IV ¾ 2:11 al 22;
Un edificio nuevo
Esta sección de la epístola comienza con las palabras,
“Por tanto, acordaos”, y termina con, “ya no sois”. Todo el párrafo tiene que
ver, entonces, con el cambio extraordinario que ha ocurrido en el trato de Dios
con los hombres, de manera que ellos han abandonado la posición que antes
ocupaban y han asumido una posición nueva como creyentes. Entre los dos trozos
citados se explica cómo es posible.
Una ilustración
Para poder entender el asunto, vamos
a usar una ilustración. Pensemos en una quinta de dos plantas, y la superior
mucho más cómoda y mejor arreglada que la planta baja. Lamentablemente, no se
llevan bien los inquilinos de abajo con los de arriba. Están de acuerdo en un
solo punto: ambos grupos odian al dueño de la casa. En un intento por mantener
la paz, este dueño ha construido una barrera para separar los dos grupos, pero
el resultado ha sido todavía más fricción.
Entonces, ¿qué hacer? El propietario
derrumba la barrera y de esta manera deja a los de arriba sin ciertas ventajas
que tenían. Es más: avisa a todos los inquilinos que tiene ahora otro edificio
en alquiler bajo condiciones muy favorables. Hay una sola planta, y todos los
departamentos a un mismo nivel y de una misma comodidad. Si quieren ellos
aprovecharse de la oferta (que no merecen) sólo tienen que cambiarse de
residencia.
Aceptan la oferta uno o dos de los
que viven arriba; el resto de ellos la rechazan. Muchos de los de la planta
inferior aceptan gustosamente.
Con este caso en mente,
prosigamos.
Las posiciones
La posición de judío y gentil, antes
de ponerse en operación la gracia de Dios hacia ellos, está descrita como “en
cuanto a la carne” en el versículo 11 y “en el mundo” en el versículo 12. “La
carne” explica la relación de uno al primer Adán, el cual cayó; “el mundo”
explica la relación de uno a Satanás, el príncipe de este mundo, Juan 14.30.
Aquellos de la planta superior son
los judíos, con sus muchos privilegios que los gentiles no tenían. Físicamente, contaban con el rito de la
circuncisión, cual sello de la promesa dada a sus padres. Religiosamente, estaban “cerca” de Dios en el sentido que les había
dado un sistema de ritos y figuras que les proporcionaba el derecho de acceso a
él, cosa que los gentiles no tenían. Con desdén hablan de los gentiles como “la
incircuncisión”, versículo 11, no reconociendo que ésta era tan sólo una de las
ordenanzas carnales que estaban en vigor hasta el tiempo de la reforma, Hebreos
9.10. Moralmente, vivían sujetos a la
carne, como hemos visto en el versículo 3.
Aquellos de la planta baja son los
gentiles, “la incircuncisión”. Estaban sin Cristo, porque “la salvación viene
de los judíos”, Juan 14.22. O sea, el Mesías no vendría a través de los
gentiles. Por esto estaban “sin esperanza” ¾ sin la esperanza que abrigaba Israel, como en Lucas
24.21: “Nosotros esperábamos que él era el que había de redimir a Israel”.
Ellos estaban “alejados de la ciudadanía
de Israel”. Dios había hecho una gran promesa a Abram, pero los gentiles
quedaron excluidos de todos los pactos más específicos que vinieron después.
Por cierto, esos gentiles de Éfeso estaban “sin Dios”. “¡Grande es Diana de los
efesios!” pero era diosa y no Dios.
Físicamente, carecían del distintivo nacional de la circuncisión. Políticamente, no pertenecían a la ciudadanía que tenía el otro
grupo. Espiritualmente, estaban sin
esperanza, Dios y vida. Estaban “lejos”, afuera. Había una barrera legal que
les separaba. De la misma manera que un muro cerraba el paso al gentil al
templo de Jerusalén y la tal persona entraba ese recinto bajo amenaza de muerte
(como bien sabemos por el relato de Hechos 21.28,29), así en la esfera mayor
los gentiles no participaban de los privilegios de los judíos. Es más, moralmente, seguían al príncipe de la
desobediencia, versículo 2.
La barrera era “la pared intermedia
de separación”, 2.14. Pablo la llama “la ley de los mandamientos expresados en
ordenanzas”, y dice también que era “el acta de los decretos que había contra
nosotros”, Colosenses 2.14. Israel la había firmado, como si fuera, ante
testigos. Se había comprometido a cumplir sus condiciones, ignorando que “el
acta” era contraria a su naturaleza caída.
Esa ley del Antiguo Testamento
proporcionaba muerte en vez de vida. Servía para exacerbar la enemistad que
existía ya entre ese pueblo y Dios, y entre ellos y los gentiles. El código
legal de Israel, con sus normas tanto civiles como ceremoniales, sólo hacía peor
una situación insatisfactoria. El caso podría ser remediado sólo por algo
nuevo; no habría paz al intentar remediar lo inservible.
Así, el Señor Jesús nació “bajo la
ley”. La magnificó y la engrandeció, Isaías 42.21, y a la postre murió bajo la
maldición de esa ley, cosa que no mereció pero que sí ha debido ser la suerte
para aquellos cuyo sustituto era. Él guardó la Ley y a la vez pagó la pena de
quienes no la guardaban. Fue esa muerte que derrumbó la barrera y anuló el
acta. Quitándola de en medio, la clavó en la cruz, Colosenses 2:14.
La Epístola a los Romanos debe ser
estudiada con esto en mente, especialmente los capítulos 7 y 8. Estos dos
capítulos iluminan el capítulo 2 de Efesios, como hacen también el libro de
Gálatas y los pasajes paralelos en Colosenses.
