II ¾ 1.15 al 23: La oración de Pablo
Todo lo tocante a la posición actual
del creyente difiere de lo que regía con Israel en su apogeo. La economía
anterior es muy inferior al propósito de Dios en estos tiempos. En aquel
entonces Israel gozaba en Abraham de diversas bendiciones en Canaán; nosotros
somos bendecidos en Cristo con toda bendición espiritual en lugares
celestiales.
Esto no fue divulgado hasta haber
puesto la base para su realización en la muerte, resurrección y glorificación
de Cristo, y hasta que el Espíritu Santo había sido enviado como la garantía
presente de lo que vamos a heredar en Cristo. El propósito constituía un
“misterio” ¾un
secreto guardado¾ 1.9,
hasta el momento oportuno para su comunicación. Fue el primero en su concepción
y será el primero en su consumación, pero fue el último en su revelación.
Pablo había abierto surcos para el
evangelio en Éfeso, Hechos 19, y posterior-mente había aconsejado a los
ancianos de la iglesia local que fue formada allí, Hechos 20. Ahora, unos años
más tarde, su corazón se regocija al oír de su “fe en el Señor Jesús y [su]
amor para con todos los santos”, 1.15. Su fe era genuina; su amor la
evidenciaba. Su amor no era selectivo sino comprensivo, extendiéndose a todos
los santos. Esto hacía ver que habían sido alumbrados sus corazones en un
tiempo entenebrecidos.
Nada sorprende, entonces, que Pablo
estaba lleno de gratitud y presto a orar por ellos. Su deseo era que contaran
con tan amplio conocimiento del “Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de
gloria” que se realizara tres logros:
(a) que fuesen sabios en cuanto a lo
que estaba por delante para ellos
(b) que fuesen
sabios en cuanto a lo que estaba por delante para Dios
(c) que supieran
cuál es el poder que asegurará el (a) y el (b)
Pablo deseaba que supieran cuál es
la esperanza de su llamamiento, 1.18. En el 4.4 la llama la “esperanza de
vuestra vocación”. No se ha manifestado todavía, porque “lo que alguno ve, ¿a
qué esperarlo?” Romanos 8.24. Pero está expuesta en 1.10,11. En Cristo hemos
recibido una herencia cuyo aval ya nos ha sido dado en la persona del Espíritu
Santo.
De la manera como las joyas de
Rebeca y el aro de compromiso en tiempos modernos son fianzas de lo que está
por ser poseído y disfrutado, así es con el creyente ahora. El Espíritu Santo,
quien fue prometido por el Señor Jesús, ha venido cual “arras de nuestra
herencia”, 1.14, en la cual entraremos al experimentar “la redención de nuestro
cuerpo”, Romanos 8.23.
Pablo deseaba que supieran cuáles
son las riquezas de la gloria de la herencia de Dios en su pueblo, 1.18. Parece
que hay poca duda de que se puede traducir la cláusula como “hemos recibido una
herencia” o también “hemos sido hechos una herencia”. La segunda posibilidad se
explica en Deuteronomio 4.20, 32.9, donde se afirma que Israel era la herencia
de Dios. (“la porción de Jehová es su pueblo”) Por otro lado, indudablemente
hemos sido hechos beneficiaros de una herencia a causa de nuestra
identificación con Cristo. Sin duda ambas ideas están presentes en el versículo
14; “las arras de nuestra herencia” nos habla de lo que tendremos en el
porvenir, y “la redención de la posesión adquirida” declara lo que Dios tendrá
en su pueblo.
Esto es el segundo punto en la
oración paulina, a saber, que los creyentes tengan un conocimiento cabal de
cuáles son las riquezas de la gloria (la excelencia desplegada) de la herencia
de Dios en su pueblo. Pareciera ser una debilidad inherente en todo el pueblo
del Señor pensar primeramente en lo que ellos van a recibir más adelante,
prestando poca atención a lo que Dios recibirá en su pueblo redimido. Pero
Pablo deseaba que los santos fuesen inteligentes en cuanto a ambos aspectos de
un mismo asunto: el lado de Dios y el nuestro; lo que Él tendrá y lo que
nosotros tendremos. “Las riquezas de la gloria de su herencia en los santos” se
desplegarán “cuando [Cristo] venga en aquel día para ser glorificado en sus
santos y ser admirado en todos los que creyeron”, 2 Tesalonicenses 1.10.
