domingo, 18 de agosto de 2024

Las últimas palabras de Cristo (8)

 JUAN 15 (CONTINUACIÓN)


La compañía cristiana (Juan 15:9-17)

En los últimos discursos del Señor hay una progresiva revelación de la verdad que prepara a los discípulos para apartarlos del sistema terrenal judío con el que estuvieron relacionados. Tenemos la introducción de la nueva compañía de cristianos, de origen y destino celestiales, que son dejados un tiempo en el mundo para ser los representantes de Cristo, del Hombre en la gloria.

Mientras escuchamos al Señor, haremos bien en recordar dos hechos que subyacen a toda la enseñanza de sus palabras de despedida. El primer hecho, que ante todo nos ha sido mostrado repetidas veces, es que el Señor dejaba este mundo para ocupar un lugar nuevo como Hombre en el cielo. El segundo hecho es que una Persona divina —el Espíritu Santo— venía a esta tierra procedente del cielo. La consecuencia de estos dos hechos en el mundo fue una compañía de creyentes, unida a Cristo en la gloria y unos a otros por el Espíritu Santo. A esta compañía representada por los discípulos se dirige el Señor con sus últimas palabras.

Habiéndoles revelado el deseo de Su corazón acerca de que llevaran fruto (como la expresión de Su carácter de amor) en un mundo del que Él se ausentará, ahora les presenta la nueva compañía cristiana en la que puede verse este fruto. ¿No queda claro que para que el fruto llegue a expresarse totalmente necesita de una compañía? Pues es evidente que muchas de las gracias de Cristo apenas pudrían expresarlas un solo discípulo aislado de los demás. La paciencia, la bondad, la amabilidad y los otros rasgos de Cristo solo pueden expresarse en la práctica cuando nos hallamos en compañía de otros. Al comienzo del versículo 13 se nos dice que durante la ausencia de Cristo están en la tierra aquellos que llama los Suyos, a quienes Él ama hasta el fin. El hecho de que Él los ama hasta el fin demuestra que a pesar de todos los fallos que cometan, existirán hasta el final. Vistos desde una esfera externa, podrán estar divididos y dispersos, pero forman una unidad bajo la mirada de Él. «El Señor conoce a los que son suyos». Felices aquellos creyentes que se regocijan en la compañía de los suyos. Si Cristo estuviera corporalmente presente en la tierra, a todos nos gustaría estar en su compañía, pero como no es así será de nuestro agrado estar con quienes expresan algo de Su carácter. Si en medio de toda la confusión de la cristiandad hallamos a unos cuantos que sin ninguna pretensión manifiestan algún rasgo moral de Cristo serán, sin lugar a dudas, muy atrayentes para el corazón que ama a Cristo, mientras que los sistemas religiosos de los hombres perderán su atractivo por su mucho humanismo y lo poco que tienen de Cristo.

Qué importante es, pues, que pongamos toda nuestra atención al pasaje que nos revela los elementos morales de una nueva compañía de cristianos que forman la asamblea de Cristo durante Su ausencia. Al hablar de la compañía cristiana, debemos tener cuidado de no reducir su círculo a un número limitado de cristianos, o de ampliarlo para incluir en él a quienes no son de Cristo.

 

vv. 9-10. La señal más importante de la compañía cristiana es el amor con el que Cristo la ama. Esta compañía será ignorada por parte del mundo, que la menospreciará y aborrecerá si le es conocida, pero será amada por Cristo. Y el amor con que la ama es de tal profundidad que solo puede medirse con el amor con que el Padre ama a Cristo. El Padre miró a Cristo como Hombre en esta tierra y le amó con toda la perfección del amor divino; y ahora Cristo, desde la gloria, mira a los suyos en este mundo para derramar su amor sobre ellos a través de unos cielos abiertos.