Las exigencias morales de la ley son manifiestas en
aquellos que andan según el Espíritu Santo, “para que la justicia de la ley se
cumpliese en nosotros que no andamos conforme a la carne”, Romanos 8.4. Estos
requisitos no son un medio de acercamiento a Dios ni una base de posición santa
ante Él, sino que son el producto básico de su vida en nosotros. Es esta vida
que da la evidencia que su santidad requiere.
La oferta
“Al judío,
primeramente, y también al gentil”, Romanos 1.16, fue dada la oferta del
evangelio. Fue extendida a todos, tanto de la planta superior como de la
inferior. Como manifiesta el 2.17, la proclama de paz entre las partes, y entre
Dios y el hombre, fue para “los que estaban cerca” y “vosotros que estabais
lejos”. El designio divino fue de reconciliar ambas partes a Dios en un solo
cuerpo.
Aquella obra conciliatoria fue
realizada por la cruz. “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo,
no tomando en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encargó a nosotros la palabra
de la reconciliación”, 2 Corintios 5.19. Así como un emperador puede publicar
una proclama de paz a los que eran sus enemigos, el Cristo resucitado fue quien
hizo esta oferta. Esta salvación tan grande fue anunciada primeramente por el
Señor y nos fue confirmada por los que oyeron, Hebreos 2.3.
Este versículo en Efesios, el 2.17, dice que “vino y
anunció las buenas nuevas de paz”, empleando para “anunció” la idea de
predicar, evangelizar o hacer conocer buenas nuevas. Estas noticias son el
aviso que nadie tiene que estar distanciado del Padre; hay acceso a Dios.
Nueva posición
Los que aceptan
la oferta se encuentran en una posición completamente nueva. Hay “un nuevo
hombre”. No es que las partes estén en paz por estar separadas, sino que ambas
han sido trasladadas a una posición nueva. No están “en la carne” ni “en el
mundo” sino “en Cristo Jesús” (una frase característica de la doctrina de
Pablo). Están en asociación e identificación con Aquel a quien “Dios le ha
hecho Señor y Cristo”, Hechos 2.36. Hemos visto ya, en los primeros diez
versículos, cómo es esa identificación: vida, resurrección y exaltación a
lugares celestiales. ¡Qué cambio de posición!
Esta residencia nueva, hemos dicho,
tiene sus departamentos a un mismo nivel. No hay privilegios mayores para
determinado grupo, ni hay pared intermedia de separación. La paz con Dios les
ha proporcionado paz entre sí. No son los sacrificios de animales que han hecho
esto sino “la sangre de Cristo”, 2.13. Los versículos que estamos considerando
hablan de un nuevo hombre, una sola posición y un solo cuerpo. Los unos y los
otros tienen entrada por un mismo Espíritu al Padre, 2.18, y en resumen son
conciudadanos y miembros de la familia de Dios, 2.19.
Notemos la terminología que Pablo
emplea. Son conciudadanos de la Jerusalén celestial que es la metrópolis de
todos nosotros, Gálatas 4.26. Son miembros de la familia de Dios, habiendo sido
puestos entre los hijos y concedidos los privilegios del hogar. Son parte del
templo santo donde mora Dios. Los efesios tenían un celo desmedido por el
templo de Diana donde guardaban la diosa de su devoción pagana. Demetrio el
platero estaba allí, haciendo sus imágenes, figuras del templo elaboradas en
plata. Pero ahora los creyentes en Jesucristo formaban una parte integral del
vasto templo divino en el cual mora Dios, y su iglesia local era en sí un
templo en el cual mora el Espíritu de Dios. El apóstol, al escribir a los
corintios, preguntó si acaso no sabían que eran templo de Dios, y que el
Espíritu de Dios moraba en ellos. La palabra griega para “templo” no se refiere
a los edificios exteriores, ni a la plaza, sino al recinto sagrado, el
santuario donde se guardaba el arca del pacto.
Es sólo Pablo que emplea la metáfora
del cuerpo. No encontramos esta comparación en el Antiguo Testamento, en los
Evangelios ni en los escritos de otros autores. Fue en la ocasión del
Pentecostés en el capítulo 2 de Hechos que comenzó el cuerpo espiritual. Es un
“hombre nuevo”, del todo diferente a lo que Dios había hecho hasta ese momento.
En las figuras del Antiguo Pacto hay ilustraciones de la Iglesia, pero no de
esta idea de un solo cuerpo. El templo de Salomón es una; otras son las esposas
como Asanet, Zipora y Abigail. Estas son ilustraciones de la Iglesia como un
templo y una esposa, pero no como un cuerpo.
El fundamento
Este lugar nuevo
está edificado sobre el fundamento de los apóstoles y profetas. La principal
piedra del ángulo es Jesucristo mismo, expresa el versículo 20. Los profetas
aquí son los del Nuevo Testamento, no los del Antiguo Pacto. Cuando se habla de
estos últimos, se hace mención de ellos antes de los apóstoles.
Este santuario está bien fundado. El
Señor Jesús es la piedra angular, uniendo con toda seguridad a los judíos y los
gentiles. Los apóstoles y los profetas no sólo estaban en el fundamento, sino que
lo pusieron; dice 1 Corintios 3.10 que Pablo, por su parte, como perito
arquitecto puso el fundamento, y que cada uno mire cómo sobreedifique.
¡Qué unidad, qué armonía ha logrado
Dios! Pero qué discordia y qué estragos han introducido algunos que han debido
saber mejor. A ellos debemos aplicar el 4.20: “Vosotros no habéis aprendido así
a Cristo”.
E. W. Rodgers
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