Una cosa he demandado
a Jehová, ésta buscaré: que esté yo en la casa de Jehová todos los días de mi
vida, para contemplar la hermosura de Jehová y para inquirir en su templo. Salmo
27.4.
La casa
La casa a la cual se refería David, al manifestar el
anhelo de su corazón, era la tienda de campaña que levantó en el monte de Sión,
donde colocó el arca del pacto al llevarla de la casa de Obed-edom a Jerusalén;
véase 2 Samuel 6.17: “Metieron, pues, el arca de Jehová, y la pusieron en su
lugar en medio de una tienda que David le había levantado; y sacrificó David
holocaustos y ofrendas de paz delante de Jehová”.
Él no estaba pensando en un templo con una gloria y
hermosura material, sino en aquel lugar donde se hallaba presente su Dios y
Señor. Allí David esperaba ver la hermosura del Señor mismo. Dios le concedió
su deseo, pues sus salmos contienen muchas revelaciones preciosas de la
hermosura del Señor que fueron experiencias transformadoras de su vida.
Moisés en sus días clamó al Señor que le mostrara su
gloria, Éxodo 33.18, y no solamente fue contestada su oración, sino que la
gloria del Señor se vio reflejada en su rostro, 34.35. En el Salmo 90 — “una
oración de Moisés” — su petición es: “Aparezca en tus siervos tu obra, y tu
gloria sobre sus hijos, y sea la luz”. La Versión Moderna traduce las últimas
palabras como “… sobre los hijos de ellos aparezca tu gloria”. Esta oración de
Moisés va más allá de la petición de David; para él no es solamente ver la hermosura,
sino que la misma estuviera sobre el pueblo de Dios.
Para nosotros hoy día, la casa de Dios no es un edificio
tangible sino el conjunto de creyentes. Donde éstos se congreguen en el nombre
del Señor, El revela su hermosura a nosotros y en nosotros: “El Señor es el
Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad. Por tanto,
nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del
Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el
Espíritu del Señor”, 2 Corintios 3.17,18.
No es una transformación exterior en la carne, sino una
interior. Es obra del Espíritu Santo por la Palabra. De parte nuestra, miramos
con cara descubierta, en actitud de franqueza, sin disimulación, permitiendo
que la Palabra cual espejo nos revele lo que somos. La Palabra va revelando a
Cristo, lo cual produce el cambio progresivo en nuestro ser interior.
En
Romanos 12 leemos: “No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio
de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la
buena voluntad de Dios”. El diablo, la carne y el mundo son estorbos serios en
esta transformación espiritual del creyente, pero con propósito de corazón,
meditación en la Palabra, el ministerio del Espíritu Santo y la oración, el
creyente puede prevalecer.
El testimonio de Esteban delante de
sus acusadores revela cuán influenciado era por las Sagradas Escrituras. Estas
habían transformado su ser interior hasta tal punto que todos vieron su rostro
como el de un ángel. También hay el caso de las potestades eclesiásticas
quienes, habiendo examinado a Pedro y Juan, reconocieron que ellos habían
estado con Jesús.
La reina
El
Salmo 45 nos introduce a Cristo como el Rey y como el más hermoso de los hijos
de los hombres. La segunda parte del mismo se ocupa de la hermosura de la
reina, o la que va a ser la esposa de él: “Oye, hija, mira, e inclina tu oído;
olvida tu pueblo y la casa de tu padre; y deseará el rey tu hermosura; e
inclínate a él, porque él es tu señor”.
Notemos
primero el oído conquistado. ¡Cuán necesario es oír su voz! Cuando el Padre dio
testimonio de su Hijo en el monte de la transfiguración, añadió: “A él oíd”.
Las ovejas del Buen Pastor oyen su voz y le siguen. Segundo, “Olvida tu pueblo
y la casa de tu padre”. Esto nos enseña que nuestra relación con Cristo es
superior a nuestros nexos naturales. Él es la cabeza del cuerpo, que es la
Iglesia, para que en todo Él tenga el primado. Tercero, “Deseará el rey tu
hermosura”. Gozaremos de comunión con él. Cuarto: “Inclínate”. Aquí encontramos
el alma conquistada, y la verdadera adoración.
Luego
vemos que ella es todo gloriosa adentro al llegar el momento de ser llevada al
rey. No quedará nada del pecado adentro ni de la vieja naturaleza; no habrá
mancha ni arruga por fuera. El Señor mismo transformará el cuerpo de nuestra
bajeza, para ser semejante al cuerpo de su gloria. El vestido es de lino fino,
limpio y brillante, “porque el lino fino son las justificaciones de los
santos”, Apocalipsis 19.8. Así será aparejada la esposa para las bodas del
Cordero.
En vista de la proximidad de aquel momento glorioso,
¡cuánto nos conviene estar apercibidos! “Oh amados, estando en espera de estas
cosas, procurad con diligencia que seáis hallados por él sin mácula, y sin reprensión,
en paz”, 2 Pedro 3.14.
Santiago Saword
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