Pablo deseaba que supieran la
supereminente grandeza del poder divino hacia nosotros, 1.19. Es el poder que
puede llevar a cabo sus designios. No se ha podido ejercer ningún poder mayor
hacia nosotros que aquél que Él ejerció en Cristo al resucitarle de los
muertos. Fue el despliegue de “la supereminente grandeza de su poder”, ya que
no hubo acontecimiento parecido antes de eso, ni ha habido después. No fue tan
sólo resurrección, sino también exaltación al punto más alto de honor
celestial, muy por encima de toda autoridad o poder visible e invisible, bien
sea presente o futuro. Por cierto, lo que había sido perdido por el primer Adán
ha sido más que restaurado abundantemente por el postrer Adán, y todo el
universo ha sido puesto en sujeción bajo sus pies.
Pero esto fue el despliegue de “la
supereminente grandeza de su poder para con nosotros” además de para con
Cristo. Es para nosotros que hemos creído, ya que ahora estamos unidos
inseparablemente con él como cuerpo con Cabeza, y espiritualmente hemos
experimentado ya lo que Él experimentó al ser “vivificado por el Espíritu”, 1
Pedro 3.18.
Requiere poca imaginación entrar en
la emoción que capturaba el corazón del apóstol mientras estaba recluido en un
penitenciario. Su cuerpo estaba encarcelado, pero nada podía encerrar su
espíritu mientras contemplaba lo que Dios había realizado en Cristo, tomándole
de las más profundas honduras de reproche y llevándole al pináculo de la
gloria, y en este mismo hecho estableciendo un principio que aplicaría a todo
aquel que creyera en Él. Pablo abunda sobre el tema en el capítulo 2.
Quizás alguno replicará que todavía
no parece que todo en el universo está sujeto a Cristo, pero 1 Corintios 15.20
al 28 declara que seguramente así será: “luego que todas las cosas le estén
sujetas …” Potencialmente, es así ahora; en su realización y manifestación,
sucederá en el futuro; “por fe andamos, no por vista” ¾ o sea, no por lo
que está a la vista, 2 Corintios 5.7.
El concepto del “cuerpo de Cristo”
es peculiar al apóstol Pablo; ningún otro escritor emplea esta metáfora. Sin
duda la aprendió en el camino a Damasco. La pregunta, “¿Por qué me persigues?”
le reveló que tocar al cristiano era tocar al Señor mismo; tocar a un creyente
es como tocar un miembro del cuerpo, y de una vez la Cabeza siente el dolor. Él
puede compadecerse de lo que los suyos sienten; Hebreos 4.15.
Aquel “cuerpo” es la Iglesia, la
compañía de aquellos llamados a salir afuera, cuyo nacimiento data del Día de
Pentecostés de Hechos capítulo 2. Sus componentes son los íntegros de la
tierra, Salmo 16.3, la elite de Dios. Son unidad en diversidad, cada cual
interdependiente del otro, cada uno diferente del otro, pero con todo hay “un
cuerpo”, Efesios 4.4.
Es la “plenitud” de Aquel que lo
llena todo en todo, 1.23. Es decir, la Iglesia es el complemento de Cristo, así
como el cuerpo es el complemento de la Cabeza. Una cabeza sin cuerpo es un
nombre inapropiado; un cuerpo sin cabeza es meramente un torso. La Iglesia no
es una organización sin vida, sino un organismo, vinculado insolublemente con
la Cabeza en el cielo.
Ninguna posición más elevada que
ésta se podría asignar a pecadores redimidos. La Cabeza de la Iglesia es el que
lo llena todo en todo ¾que llena
el universo en todas sus partes¾ y la
Iglesia es su complemento.
¡Cuán asombroso es que el propósito
definitivo de Dios no haya podido realizarse sin que Él se asociara con la
Iglesia, y que esta Iglesia ¾esta
compañía de pecadores redimidos de entre todas las tribus, naciones, pueblos y
lenguas¾
participará en la gloria desplegada de Aquel que ha sido puesto muy por encima
de principados y potestades, sean o no hostiles a Dios!
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