domingo, 22 de agosto de 2021

NUESTRO INCOMPARABLE SEÑOR (8)

 VI — La lengua obediente

J.B. Watson

            De los cuatro trozos que vamos a considerar en la profecía de Isaías, dos comienzan con las palabras, “he aquí mi Siervo”. La voz de Dios llama la atención del hombre a la persona de Cristo, queriendo quitar nuestros pensamientos de todo otro tema. Nos dice, en efecto: “Observen el siervo ideal. Consideren a uno que ha actuado a la perfección. Contémplenle, el ejemplo del servicio intachable. Y, limpiados por su sangre expiatoria, revivificados con vida nueva, hechos hijos míos, vayan a su vez a servirme a mí según el mismo patrón”.

            Los otros dos trozos que veremos —el segundo y el tercero— están escritos en la primera persona. Es nuestro Señor Jesucristo quien habla de sí mismo. Él dirige la atención a ciertas verdades acerca de su persona, comenzando con, “Oíd, costas, y escuchad, pueblos lejanos”, y, “El Señor me dio lengua de sabios”.

            Cada uno de estos textos nos dice algo de la manera de hablar de nuestro Señor. Nuestra habla como cristianos es una parte tan importante de nuestra vida, y de ella depende en tan gran medida la influencia que tenemos, que debe ser de ayuda un examen de la conversación de Aquel que hablaba como jamás hombre alguno.

 

He aquí mi siervo ...  No gritará, ni alzará su voz, ni la hará oír en la calle. Isaías 42.2.

 

            El capítulo 12 de Mateo explica el cumplimiento de esta profecía. Mateo reconoció a su Señor al haberle observado un día en su labor para Dios. A su Maestro le había visto realizar muchos milagros maravillosos y le había escuchado encargar rigurosamente a la gente que no le descubriesen. Inmediatamente pensó en este versículo en Isaías y vio en las actividades de su Señor aquel día un cumplimiento de aquella profecía antigua; a saber, cuando el perfecto Siervo de Jehová andaría entre hombres y su lenguaje se caracterizaría por gracia, ternura, ausencia de promoción propia, y por el hecho que su manera de hablar llamaría la atención más bien a su gran misión en el mundo.

            Él no iba a gritar, contender o reñir. No alzaría su voz ni habría nada estridente en su proceder. Más bien, este Siervo manifestaría una ternura y decoro que proclamarían de una vez su afán de hacer la voluntad de Otro y no la suya propia.

            Ahora, ¿no es esto algo que nosotros mismos haríamos bien en imitar? Cuán grande la necesidad, hermanos, de delicadeza entre el pueblo de Dios. Una de las primerísimas calificaciones del pastor modelo es que sea tierno entre los jóvenes en la fe, como una nodriza cuida a los suyos. Me acuerdo de cuando estuve hospitalizado unos pocos años atrás, y como una de las enfermeras me llenaba de temor cada vez que se acercaba a la cama. Hubiera sido excelente peón en la construcción de carreteras, si no fuera por un accidente de sexo, pero nunca supo cuidar a ningún enfermo que yo vi.

            Qué necesidad hay, al tratar el uno con el otro, de acordarnos de la gracia de la docilidad. El fruto del Espíritu es mansedumbre. “No quebrará la caña cascada, ni apagará el pábilo que humeare”, dice el 42.3. Con incomparable ternura Él atendería a las cosas que son propensas a caer o perder su luz. Así fue que nuestro Señor, el perfecto Siervo de Jehová, andaba entre los hombres. Por lo tanto, cuando se presentó en su propia ciudad, en el último lugar donde los hombres estaban dispuestos a tomarle en serio, ellos se maravillaban ante las palabras fascinantes que cayeron de sus labios.

            Muerte y vida están en el poder de la lengua. Es tan fácil, valiéndose de una palabra severa y carente de consideración, dañar una vida de tal manera que varios años no repararán. Hubo un árbol con tronco torcido en cierto jardín, y el muchacho dijo: “Papá, seguramente alguien lo pisó cuando era sólo un tallo”.

            ¡Oh! que tuviésemos la lengua que es enseñado de Dios, como fue la de nuestro Señor: una lengua que no era chillona ni áspera. No la lengua que riñe ni disputa, sino de uno manso y humilde de corazón.

