Ya hemos trazado
la historia de la casa de Dios desde Éxodo hasta la conclusión de la
dispensación Mosaica. Sin embargo, durante la vida de nuestro Señor en la
tierra hubo premoniciones del cambio que venía. Hablando a los judíos Él dijo,
"Destruid este templo, y en tres días lo levantaré...Mas", el
evangelista nos dice, "él hablaba del templo de su cuerpo." (Juan 2:
19, 21). Además, Él dijo a Pedro, cuando él confesó que Jesús era el Cristo, el
Hijo del Dios viviente, "Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque
no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo
también te digo, que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia; y
las puertas del Hades no prevalecerán contra ella." (Mateo 16: 16-18). Si
pasamos ahora al día de Pentecostés, veremos que Dios comenzó en aquel entonces
a morar en la tierra de una manera nueva y doble: "Cuando llegó el día de
Pentecostés, estaban todos unánimes juntos. Y de repente vino del cielo un
estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde
estaban sentados; y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego,
asentándose sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo,
y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que
hablasen." (Hechos 2: 1-4).
Ahora bien, esto
tuvo lugar según la expresa promesa del Señor a Sus discípulos: "He aquí,
yo enviaré la promesa de mi Padre sobre vosotros; pero quedaos vosotros en la
ciudad de Jerusalén, hasta que seáis investidos de poder desde lo alto."
(Lucas 24:49). Y, además, Él "les mandó que no se fueran de Jerusalén,
sino que esperasen la promesa del Padre, la cual, les dijo, oísteis de mí.
Porque Juan ciertamente bautizó con agua, más vosotros seréis bautizados con el
Espíritu Santo dentro de no muchos días." (Hechos 1: 4, 5). Entonces el
Espíritu Santo descendió en Pentecostés conforme a la palabra del Señor, y el
resultado fue que Dios hizo Su templo por el Espíritu en el creyente individual
(véase asimismo 1a. corintios 6:19); y que Él hizo Su habitación con
los creyentes de manera colectiva, tal como Pablo escribe a los Efesios,
"vosotros también sois juntamente edificados para morada de Dios en el
Espíritu." (Efesios 2:22). Por lo tanto, los creyentes eran ahora, tal
como su Señor había sido mientras estuvo en la tierra, el templo de Dios, y la
casa de Dios, la cual es la iglesia del Dios viviente, fue ahora formada. Es
esta última verdad la que va a ocupar nuestra atención, y con este objetivo nos
proponemos examinar más detenidamente la enseñanza de este capítulo (Hechos 2).
Hablando de
manera general, nosotros tenemos tres cosas en esta Escritura — la edificación
de la casa de Dios, el modo de ingreso, y las ocupaciones de aquellos que están
adentro, o, para ser más precisos, de aquellos que la forman.
1. La edificación de la casa. Nosotros leemos
con respecto al templo de Salomón que, "la casa, mientras se edificaba, se
construía de piedras preparadas en la cantera; y no se oyó ni martillo ni hacha
ni ningún instrumento de hierro en la casa mientras la construían." (1°.
Reyes 6:7 - LBLA). Lo mismo se ve con respecto a la casa de Dios cuando fue
edificada en Pentecostés. Los discípulos estaban todos juntos en un mismo
lugar; ¿y quiénes eran ellos? Ellos eran los ciento veinte mencionados en el
capítulo anterior, todos los cuales (porque Judas ya no formaba parte de la
compañía, habiéndose desviado para irse al lugar que le correspondía), eran
piedras vivas que por la gracia de Dios habían sido llevadas a estar en
contacto salvador con Cristo, y hechos así partícipes de la vida eterna. Y el
mismo poder divino que los había salvado por medio de la fe en el Señor Jesús,
los reunió en este día, y los colocó silenciosamente en sus lugares designados
sobre la única piedra fundamental para formar la habitación de Dios en la
tierra por el Espíritu. El edificio fue erigido así. Cristo, según Su palabra,
había edificado Su iglesia, y la había preparado para su Habitante divino.
