C.H. MACKINTOSH
I.
La
posición del cristiano
Este
punto, en nuestro capítulo, se halla desarrollado de manera doble. No sólo se
nos dice lo que es la posición del cristiano, sino también lo que no es. Si
alguna vez ha existido un hombre que pudiera jactarse de tener su propia
justicia con la cual estar delante de Dios, ése ha sido Pablo. “Si alguno
piensa que tiene de qué confiar en la carne, yo más: circuncidado al octavo
día, del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo de hebreos; en
cuanto a la ley, fariseo; en cuanto a celo, perseguidor de la iglesia; en
cuanto a la justicia que es en la ley, irreprensible” (Fil. 3:4-6).
He aquí
un muy notable catálogo que presenta todo lo que se podría desear para
constituir una buena posición en la carne. Nadie podía aventajar a Saulo de
Tarso. Él era un judío de pura cepa, de una conducta irreprensible, con un celo
ferviente y una devoción inquebrantable. En sus principios, era un perseguidor
de la Iglesia. Como judío, era imposible que no viese que los fundamentos
mismos del judaísmo eran sacudidos por la nueva economía de la Iglesia de Dios.
Era absolutamente imposible que el judaísmo y el cristianismo pudiesen
subsistir sobre el mismo terreno, o que pudiesen reinar juntos sobre el mismo
espíritu. Un rasgo especial del antiguo sistema era la estricta separación de
judíos y de gentiles; un rasgo especial del último es la íntima unión de ambos
en un solo y mismo cuerpo. El judaísmo erigía y mantenía la pared intermedia de
separación; mientras que el cristianismo la derribó para siempre.
Por
tal motivo, Saulo de Tarso, como celoso judío, no podía ser sino un ardiente
perseguidor de la Iglesia de Dios. Ello era parte de su religión, en la cual él
“aventajaba a muchos de sus contemporáneos en su nación”, siendo “mucho más
celoso” (Gálatas 1:14). Saulo tenía todo lo que se podía tener bajo forma de
religión; cualquiera fuese la altura que el hombre podría alcanzar, él la
alcanzaba. No se le escapaba nada que pudiese contribuir a construir el
edificio de su propia justicia, de la justicia en la carne, de la justicia en
la vieja creación. Le fue permitido apropiarse de todas las atracciones de una
justicia legal, a fin de que pudiese arrojarlas lejos de él en medio de las
glorias más brillantes de la justicia divina. “Pero cuantas cosas eran para mí
ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun
estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de
Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por
basura, para ganar a Cristo, y ser hallado en él, no teniendo mi propia
justicia, que es por la ley, sino la que es por la fe de Cristo, la justicia
que es de Dios por la fe” (Filipenses 3:7-9).
Debemos
notar aquí que el pensamiento más sobresaliente en este pasaje no es el de un
pecador culpable que echa mano de la sangre de Jesús para obtener el perdón,
sino más bien el de un legalista que echa de lado, como escoria, su propia
justicia, por haber encontrado una mejor. Ni precisamos mencionar que Pablo era
un pecador por naturaleza, “el primero de los pecadores”, y que, como tal, tuvo
que apropiarse de la sangre preciosa de Cristo, y hallar allí el perdón, la paz
y la aceptación para con Dios. Muchos pasajes del Nuevo Testamento nos enseñan
esto; pero no es éste el pensamiento principal del capítulo que estamos
considerando. Pablo no está hablando de sus pecados sino de sus ganancias. No
está ocupado con sus necesidades como pecador, sino de sus ventajas como
hombre, como hombre en la carne, como hombre en la vieja creación, como judío,
en una palabra.