Jehová puso mi boca como espada aguda, me cubrió con la sombra de su mano; y me puso por saeta bruñida, me guardó en su aljaba. Isaías 49.2

            Encontramos en esta declaración una característica marcadamente diferente en el modo de hablar de nuestro Señor. Se emplea las figuras de la saeta bruñida y la aljaba que la esconde, expresiones de completa sumisión a la voluntad del Padre. No nos viene a la mente mejor ilustración de una cosa tan pasiva como es la saeta guardada en la aljaba hasta el momento preciso en que el que la porta pone su mano sobre aquella flecha y la saca para enviarla en vuelo veloz al destino que quiere.

            Esta fue precisamente la actitud de nuestro Señor. Por cuanto sus palabras le fueron dadas desde arriba, fueron revestidas de poder. “Puso mi boca como espada aguda:” o sea, mis palabras son impactantes, penetrantes y cortantes. La Palabra del Señor es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos. Las palabras de Cristo se caracterizaban por aquella calidad divina que llega a la conciencia del hombre y arrastra a la luz de la presencia de Dios los pecados secretos de uno. Y, resonando a lo largo de las edades, desde el momento en que cayeron de sus labios hasta la hora presente, no hay palabras que pueden igualar el poder de las que pronunció nuestro Señor Jesucristo.

            Hubo un jovenzuelo llamado Samuel que vivió en la antigüedad, de quien se hace afirmación por demás llamativa: “Jehová estaba con él, y él no dejó caer a tierra ninguna de sus palabras”. Por estar el Señor con él, los dichos de ese joven tenían poder; “todo Israel ... conoció que Samuel era fiel profeta de Jehová”. Sus palabras no eran como agua derramada en el suelo sino como saeta bruñida en vuelo seguro.

            ¡Hermanos! en tiempo como éste, cuando por poco nos inunde un diluvio de palabras, cuánto debemos anhelar la palabra que es eficaz por ser dicha de conformidad con la voluntad de Dios. Que nos encontremos, pues, tan enteramente sumisos en su mano como fue nuestro bendito Ejemplo, de manera que los dichos de nuestra boca efectúen realidades para la gloria de Dios.

            Jehová el Señor me dio lengua de sabios, para saber hablar palabras al cansado; despertará mañana tras mañana, despertará mi oído para que oiga como los sabios. Isaías 50.11

            Esta tercera escritura nos introduce un poco más adentro en los secretos íntimos de la vida del Señor. No hay escrituras tan encantadoras en interés como aquellas en que nuestro Señor habla de sí; ningún tema capta el corazón y la mente del cristiano como aquellas que le permiten contemplar por unos momentos las fuentes que surtían su vida.

            Así es la que hemos leído ahora: “El Señor me dio lengua de sabios —lengua de uno que ha aprendido— para hablar palabras al cansado”, ayudando así al que esté harto de palabras. Es la definición de la lengua instruida. Es una que ha sido entrenado de Dios para socorrer al que ha oído palabras en exceso. Nuestro Señor tenía esa cualidad como ningún otro la ha conocido. La gracia se derramó en sus labios.

            ¿Cómo fue esto? La misma escritura me dice que la escuela que otorga la lengua de sabios es la del oído despierto. “El Señor ... despertará mi oído”, y el oído receptivo precede siempre a la lengua instruida. Ninguna lengua podrá socorrer al cansado si su dueño no ha abierto su oído a la voz de Dios.

            Mañana tras mañana Él se dispuso a escuchar, y cada día trajo su dirección y lección. Cada hora trajo consigo su enseñanza hasta que, transcurridos diez mil de éstas, contando con unos treinta años aquí, Él abrió su boca. Supo dónde abrir la Palabra de Dios por cuanto se encontraba en estos mismos pasajes de Isaías; leyendo de un capítulo que queda un poco más adelante, pudo decir: “Hoy se ha cumplido estas Escrituras delante de vosotros”. [“en vuestros oídos”, Versión de Pratt]

            ¿Cómo es, apreciados amigos, que nuestras lenguas son tan torpes para auxiliar al que está hastiado de palabras? ¿Será porque poco abrimos nuestro oído a la voz de Dios? ¿O que somos alumnos inquietos y distraídos en la escuela suya?

