La encarnación fue una renuncia, un
descenso y una aceptación. Reflexionar sobre la venida del Salvador es para
nosotros ir atrás a considerar su estado antiguo de gloria celestial, a su
renuncio de todo cuando dijo, “He aquí vengo”, y al estado humilde al cual bajó
al venir a Belén.
Qué momento en la historia del cielo
habrá sido aquél cuando por vez primera se hizo saber la disposición del Hijo a
venir a esta tierra: “este sentir que hubo en Cristo Jesús”. Qué momento,
decimos, cuando Él se levantó de aquella altura central de gloria increada que
había sido suya desde siempre. ¡Qué de asombro hubo en la orden superior de
huestes angélicas! ¡Él se dispuso a deshacerse de la insignia brillante de
Soberano para sumir la vestimenta grisácea de esclavo en un mundo como el
nuestro!
Con todo, lo hizo; verdad preciosa. Él no descartó como
imposible el renunciar su lugar de gloria en igualdad con el Padre. Su mente
que le hizo no mirar por lo suyo propio sino por lo de otros, al decir de
Filipenses 2, le movía a vernos en nuestra ruina. ¡Hondo misterio! El Inmortal
se hizo hombre y sucumbió al socorro de su criatura indigna.
Dios procedió su llegada aquí con la
operativa misteriosa de prepararle cuerpo, Hebreos 10.5. El Espíritu Santo,
obrando en el vaso honrado de la persona de María, realizó este milagro divino,
de tal manera que el Santo Ser que nació sería llamado Hijo de Dios. Y, en un
día atestado del venir e ir de hombres y mujeres en sus quehaceres, en la
humilde posada en Belén de Judá, bajo el techo que abrigaba las bestias de
carga, para ser acostado en el pesebre crudo donde esos animales solían recibir
su forraje, ¡Él vino!
¿Quién
de nosotros se atreve a medir la distancia entre la gloria antigua y este
estado de humillación? Él viajó todo ese camino para que fuese nuestro
Salvador. Sus delicias desde las edades eternas —las cuales habían sido son los
hijos de los hombres, Proverbios 8.31— le bajaron del esplendor celestial a los
pañales en el pesebre. Pero este paso no completó su empresa, sino la comenzó.
No bastó; Él tenía que proseguir.
Belén convenía para que el Calvario
fuese. Él nació para morir.
Los grandes de la tierra han temido a la muerte, por
cuanto ella interrumpe sus logros. Él esperaba la muerte como un paso esencial
a sus logros. “Si muere, mucho fruto lleva”, Juan 12.24. Los héroes de este
mundo, todos aquellos que han hecho historia, han guardado la muerte a raya
todo el tiempo posible, pero Jesús se apresuró hacia la hora señalada. La
muerte de aquéllos escribió finis a
su obra, aun cuando en cada caso la obra estaba inconclusa, pero la muerte de
éste fue su gran realización.
Los suyos hablaban de su partida como algo que Jesús iba
a cumplir en Jerusalén, y por esto su
alma se apresuraba hacia el Calvario. “De un bautismo tengo que ser bautizado,
y ¡cómo me angustio hasta que se cumpla!” Lucas 9.31, 12.50. Nacer no era
suficiente; los milagros no bastaban; el ministerio tampoco. Sólo con dar su
vida en rescate por muchos se cumplía la meta, y por lo tanto, en su última
marcha hacia la ciudad, Él “afirmó su rostro para ir a Jerusalén” Lucas 9.51.
Una vez llegada la hora para la cual vino a este mundo,
se dirigió al huerto de Getsemaní. Allí, su alma muy triste, “aun hasta la
muerte”, se arrodilló bajo el reflejo que la luna creó entre olivares benignos
y oró con gran clamor y lágrimas; Hebreos 5.7. Oró hasta que era su sudor como
grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra. Tres veces oró, diciendo las
mismas palabras; fortalecido ya para la lucha final, Él se levantó, diciendo:
“Levantaos, vamos; ved, se acerca el que me entrega”, Mateo 2.26.
¡Qué noche aquella! “La noche que
fue entregado”. Le trajo la traición de Judas, el oprobio del arresto, la
vergüenza de ser atado, la humillación de ser conducido a la casa de Caifás. ¡Y
qué mañana aquella! Fue el amanecer del día de la tragedia del Calvario. Fue la
ocasión del dolor de escuchar el testimonio falso en contra suya, la ribaldería
de soldados encallecidos, las bofetadas suyas, los escupidos en la mejilla, las
puntadas al sentirse el pelo arrancado de su barba, la burla ante Herodes, la
farsa del juicio ante Pilato, la desnudez, la túnica de púrpura, el “cetro” de
caña, la corona de espinos, los latigazos ante la mirada del populacho, la
gritería de “Fuera, fuera”, la preferencia dada a Barrabás, la terrible
procesión por las calles burlonas, la cruz pesada que llevó a cuestas. Y al
fin, cual cordero Él ante sus trasquiladores, la llegada a la Calavera.
¿En alguna otra ocasión se ha
perpetrado actos tan malvados a cambio de amor y servicio tan abnegado? Con
todo, éstos sirvieron para desplegar la hermosura santa del carácter suyo. Él
llevó todo sin murmuración, en silencio, sin protesta, dando testimonio a la
verdad. Nuestros corazones asombrados se derriten mientras le contemplamos
entre sus adversarios aquel día.
Pero toda la ignominia de la cruz no
constituyó la cruz en sí. Llevar el bochorno no basta; Él tendría que llevar
nuestros pecados.