Por eso, como
cuando Moisés hubo completado el tabernáculo, y también como cuando Salomón
hubo terminado el templo, la gloria de Jehová llenó la casa de Dios (Éxodo 40;
2°. Crónicas 5), así también aquí, "de repente vino un estruendo del
cielo, como si soplara un viento violento, y llenó toda la casa donde estaban
sentados." (Hechos 2:2 - RVA). Dios tomó, de manera manifiesta, posesión
de la casa que había sido erigida aquel día. Otros podrían entrar y de hecho
serían introducidos, para formar parte de la casa ("Y el Señor añadía cada
día a la iglesia los que habían de ser salvos." (Hechos 2:47)); pero aun
así la casa fue edificada. Por lo tanto, el apóstol pudo decir a los Efesios,
"vosotros también sois juntamente edificados, para morada de Dios por el
Espíritu" (Efesios 2:2 - RVR1865); y a los Corintios, "vosotros sois
el templo del Dios viviente." (2a. Corintios 6:16). En este
aspecto la casa de Dios es contemplada siempre como estando completa, y sin
embargo otros creyentes son continuamente introducidos para ocupar sus lugares
designados en el edificio. Esto será entendido de inmediato si por un minuto
nosotros cambiamos el término y usamos "iglesia" en lugar de
"casa."
Y el hecho de que
el propio Señor contempló la casa como estando ahora edificada se ve de la
conexión entre el segundo y el tercer capítulo de Hechos. Al principio de
Hechos 3 nosotros leemos acerca de Pedro y Juan subiendo juntos al templo a la
hora de la oración; pero el Señor tenía para ellos una lección, así como para
nosotros, en lo que les ocurrió por el camino. Había un hombre cojo de
nacimiento, el cual llevaban y ponían diariamente, no adentro, sino a la puerta
del templo, para pedir limosna a los que entraban para orar y adorar. Él pidió
limosna a Pedro y Juan, los cuales estaban, al igual que muchos otros, a punto
de entrar en el templo. El Espíritu de Dios usó la circunstancia guiando a
Pedro a sanar al hombre cojo, como un testimonio rendido al poder del Cristo
resucitado, para enseñanza del apóstol y nuestra. El hombre, repítase, está
afuera del templo, y fue allí — afuera — donde él recibió la bendición. La
nueva casa de Dios había sido formada recién, y el Espíritu Santo testifica
ahora que la bendición está afuera de la casa vieja y en relación con la nueva,
una lección que Pedro y Juan podían no haber logrado aprender en el momento,
pero una que ha sido escrita para la edificación de todos aquellos cuyos ojos
han sido abiertos por el Espíritu de Dios. Sí, en efecto, allí en Jerusalén, y
en el día de la fiesta, sin sonido alguno de martillo o hacha o ningún otro
instrumento de hierro, en medio de una generación incrédula, y mientras el
templo de Herodes estaba allí delante de sus ojos, y era el objeto de la
veneración de los corazones carnales de ellos, el verdadero Salomón había
edificado Su Iglesia de piedras preciosas, cuyos lustre y hermosura sólo podían
ser apreciada por Aquel que las había colocado en su lugar designado sobre la
principal piedra del ángulo.
Se ha de recalcar
también que aquí solamente había piedras vivas, en consideración que la casa en
este capítulo es edificada por el propio Señor (versículo 47). Hasta aquí, por
tanto, el cuerpo de Cristo, aunque la revelación de esta verdad estuvo
reservada hasta otro día — hasta que su ministro designado hubiese sido llamado
y calificado— y la casa de Dios son coincidentes. Es decir, cada piedra de este
edificio era también un miembro del cuerpo de Cristo, aunque esto aún no se
entendía; porque en este día, incluyendo las tres mil almas que se
arrepintieron bajo la poderosa operación del Espíritu Santo a través de la
predicación de Pedro, ni una sola de ellas fue introducida que no estuviese
realmente convertida. Todos eran creyentes genuinos. Fueron los que recibieron
la Palabra los que fueron bautizados, y fueron los del mismo carácter a quienes
el Señor añadió después diariamente. Este hecho debe ser claramente puesto de
manifiesto, y firmemente mantenido.
