Un creyente se te acerca muy emocionado,
queriendo compartir contigo sus buenas noticias. Tratas de sonreír, pero estás
forzando la sonrisa y te sientes incómodo. En vez de celebrar sinceramente su
bendición, tu quien estuviera dando las noticias en lugar de la otra persona.
Mientras él está alabando al Señor, tú estás pensando: “¿Me lo tiene que
restregar en la cara? ¿No merezco yo más que él?” Una vez más eres recordado
que es más fácil “llorar con los que lloran” que “gozarse con los que se gozan”
(Ro 12.15).
El
problema es que la envidia y los celos[1] se
agravan dentro del corazón. Son producto de la naturaleza pecaminosa con la
cual todos nacemos, y ambos están en la lista de las obras de la carne en
Gálatas 5: celos[2],
en el v. 20, y envidia en el v. 21. Estos pecados personifican el egoísmo, la
marca distintiva de la carne; somos por naturaleza personas egoístas. Queremos
conservar para nosotros lo que nos han dado. Queremos lo que otros tienen y
muchas veces nos molestamos si nuestros deseos no se cumplen. Es triste que una
de las primeras escenas en la historia de la humanidad revela la envidia del
corazón del hombre.
El registro de la Escritura
Caín no solamente estaba molesto con
Dios por no aceptarlo a él ni a su ofrenda (Gn 4); también le tenía envidia a
Abel y su ofrenda porque habían sido aceptados. La envidia hacia otras personas
más justas que nosotros y hacia su relación con el Señor no es algo extraño.
Tristemente, con frecuencia la respuesta tiene cierta similitud a la de Caín,
pues en lugar de haber arrepentimiento, persistimos en continuar con esa
actitud egoísta. Si quieres la fuerza espiritual que otros parecen disfrutar,
¿por qué no obedecer al Señor como ellos lo hacen?
Más adelante en Génesis, “bendijo Jehová [a Isaac]... y
los filisteos le tuvieron envidia” (26.12-14). Si se nos ha enseñado el valor
de lo eterno, entonces es una verdadera desgracia que sintamos lo mismo que los
enemigos del pueblo de Dios cuando vemos que el Señor bendice a otros con
prosperidad material. Lamentablemente, toleramos este pecado muy fácilmente.
Nuestra experiencia en desear una pareja o hijos puede
darnos razones para envidiar y sentir celos. Lea envidiaba a Raquel porque
Jacob la amaba más y porque sentía que Raquel le había robado su esposo (Gn
30.15). Pero “viendo Raquel que no daba hijos a Jacob, tuvo envidia de su
hermana” (Gn 30.1). Esta es un área muy sensible, que expone la debilidad de
nuestra carne y nuestra necesidad de la gracia de Dios para hallar nuestro gozo
en el Señor.
La iglesia en Corinto estaba siendo
afectada por “envidias y rivalidades” (1 Co 3.3 BLPH), lo que aparentemente
estaba relacionado con quién estaba asociado con el mejor predicador o quién
tenía el don más especial. ¿Las iglesias de hoy reflejan el mismo espíritu? El
apóstol Pablo lo llama carnal, natural e inmaduro.
Los celos y la envidia frecuentemente reinan en nuestros
corazones cuando deseamos una mayor influencia o cuando sentimos que están
usurpando nuestra posición. “El amor no tiene envidia” (1 Co 13.4), pero
nuestra naturaleza egoísta nos ciega a las necesidades de otros y a lo que
realmente es mejor para la obra del Señor. Coré, Datán y Abiram fueron muy
críticos de los líderes que habían sido establecidos por Dios (Nm 16). ¿Por
qué? La Escritura dice que “tuvieron envidia de Moisés en el campamento” (Sal 106.16).
Cuando David adquirió prominencia y el pueblo percibió su grandeza, Saúl se
puso celoso. Él veía a David simplemente como un aspirante al trono (1 S
18.5-8), en lugar de verlo como un hombre a quien Dios había levantado para el
futuro del reino. Años más tarde otro hombre fue levantado por Dios en una
época de liderazgo poco espiritual. El Señor Jesús fue rechazado por los
principales sacerdotes que deseaban mantener su posición. “Porque sabía que por
envidia le habían entregado”, Mateo 27.18. De verdad, los celos son “duros como
el Seol” (Cnt 8.6).
“¿Por qué esas personas fueron salvas en sus
predicaciones y no en las nuestras?” “No puedo creer que quiera salir con ella
y no conmigo”. “¡Nosotros llevamos a nuestros hijos siempre a las reuniones de
predicación y no pasa nada, en cambio ellos apenas van a una reunión y sus
hijos ya son salvos!” “Ella habla tan normal de las cosas del Señor, ¿por qué
tiene que actuar como si fuera súper espiritual?” “Todas las cosas le están
saliendo bien porque sus padres tienen mucho dinero”. Puede que estos casos
específicos no tengan nada que ver contigo, pero si eres honesto contigo mismo,
tú también puedes pensar en lo que te incita a sentir envidia. ¿Has considerado
lo destructivo que es para tu alma?
“La envidia corroe los huesos”, Proverbios 14.30. Echa
raíces adentro, crece incesablemente, ocupa más y más de tu corazón y nunca se
satisface. “Como la polilla que roe un vestido, así la envidia consume al
hombre” (John Chrysostom). Saúl es un ejemplo clásico de cómo la envidia puede
torcer tu perspectiva y distraerte de tus propósitos. A menudo le siguen la
amargura y la autocompasión. “Porque donde hay celos y contención, allí hay
perturbación y toda obra perversa”, Santiago 3.16. Cuando se ansia el servicio
que tiene otro, el creyente puede sentir que sus “talentos subestimados” serán
mejor apreciados en otro lugar. Como en Corinto, las contiendas se extienden
cuando las personas muestran envidia en lugar de humildad y sumisión mutua.
El
remedio
Comienza con una autoevaluación
sincera. La envidia y los celos contristan al Espíritu
de Dios y deben ser confesados. Considera las circunstancias en las cuales
estos pecados se levantan en tu corazón y cómo revelan los deseos egoístas que
te tientan. Trata de ser expresamente agradecido por la bondad de Dios hacia
otros. Su trabajo en ellos y a través de ellos contribuye al crecimiento del
Cuerpo de Cristo, del cual tú también eres parte. Servir al Señor no es una
competencia, así que recuerda que todos los creyentes son de gran valor para
Dios, independientemente de sus habilidades o logros, y eso te incluye a ti.
Mantente “contento con lo que tenéis ahora”, Hebreos 13.5, incluyendo tus
bienes, relaciones o habilidades.
Todo esto requiere que nos
enfoquemos en Cristo. Esta es la manera como el Espíritu producirá en ti sus
frutos de amor, gozo y paz. El Señor Jesús estaba consciente de la gran
responsabilidad que tenía de estaba contento con esto. Él no guardaba
celosamente sus bendiciones, sino que las compartió con nosotros (Ro 8.17).
“Andemos como de día... no en contiendas y envidia, sino vestíos del Señor
Jesucristo, y no proveáis para los deseos de la carne”, Romanos 13.13-14.
[1]
Generalmente, los celos describen la
preocupación de que alguien te quite lo tuyo, mientras que la envidia es el
sentimiento que experimentas cuando quieres algo que es de otro.
[2] Los celos a veces son mencionados en
las Escrituras como algo bueno. Por ejemplo, “Dios es celoso” de los corazones
de su pueblo (Nah 1.2), porque son legítimamente suyos. Pablo le dice a la
iglesia en Corinto que él los cela con “celo de Dios” (2 Co 11.2).
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