Levantaron el madero en el lugar
llamada la Calavera. Le clavaron allí, le ridiculizaron en su agonía, le
escarnecieron en su angustia. Pasaron por el otro lado meneando la cabeza,
insultándole con palabras envenenadas. Cuando le maldecían, Él no respondía con
maldición, sino levantaba la voz, diciendo, “Padre, perdónalos, porque no saben
lo que hacen”, Lucas 23.34.
En aquella hora de dolor intenso, Él
se acordó de lo que le había traído a este mundo. No aceptó estupefaciente. Fue
flagelado por sed. Se encontró entre los “perros” y los “toros” del Salmo 22.
Aun los ladrones, uno a cada lado, se burlaron de él. Pero, con porte de rey,
¡Él recibió a uno de estos mismos y le prometió reposo en el paraíso ese mismo
día!
¡Grande la humildad! ¿Qué corazón no
se conmueve al meditar sobre el Varón del Calvario? Con todo, este ejemplo de
perfecto sumisión, paciencia y devoción fue de por sí insuficiente como para
consumar la obra. Él debe proseguir.
Era hombre de veras; anhelaba la
comunión con otros. La primera razón dada por su selección de los doce fue para
que estuviesen con él, Marcos 3.14. En sus momentos más sublimes Él deseaba la
presencia de aquellos que más le entenderían y más le amarían. El momento de
gloria en el monte santo encontró a los tres —Pedro, Jacobo y Juan— con él. El
momento de profunda lobreguez y perturbación en el Getsemaní le encontró con
este mismo afán de comunión. “Mi alma está muy triste, hasta la muerte; quedaos
aquí, y velad conmigo”, Mateo 26.38. La contradicción de pecadores contra sí no
le dolió más que la falta de comprensión de parte de sus discípulos. “Esperé
quién se compadeciese de mí, y no lo hubo”, Salmo 69.20.
Bien sabe Dios cuánta fuerza se
añade a sus siervos al contar ellos con un ayudante humano que sea firme y leal
en la fuerte presión. Le dio a Moisés un Josué, a Gedeón un Pura, a David un
Jonatán, a Jeremías un Baruc, a Pedro un Marcos, a Pablo un Lucas. Pero en la
hora mayor de toda la historia, el Varón del Calvario se encontró solo. “Todos
los discípulos, dejándole, huyeron”, Mateo 26.56.
“Es sumamente solitario en el
pináculo”, dijo un gran Primer Ministro del Reino Unido en la Segunda Guerra
Mundial. “No hay sobre quien apoyarse; más bien, cada cual quiere apoyarse en
uno”. Comoquiera que sea la veracidad de esta afirmación en la esfera de
gobierno humano, es enteramente aplicable a Aquel cuya misión le llevó al lugar
de la soledad suprema. Él no contaba con ningún apoyo humano; todo dependía de
él solamente.
Hubo tres horas asombrosas cuando
los labios del Crucificado guardaron el más absoluto silencio. Horas tan
tenebrosas como la noche densa, tanto por fuera como por dentro. A lo largo de
este lapso unas tinieblas inoportunas envolvieron esta creación en sus dobleces
negras. Fueron horas cuando el sufrido se encontró postrado bajo la mano de
Dios, bajo el látigo del azote divino.
Fue en las horas aquellas que Jehová
juntó los pecados de su pueblo en una misma carga espantosa y abominable, y la
colocó sobre el Varón del Calvario. Fueron horas cuando el alma de nuestro
Sustituto se requemó bajo el castigo que Dios le administró por ser la ofrenda
por el pecado. Dios hizo que Cristo, quien no conoció pecado, fuese hecho
pecado por nosotros. Aceptando todo este padecimiento, Él mismo llevó nuestros
pecados en su cuerpo sobre el madero, 1 Pedro 2.24.
El ingrediente más amargo en toda aquella copa de
aflicción, el tormento más agudo entre todas aquellas heridas, fue ésta: ¡Él no
pudo encontrar a Dios! El Dios en quien siempre se apoyaba, a quien Él siempre
complacía, cuyo rostro siempre le sonría en gesto de amor, cuya presencia era
siempre el regocijo de su corazón: ¡Él se había alejado!
No hubo mano alguna que se
extendiera en ayuda suya. Se encontró solo, sin Dios. Le rodearon ligaduras de
muerte y Él se encontró en las angustias de las profundidades; las aguas
entraron hasta el alma; se hundió en cieno profundo. No pudo hacer pie. La
corriente le anegó.
Los rayos grises empezaron a filtrar
en medio de las tinieblas. El Hijo de Dios clamó con una muy grande y muy
amarga exclamación. Su clamor palideció los rostros de los que temblaban al pie
del madero. Los cielos quedaron perplejos y el infierno atónito. Escuchémosle: “Dios mío, Dios mío, ¿por
qué me has desamparado?” Mateo 27.46
Posterior a esto, sólo el anuncio
potente de un Conquistador consciente: “Consumado es”. Y, la confirmación que
Él había aceptado todo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Dicho
aquello, el Varón del Calvario reposó la cabeza sobre el pecho del Padre y
murió.
Nada menos hubiera sido suficiente.
Nada más quedó por hacerse.
Ya pasó la noche triste, noche de
dolor. Cristo ha muerto por nuestros pecados, conforme a las Escrituras, y fue
sepultado. El amanecer del tercer día le encuentra resucitado de los muertos
por cuanto Dios ha aceptado el sacrificio único que sólo Este ha podido
ofrecer. El altar está satisfecho por la sangre que la baña. La víctima del
Calvario adorna ya el trono de Dios.
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