2. Habiendo sido edificada la casa de Dios,
nosotros encontramos muy claramente indicado el modo mediante el cual las almas
habían de ser introducidas en ella. Un sencillo comentario puede quizás
despejar una dificultad para algunos antes que abordemos esta parte de nuestro
tema. A menudo se asume apresuradamente que Dios introduce almas secretamente,
por así decirlo, a Su casa; es decir, que, si Él convierte un alma, esa alma es
introducida de ese modo a Su habitación en la tierra. Cambiemos entonces por un
momento el término "casa" por una 'compañía de creyentes', porque
recuerden que es la compañía de creyentes que tiene una existencia muy clara y
separada en Hechos 2 la que forma la casa de Dios, y podemos preguntar
entonces, ¿un alma que ha nacido de nuevo es introducida de ese modo en la
compañía de creyentes? NO, dicha alma puede ser desconocida para ellos, y en
ese caso no podría decirse que sea uno de ellos. Otra cosa es que Dios conozca
a un tal como siendo un creyente; pero el asunto es, como hemos visto, con
respecto a la habitación de Dios en la tierra. Y en vista de que ella está en
la tierra, hay, como veremos también, un modo designado de incorporación a la
compañía que compone esta habitación.
Consideremos en
primer lugar las diferentes clases de personas que nos son presentadas. Están
los ciento veinte que en este día han constituido la Iglesia — la asamblea de
Dios. Están los judíos que estaban cerca — los "judíos, varones piadosos,
de todas las naciones bajo el cielo" (Hechos 2:5), a quienes Pedro predicó
después. Luego, por último, estaban aquellos a quienes Pedro se refiere en su
discurso — "todos los que están lejos", un bien conocido término
Escritural para referirse a los Gentiles. Tenemos, entonces, esta triple
división que el Espíritu de Dios hace en otra parte — la Iglesia, los judíos, y
los Gentiles (1a. Corintios 10:32), una representación, por tanto,
del mundo entero.
Ahora bien, fue
en relación con este círculo más cercano, esta compañía central, la iglesia de
Dios, que Pedro, poniéndose de pie con los once, rindió este testimonio a
Cristo. Las manifiestas operaciones del Espíritu — manifiestas incluso para los
judíos incrédulos — habían producido perplejidad en las mentes de algunos, y para
otros llegó a ser una ocasión para el escarnio y la burla. Pedro entonces,
guiado por el Espíritu Santo, se dirigió a la multitud que se reunió. En primer
lugar, él explicó, a partir de las Escrituras, el carácter de las
manifestaciones que ellos habían presenciado (Hechos 2: 16-21); luego, él
testificó de "Jesús nazareno, varón aprobado por Dios entre vosotros con
las maravillas, prodigios y señales que Dios hizo entre vosotros por medio de
él, como vosotros mismos sabéis." Les habló del consejo de Dios en cuanto
a Su muerte, y la iniquidad de ellos en Su crucifixión; de Su resurrección, que
había sido predicha en sus propias Escrituras, y de lo cual Pedro y los que
estaban con él eran testigos (Hechos 2: 22-32). Entonces él concluyó con estas
palabras notables: "Así que, exaltado por la diestra de Dios, y habiendo
recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que
vosotros veis y oís. Porque David no subió a los cielos; pero él mismo dice:
Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a
mi diestra,
Hasta que ponga a tus enemigos por
estrado de tus pies. Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a
este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y
Cristo." (Hechos 2: 33-36).
Este fue un
testimonio muy claro. Jesús de Nazaret, rechazado y crucificado por el hombre,
había sido resucitado de los muertos, exaltado a la diestra de Dios, y hecho
Señor y Cristo. ¡Qué contraste entre el pensamiento de Dios y el pensamiento
del hombre! ¿Y qué podía demostrar más claramente la culpabilidad y la
condición del hombre? Verdaderamente la cruz de Cristo lo puso todo a prueba, y
no solamente expresó lo que había en el corazón de Dios, sino también lo que
había en el corazón del hombre. Este testimonio de Pedro tocó profundamente las
conciencias de los que oían, y, compungidos de corazón, dijeron a Pedro y a los
otros apóstoles, "Varones hermanos, ¿qué haremos? Pedro les dijo:
Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para
perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque para
vosotros es la promesa, y para vuestros hijos, y para todos los que están
lejos; para cuantos el Señor nuestro Dios llamare." (Hechos 2: 37-39).