Es
cierto, benditamente cierto, que Pablo trajo todos sus pecados a la cruz y que
ellos fueron lavados en la sangre expiatoria de la divina ofrenda por el
pecado. Pero vemos otra cosa en este importante pasaje. Vemos a un hombre
legalista arrojando lejos de sí su propia justicia y estimándola como una cosa
repugnante y sin valor en comparación con un Cristo resucitado y glorificado,
quien es la justicia del cristiano, la justicia que pertenece a la nueva
creación. Pablo tenía pecados que lamentar, pero tenía una justicia en la cual
podía gloriarse. Tenía culpa en la conciencia, y laureles en la frente. Tenía
abundantes cosas de que avergonzarse, y abundantes cosas de que gloriarse. Pero
el punto principal que se presenta en Filipenses 3:4-8 no es el de un pecador
cuyos pecados han sido perdonados, su culpa borrada y su vergüenza cubierta,
sino el de un legalista que deja atrás su propia justicia, el de un erudito que
se despoja de todos sus laureles, el de un hombre que abandona su vanagloria
por la sencilla razón de que ha hallado la verdadera gloria, el galardón
inmarcesible y una eterna justicia en la Persona de un Cristo victorioso y
exaltado. No se trataba solamente de que Pablo, el pecador, tuviese necesidad
de una justicia, porque, en realidad, él no tenía ninguna; sino de que Pablo,
el fariseo, prefería la justicia que le fue revelada en Cristo, porque ella era
infinitamente mejor y más gloriosa que toda otra.
Sin
duda, Pablo, como pecador, tenía necesidad de una justicia, en la cual pudiese
estar de pie ante Dios, como todo otro pecador; pero no es eso lo que él nos
presenta en este capítulo. Deseamos que nuestros lectores comprendan con
claridad este punto, a saber, que no es sólo cuestión de que mis pecados me
muevan hacia Cristo, sino de que Sus excelencias me atraen a Él. Es cierto que tengo
pecados y que, por lo tanto, necesito a Cristo; pero, aunque tuviese una
justicia, la arrojaría lejos de mí y sería dichoso de refugiarme “en Él”. Sería
una positiva “pérdida” para mí el tener una justicia propia, ya que Dios me ha
provisto en su gracia de tan gloriosa justicia en Cristo. Es como Adán en el
huerto de Edén; estaba desnudo y, en consecuencia, se hizo un delantal; pero
habría sido una “pérdida” para él el hecho de conservar el delantal después que
Jehová Dios le hiciera una túnica. Seguramente era muchísimo mejor tener una
túnica hecha por la mano de Dios, que un delantal hecho por la mano del hombre.
Así pensó Adán, así pensaba Pablo, y así pensaban todos los santos de Dios
cuyos nombres hallamos grabados en las páginas sagradas. Es mejor estar en la
justicia de Dios, que es por la fe, que estar en la justicia del hombre, que es
por las obras de la ley. No es solamente una gracia ser librados de nuestros
pecados mediante el remedio que Dios proveyó, sino que es también una gracia
ser librados de nuestra justicia y aceptar, en lugar de ella, la justicia que
Dios reveló.
Así
pues, vemos que la posición de un cristiano está en Cristo. “Hallado en él”
(Filipenses 3:9). Ésta es la posición cristiana. Nada más ni nada menos que
ésta. No es que una parte esté en Cristo y la otra en la ley, una parte en
Cristo y otra en las ordenanzas. No; se halla toda “en él”. Ésta es la posición
que el cristianismo provee. Si se la tocase en lo más mínimo, no sería más el
cristianismo. Puede que se trate de algún «ismo» antiguo, de un «ismo» medieval
o de algún «ismo» nuevo; pero si fuese otra cosa que no sea solamente “hallado
en él”, seguramente no sería el cristianismo del Nuevo Testamento. Vemos, pues,
la importancia, en el tiempo en que vivimos, de actuar en las conciencias de
nuestros lectores. Les suplicamos que consideren bien este primer punto, como
lo ha expresado un himno: «En Cristo está nuestra posición.» Él es nuestra
justicia; él mismo, el Cristo crucificado, resucitado, exaltado y glorificado.
Sí, él es nuestra justicia. “Ser hallado en él”, he aquí la propia posición
cristiana. No es el judaísmo, el catolicismo, ni ningún otro «ismo». No es ser
miembro de esta iglesia o de tal otra, sino que es estar en Cristo. Éste es el
gran fundamento del verdadero cristianismo práctico. Ésta es, en una palabra,
la posición del cristiano.
(continuará)
No hay comentarios:
Publicar un comentario