A estos les dice el Señor que permanezcan en su amor. El disfrute de sus bendiciones y el poder del testimonio que den dependerán de si permanecen conscientes de Su amor. Las palabras solemnes del Señor dirigidas al ángel de la iglesia en Éfeso («has dejado tu primer amor»), indican el primer paso en el camino que conduce a la ruina y a la diseminación de la compañía cristiana. Su declive final vino cuando cesaron de dar un testimonio unido para Cristo y el candelero fue quitado (Ap. 2:4,5). Cuando los cristianos andaban gozando del amor divino nada podía prevalecer contra su testimonio de unidad, pero en cuanto perdieron su primer amor por Cristo tras perder de vista el sentimiento del amor de Cristo hacia ellos, pronto dejaron de presentar un testimonio conjunto ante el mundo. Cuántas veces se ha repetido la historia de la Iglesia en compañías pequeñas de los santos. Si hay alguien que quiera responder a las palabras del Señor y continuar en su amor, que ponga toda su atención en las directrices que Él marca para el camino. A nosotros solo nos es necesario continuar en su amor andando en la senda de la obediencia. «Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor». El niño que insiste en hacer su voluntad, desobedeciendo a sus padres, aprecia muy poco el amor que le dan y se pierde el poder gozarlo. Lo mismo sucede con el cristiano, que retendrá el gozo del amor del Señor si anda en obediencia a la revelación de su mente.

Nos mantendremos en el amor de Cristo lo mismo que si quisiéramos quedarnos al sol para recibir el calor de sus rayos. El amor de Cristo se basa en el camino de la obediencia, que brilla por toda la senda de sus mandamientos. El guardarlos no producirá más amor que el calor producido por los rayos solares si caminamos por un sitio soleado, y para ser justos, la exhortación no es la de buscar o merecer el amor, sino la de permanecer en él. El propio Señor fue el ejemplo perfecto de Aquel que holló la senda de la obediencia: «Yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor».

 

v. 11. El otro gran rasgo de la compañía cristiana es el gozo de Cristo. Dice el Señor: «Estas cosas os he hablado, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido». No se trata de un simple gozo natural, y mucho menos del gozo del mundo. Se trata del gozo de Cristo que brotaba «de un sentimiento ininterrumpido de sentirse gozando del amor del Padre». Sin duda, todos tenemos alegrías terrenales que tienen su sanción de Dios y pueden disfrutarse en el tiempo y en su lugar, pero son alegrías que acabarán decepcionándonos. Las alegrías de la tierra cesan y sus glorias pasan, y el vino de la alegría terrenal se acaba. Se nos permite beber del arroyo en el camino, pero este se seca (Sal. 110:7; 1º R. 17:7). Sin embargo, existe una fuente de alegría en el creyente que salta para vida eterna y nunca se agotará. Así se refiere el Señor al gozo de lo que puede permanecer en nosotros. En realidad, se trata de un gozo que dura más que las alegrías pasajeras, que permanece y tiene su origen en el amor del Padre, igual de duradero que el amor del cual brota.

El gozo del que aquí habla el Señor no es solo duradero, sino que además dice a los discípulos que estará en ellos. Si está en nosotros, no es como el gozo de este mundo que depende de las circunstancias externas. El salmista decía: «Tú diste alegría a mi corazón, mayor que la de ellos cuando abundan en grano y en mosto» (Sal. 4:7). Los goces terrenales dependerán de lo que prosperen las circunstancias de fuera, pero las alegrías del Señor se llevan en el corazón. En sus circunstancias externas, el Señor fue un desechado y proscrito, el Varón de dolores experimentado en quebranto. En su senda de obediencia perfecta a la voluntad del Padre nunca se movió de la plena comprensión de su amor, y fue en el amor del Padre que halló una fuente constante de todo su gozo. Y nosotros también, en tanto que andemos en obediencia al Señor, permaneceremos en la comprensión de su amor, ante cuyo calor no solo hallaremos gozo sino también aquella plenitud que quita de nuestro camino la pena por el fracaso y la angustia por las cosas terrenales.

 

vv. 12-13. La nueva compañía se caracteriza por su amor. No solamente es amada, sino que también ama, pues este es el mandamiento del Señor: «Que os améis unos a otros, como yo os he amado». Es un amor que no debe confundirse con un modelo humano, con sus esporádicas manifestaciones de egoísmo, sino un amor que no tiene otra norma que la del amor del Señor por nosotros, en el que no hay rastro del yo. El Señor dice al respecto: «Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos». La muerte no es vista aquí en su carácter expiatorio, sino como la suprema expresión del amor. El amor terrenal se siente atraído con frecuencia hacia algún objeto agradable, pero el amor divino se eleva sobre nuestros fallos y flaquezas, y nos ama a pesar de todo lo desagradable que hay en nosotros. Este es el amor de Cristo, y el amor que deberíamos conservar entre nosotros. Un amor que no es indiferente a nuestros fallos y tachas, y que además cumple su objetivo de hacer el mayor de los sacrificios posibles pasando por alto todo cuanto tenemos de desagradable, dando la vida por un amigo. Como alguien bien dijo: «no puede darse mayor prueba ni mayor nivel de amor».

