reconocer a la vez cuánto más grande es nuestra responsabilidad, por lo cual el apóstol nos amonesta: “Así que, recibiendo nosotros un reino inconmovible, tengamos gratitud, y mediante ella sirvamos a Dios agradándole con temor y reverencia; porque nuestro Dios es fuego consumidor”, Hebreos 12.28,29.

            Para el arreglo de nuestros pecados, tenemos medios aún más eficaces que los de Israel. En 1 Juan 1 leemos que la sangre de Jesucristo nos limpia de todo pecado, y si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad. En el capítulo siguiente aprendemos que, si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo.

            En cuanto a las contaminaciones del mundo, hay también la purificación. Nuestro Señor oró a su Padre, diciendo, “Santifícalos en tu verdad, tu palabra es verdad”, Juan 17.17. La lectura diaria de la Biblia y las oraciones mantienen al creyente purificado.

            Muchas de las preciosas promesas para el creyente son condicionales. “Si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros”. Cuando uno no está andando en la luz de la Palabra, se interrumpe su comunión con aquellos hermanos que sí están andando en luz. Cuando hay pecado oculto en el cristiano, él no puede tener el gozo de la salvación. Cuando deja su primer amor, su servicio para Cristo pierde valor.

            Dios tenía que someter a su pueblo antiguo a distintas formas de disciplina. Las aguas amargas de Mara no eran asunto de castigo sino para probarlos y enseñarles que Él era suficiente para toda necesidad. Este aspecto de la disciplina para nosotros lo tenemos en Hebreos 12.4 al 11. Se refiere a las pruebas y aflicciones que Dios permite para purificarnos con el fin de que seamos más consagrados a él.

            En cambio, a veces Dios tuvo que infligir disciplina que era castigo. Esto lo hacía por la desobediencia y defección de su pueblo terrenal, costando muchas veces la vida de muchas personas. En 1 Corintios 11, el apóstol enseña lo sagrado de la cena del Señor, advirtiendo que cualquiera que comiere el pan o bebiere la copa del Señor indignamente será culpado del cuerpo y de la sangre del Señor.

            Hermanos, nuestros privilegios son inmensamente grandes, y nuestras responsabilidades también. Por eso dijo el escritor inspirado, “Conservaos en el amor de Dios”, Judas 21.

S. J. Saword

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