            Si no escuchamos, no vamos a aprender. Sin aprender, nunca tendremos lengua de sabios. Por ser nuestro Señor Jesucristo el de la obediencia perfecta; por ser que toda avenida a su corazón y mente, a su alma y voluntad, estaba entregada enteramente a Dios; por esto, su lengua era fuente de vida.

            Angustiado él, y afligido, no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero, y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca. Isaías 53.7

Este último pasaje sobre la lengua obediente es la tercera de cinco estrofas. Dios habla en la primera, la cual consiste en los versículos 13 al 15 del capítulo 52. Un pueblo salvado habla en la segunda estrofa, que compone los primeros seis versículos del capítulo 53. Dios habla de nuevo, ahora en el versículo 7, y dice esto de su Siervo perfecto: Él estuvo angustiado y afligido, pero no abrió su boca.

            Querido pueblo de Dios, esta es la última lección que una lengua aprende: la de quedarse callada ante el abuso.

            A mi modo de entender, la virtud expuesta aquí sube aún más que las otras que hemos considerado. El Señor mismo, en medio de la mayor y más descarada injusticia que las edades jamás han contemplado, siendo Él la víctima, guardó silencio.

            Cuatro veces en el Nuevo Testamento se emplea cierto vocablo, traducido generalmente como “respuesta”, para indicar que Jesús no se defendió ante Pilato. Él guardó silencio. Su lengua había sido enseñada de Dios de tal manera que, en aquella hora de sufrimiento supremo, la tenía bajo control absoluto. Santiago dice que le varón perfecto es aquel que es capaz de refrenar su lengua, y nuestro Señor cumple; la descripción le corresponde.

            A lo largo del Antiguo Testamento encontramos que cuando los hombres sufren, ellos vuelven locuaces; al sufrir abuso, a veces se ponen clamorosos. Se observa que los hombres, al sufrir, se expresan con una de dos voces: o como conscientes de culpa propia, o como dudosos y perplejos.

            En el Salmo 51 encontramos un hombre que está sufriendo, pero consciente todo el tiempo de su culpabilidad. David sabe por qué está sufriendo, y rompe el silencio para derramar profusas expresiones de arrepentimiento. Pero cuando Job habla, sufriendo bajo la mano de Dios, y Jeremías también, ¿qué es el trasfondo de su llanto? Es perplejidad en cuanto al propósito que tiene Dios y el sentido detrás de las circunstancias. Ellos no pueden interpretar el proceder divino; casi dudan de Dios.

            Pero nuestro Señor no tenía culpa que confesar, ni duda alguna de Dios. Angustiado Él, y afligido, no abrió su boca. Llevado al matadero como un cordero, enmudeció. Aquí hay uno que sabe que es la voluntad de Dios que sufra, y su alma está perfectamente en acorde con esa voluntad. Es el silencio de la obediencia al propósito de Dios.

            Al someter nuestra lengua a esta prueba, tenemos que agacharnos la cabeza. Considerando estas cuatro descripciones de la manera de hablar de nuestro Señor, mirando mientras su obediencia asciende de altura en altura, viéndola alcanzar su cúspide en un hermoso y manso silencio a la sombra del Calvario, nos quedamos reprendidos por el mucho hablar con qué llenamos el aire.

En las muchas palabras no falta pecado, y toda palabra ociosa que hablan los hombres, de ella darán cuenta en el día de juicio; Proverbios 10.19, Mateo 12.36. Si nuestro deseo es servir al Señor Cristo a la manera que hizo el Maestro, entonces nuestra lengua tendrá que ser enseñada de Dios. Tendrá que ser lengua de sabios, producto de haber prestado nuestro oído a la voz de Dios. Sólo así traerá gracia a quienes nos escuchan y sólo así podremos hablar palabras al cansado. Tan sólo con la lengua obediente podremos encomendar a Jehová nuestro camino en vez de resistir y defendernos.

            Es un gran privilegio el poder de la lengua en un cristiano. Es a la vez una tremenda responsabilidad, y nos incumbe seguir el patrón que nos está puesto en escrituras como las que hemos leído. Qué bendición es mirar atrás sin tener que lamentar haber herido a uno con palabras que quisiéramos retraer.

            Prosigamos, hermanos, siguiendo a Uno de quien está escrito: “Cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente”.

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