Ahora bien, es la respuesta a estos judíos arrepentidos lo que requiere nuestra
cuidadosa atención. Había que hacer dos cosas en aquel entonces, y como
consecuencia de ello dos bendiciones iban a ser recibidas. Ellos debían
arrepentirse, y ser bautizados en el nombre del Señor Jesús. Supongamos por un
minuto que estos judíos se habían arrepentido verdaderamente, y aun así
rechazaran ser bautizados en el nombre del Señor Jesús. ¿No es evidente, en
vista de esta Escritura misma, que en un caso tal, cualquiera que hubiese sido
el estado de corazón de ellos delante de Dios, y a pesar de que ellos pudiesen
haber nacido de nuevo verdaderamente, ellos no podían haber sido recibidos a la
compañía de creyentes que estaba ante ellos — no es evidente que, en otras
palabras, ellos no podían haber sido introducidos en la casa de Dios en la
tierra? Porque, ¿qué implicaba su bautismo en el nombre de Jesucristo? "¿O
no sabéis", dice el apóstol Pablo, "que todos los que hemos sido
bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte?" (Romanos
6:3).
Ello sería, por
lo tanto, no solamente creer el testimonio concerniente a Su muerte,
resurrección, y lugar actual a la diestra de Dios, sino que sería también la
identificación de ellos con Él en Su muerte; de modo que, aceptando la muerte
para ellos mismos, se disociarían así, en figura, del hombre, y serían llevados
al terreno de asociación con la muerte de Cristo, para que de aquel momento en
adelante ellos mismos aceptarían el lugar de estar muertos — muertos con Cristo
— en este mundo. Por consiguiente, el apóstol pudo escribir a los Colosenses —
"si habéis muerto con Cristo... ¿por qué, como si vivieseis en el
mundo?" etc. (Colosenses 2:20). Y esta muerte con Cristo es el terreno
cristiano, y en vista de que el bautismo es el modo de ingreso divinamente
designado de entrar en él, no hay, por lo tanto, ninguna otra manera de entrar
en la casa de Dios en la tierra. Por consiguiente, era necesario que estos
judíos se arrepintiesen y fuesen bautizados en el nombre del Señor Jesús. Lo
primero sería producido por el Espíritu de Dios obrando a través del testimonio
que ellos habían oído; mediante lo segundo ellos serían separados públicamente
de la nación que había crucificado al Señor Jesús — desde ese momento dejarían
de ser judíos, y serían llevados a formar parte del número de aquellos que eran
sus seguidores en la tierra; y estos, como hemos visto, componían la casa de
Dios.
Tras el
arrepentimiento y el bautismo de ellos se prometían dos bendiciones. La primera
era el perdón de los pecados, y la segunda era la recepción del Espíritu Santo.
Estas dos cosas están relacionadas, tal como una o dos palabras mostrarán.
Nosotros entendemos que el perdón de los pecados es aquello que los apóstoles
fueron facultados para administrar ante el arrepentimiento para con Dios y la
fe en nuestro señor Jesucristo. Ante la profesión de esto, y siendo bautizados
en el nombre de Jesucristo, no solamente se accedía al perdón de los pecados
como estando delante de Dios, relacionado por Él con el arrepentimiento y la
fe, sino que ello era también anunciado con autoridad por sus siervos. (Véase
Juan 20:23; Hechos 22:16). Además, estaba el don del Espíritu Santo. Tal como
ya hemos dicho, estas dos cosas estaban relacionadas. En todas partes en las
Escrituras el don del Espíritu Santo es consecutivo al perdón de los pecados.
Limpiados por la sangre preciosa de Cristo (como se ve también en figura en la
consagración de los sacerdotes y la limpieza del leproso (Éxodo 29; Levítico
14), Dios sella (unge) a los así limpiados con el Espíritu Santo. (Véase Hechos
10; Romanos 5; 2a. Corintios 1; Efesios 1, etc.).
