La Sunamita
“Según tengamos oportunidad, hagamos
bien a todos” (Gálatas 6:10).
La historia está en 2 Reyes
4:8-37 y 8:16.
Cuando el profeta pasaba por allí, esa mujer observó que
Eliseo, por su conducta, era un santo hombre de Dios. Por eso un día le dijo a
su esposo: “Hagamos un pequeño aposento... y pongamos allí cama, mesa, silla, y
candelero, para que cuando él viniere a nosotros, se quede en él”. Así sucedió
que el profeta consiguió alojamiento en la casa de esta mujer y su esposo.
Debemos cultivar este espíritu de percepción, de observar
dónde hay necesidad y actuar. La mujer consultó con su esposo primero, un
hombre mayor. ¡Cuántas mujeres cristianas han abierto sus corazones y sus casas
para hospedar a los obreros del Señor y luego han sido ricamente bendecidas!
“Hospedaos los unos con los otros sin murmuraciones” (1 Pedro 4.9).
Agradecido por su bondad, Eliseo mandó a preguntar si
había algo que ella deseaba tener como recompensa. Pero la mujer indicó que
ella estaba satisfecha con la vida que llevaba, que estaba contenta. Giezi, el
siervo del profeta, le sugirió a Eliseo que tal vez ella quería tener un hijo a
pesar de que su esposo era un hombre ya mayor.
nació
su hijo.
Con el tiempo el niño creció, pero un día, cuando estaba
en el campo con su papá, sufrió un fuerte dolor de cabeza. El padre le ordenó a
un criado que se lo llevara a su madre, pero al mediodía el niño murió en los
brazos de ella. La sunamita llevó a su niño muerto a la cama del profeta y
cerró la puerta.
Entonces, sin decir porqué, le dijo a su marido que iba
ir donde estaba el hombre de Dios. Al hombre le pareció extraño que su esposa
quisiera ir cuando no era un día religioso. Pero ella se puso en marcha e hizo
el largo viaje al Monte Carmelo donde estaba el profeta.
Al verla llegando, Eliseo mandó a su siervo Giezi que le
preguntara por su familia y ella contestó: “Bien”, sin decir que su hijo estaba
muerto. Había perdido a su hijo, pero no su fe. Nunca pidió un hijo, pero Dios
le dio uno y ella no podía creer que le fuera tomado irremediablemente.
Sabiendo que Giezi no iba a hacer nada, pero que el hombre de Dios sí podría
resucitar al niño, ella le dijo a Eliseo: “Vive Jehová, no te dejaré”.
Luego Eliseo acompañó a la mujer a su casa donde estaba
el niño muerto, cerró la puerta de su habitación y oró al Señor. Después, se
extendió sobre el cuerpo del niño, poniendo su boca sobre la boca de él y el
niño revivió. Llamaron a la madre y ella, tan agradecida, recibió a su hijo
como un milagro por segunda vez. Primero fue un don de Dios por nacimiento,
luego lo recibió resucitado.
Un tiempo después, cuando el país fue amenazado por el
hambre, Eliseo le advirtió a la sunamita acerca del peligro. Ella y los suyos
tuvieron que irse a vivir en la tierra de los filisteos. Al cabo de siete años,
cuando regresaron a su país, la mujer fue al rey para rogarle que le devolviera
su casa y sus terrenos.
En esos momentos el rey estaba oyendo de la boca de
Giezi, el siervo de Eliseo, la historia de la resurrección del niño. Así que
Giezi, el siervo dijo: “Esta es la mujer y éste es su hijo”. Luego le fue
devuelto todo lo que le pertenecía, con lo que había ganado su hacienda durante
el tiempo que ella había estado fuera.
La sunamita mostró su iniciativa como anfitriona de
Eliseo, su serenidad frente a la muerte de su hijo y su firmeza después de la
pérdida de sus bienes.
Las historias de la viuda de Sarepta (1 Reyes 17), la
otra viuda pobre (2 Reyes 4.1-7) y la sunamita muestran el cuidado de Dios
hacia las mujeres que le obedecían. Esto ocurrió cuando en los países del Medio
Oriente las mujeres eran consideradas inferiores a los hombres. Aquellas
mujeres pasaron por pruebas, pero Dios recompensó su fe con creces.
En Hebreos 11, el capítulo de la fe, leemos de mujeres
que “recibieron sus muertos mediante resurrección”. El escritor J. M. Flanigan
escribió lo siguiente acerca de la mujer de 1 Reyes 17.8-24 y la de 2 Reyes
4.8-41:
Una mujer era pobre; la otra era rica. Una era israelita;
la otra no. Una era de Sarepta; la otra era de Sunem. Una era viuda; la otra
tenía marido. Una recibió de vuelta a su hijo por el ministerio de Elías; la
otra por el ministerio de Eliseo. Hemos visto que la fe no conoce límites y
este hecho se ilustra otra vez en los casos de estas dos. Una pobre viuda de
Sarepta y una mujer rica de Sunem compartirán por igual las bendiciones que la
fe puede aportar. Del mismo modo recibieron de vuelta a sus hijos muertos,
devueltos de nuevo a la vida.
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