 

vv. 14-15. La compañía cristiana es una compañía depositaria de las ricas confidencias de Cristo y de los consejos secretos del corazón del Padre. El trato que el Señor da a los suyos no es meramente de siervos, a quienes se les da órdenes que cumplan, sino de amigos a los que se les comunica secretos: «Todas las cosas que le oí a mi Padre, os las he dado a conocer». No se trata de que no fueran siervos (2ª Ped. 1:1, Judas 1; Rom. 1:1), pero eran mucho más que eso. Eran amigos, y si el privilegio de que fueran siervos era grande, el de ser amigos era mucho mayor. El siervo, en calidad de siervo, «no sabe lo que hace su Señor». Solo conoce la tarea que se le asigna y recibe las instrucciones justas para que la acometa. El siervo que es tratado como amigo sabe más, pues recibe el propósito secreto del Maestro para el que trabaja y lleva a cabo la obra. Un amigo es alguien con el que hablamos de nuestras cosas sabiendo que pueden llegar a ser de su interés, aunque no vayan con él. Así es como Dios trató a Abraham, el hombre llamado el amigo de Dios: «¿Encubriré yo a Abraham lo que voy a hacer?» Vemos nuevamente que la obediencia de los mandamientos del Señor nos asegura el lugar de amigos bajo la misma premisa que anteriormente permitía conservar el gozo del amor. A menos que andemos en obediencia a los mandamientos del Señor, poco conoceremos los consejos del corazón del Padre. Si permanecemos en la senda de la obediencia, Él nos tratará como amigos.

 

v. 16. La compañía cristiana es una compañía escogida: «No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros». Estuvo de su mano el escogernos, no que nosotros le escogimos a Él. Y bien está que fuera así, pues si en un acceso de entusiasmo hubiéramos escogido nosotros al Señor como nuestro Maestro para dar fruto, al cabo de no mucho tiempo habríamos vuelto sobre nuestros pasos bajo la presión de las circunstancias. Personas voluntarias que en ocasiones se cruzaron en el camino del Señor, recibieron no poco estímulo que les permitió continuar el camino con Aquel que no tenía donde recostar su cabeza y era el escarnio de los hombres. Pero de aquellos a los que Él llamó, dice: «Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas». Sin duda alguna, aquí no se trata de ninguna cuestión de la elección soberana para la vida eterna, sino del amor que nos escogió y nos ordenó para poder llevar un fruto en la tierra que fuera duradero. Un bendito cumplimiento de esto lo encontramos en los apóstoles, pues la gracia de Cristo que se expresó en sus vidas los ha puesto como ejemplo del rebaño en todas las épocas.

Por último, la compañía cristiana depende de la oración para tener acceso al Padre en el nombre de Cristo. Gozando de su amor, y siendo admitida a las confidencias de Cristo y sus amigos, empiezan a ser instruidos en su mente, de modo que todo lo que pidan al Padre en el nombre de Cristo Él se lo dará.

Acabamos de ver cómo debe ser el círculo cristiano según la mente del Señor. Todo lo que en él es de Cristo puede conocerse y disfrutarse, pues no cabe duda de que estas palabras brotan dulcemente de los labios del Señor: «mi amor, gozo, mis mandamientos, mi Padre, mi nombre, etc.…». Aquí también se encuentra, como alguien ha dicho, «la completa historia del amor reflejada en el amor del Padre por su Hijo, en el amor de Jesús por su pueblo y en el amor de su pueblo entre sus miembros, marcando cada etapa del mismo la fuente y la pauta para la siguiente».

El cuadro que forma la compañía cristiana, cuya representación da aquí el Señor, es de lo más hermoso, pero es en vano que nos esforcemos en encontrar entre todo su pueblo cualquier expresión de los deseos del Señor. Sin embargo, e incluso dispersados como estamos y divididos, no vayamos a dejar que nuestro camino lo ordenen otras normas que no sean las que nos permitan, a cada uno, buscar responder individualmente a la mente del Señor.

 

v. 17. «Estas cosas» de las que habla el Señor fueron introducidas con el amor de Cristo a los suyos, con el fin de unirlos en un amor unánime los unos por los otros. Así es como podemos apreciar lo oportunas que son las palabras del Señor: «Esto os mando, que os améis unos a otros».

H. Smith


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