Recordemos el
orden divino presentado aquí. Tras el arrepentimiento para con Dios estaba el
bautismo en el nombre de Jesucristo, por medio del cual los así bautizados eran
sacados de entre los judíos que habían rechazado a su Mesías, y eran
introducidos en el número de aquellos que formaban la casa de Dios. El perdón
de los pecados les fue anunciado por parte de Dios, y ahora, en la esfera donde
Dios mora por el Espíritu, ellos mismos recibieron el Espíritu Santo; y
entonces ellos no sólo eran una parte de la casa de Dios, sino también, tal
como vemos acerca de los discípulos al principio del capítulo (Hechos 2:4), el
Espíritu Santo moró en ellos. Las palabras del Señor a Sus discípulos se
cumplieron de esta manera: "Y yo rogaré al Padre, y os dará otro
Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, al
cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; pero vosotros le
conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros. (Juan 14: 16, 17).
Había aún más en
la gracia abundante de Dios, "porque", Pedro dijo, "para
vosotros (vosotros judíos) es la promesa (la promesa de estas bendiciones que
han sido consideradas), y para vuestros hijos (estos no iban a ser excluidos),
y para todos los que están lejos (los Gentiles — véase Efesios 2: 11-13); para
cuantos el Señor nuestro Dios llamare." (Hechos 2:39). La Iglesia — la
habitación de Dios — habiendo sido edificada, el don de gracia es anunciado tanto
a judíos como a Gentiles, y fue anunciado el modo mediante el cual el judío y
el Gentil, en la gracia soberana de Dios, podían salir de los dos círculos
exteriores — círculos que estaban ambos en el reino de las tinieblas, donde
Satanás reinaba — a la nueva esfera que había sido formada aquel día, donde el
Espíritu de Dios actuaba y moraba.
3. Llamamos ahora a prestar atención, más
brevemente, a las ocupaciones de aquellos que forman la casa de Dios, y están
adentro de ella. Para este propósito podemos añadir un pasaje de 1a.
Pedro. El apóstol dice, "vosotros también, como piedras vivas, sois
edificados en un templo espiritual, para que seáis un sacerdocio santo; a fin
de ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios, por medio de
Jesucristo." (1a. Pedro 2:5 - VM). En vista de que Pedro trata acerca del
sacerdocio de los creyentes — el nuevo orden de sacerdotes, el cual toma el
lugar de la familia de Aarón en la tierra — una dignidad que se aplica ahora a
todos los santos sin excepción, él es guiado a señalar la ocupación de ellos
con el sacrificio de alabanza. Ya no se trata de sacrificios de toros o machos
cabríos, sino de sacrificios aptos para la casa espiritual de la cual ellos
formaban parte, así como para los que adoraban a Dios en espíritu y en verdad.
De hecho, ellos debían ofrecer el sacrificio de alabanza a Dios continuamente;
es decir, el fruto de sus labios, dando gracias a Su nombre. La alabanza y la
adoración perpetuas debían ser oídas en esta nueva y espiritual habitación de
Dios. (Compárese con 1°. Crónicas 9:33).
Volviendo al
libro de los Hechos, nosotros tenemos otro aspecto de la ocupación de los
santos. La Escritura dice, "Y continuaban perseverando todos en la
enseñanza de los apóstoles, y en la comunión unos con otros, en el partir el
pan, y en las oraciones." Hechos 2:42 - VM). Ellos perseveraban en conocer
el pensamiento y la voluntad de Dios tal como era comunicada por Sus siervos
(porque en aquel momento no existía ninguna de las Escrituras del Nuevo
Testamento), y por tanto ellos eran llevados al disfrute de la comunión con los
apóstoles (compárese con 1a. Juan 1:3), en la cual los recién convertidos se
deleitaban en el hecho de encontrarse. Además, ellos se reunían alrededor del
Señor a Su mesa para conmemorar Su muerte, esa muerte que era el fundamento de
todas las bendiciones a las cuales ellos habían sido introducidos; y juntos
perseveraban también en reunirse para derramar sus corazones en oración a Dios.
Al contemplar este
hermoso retrato de la casa de Dios, de la energía del Espíritu Santo
produciendo oración y alabanza constantes, así como obediencia a la Palabra,
podemos decir ciertamente, en el lenguaje del salmista, pero con otro
significado, "¡Cuán amables son tus moradas, oh Jehová de los ejércitos!...
Bienaventurados los que habitan en tu casa; Perpetuamente te alabarán."
(Salmo 84).