1.
Haber “entrado en
la tierra”: En Cristo podemos decir que hemos
penetrado ya en el cielo; bendecidos “con toda bendición espiritual en los
lugares celestiales en Cristo”, porque “Dios... nos hizo sentar en los lugares
celestiales con Cristo Jesús” (Efesios 1:3; 2:4-6).
2.
Luego es preciso “poseer” la tierra: esto
es, gozar del cielo, por la fe, como de algo que realmente nos pertenece; es
nuestra herencia y hemos recibido las arras de ella, a saber, el Espíritu Santo
que nos presenta a Cristo allí donde está ahora (Efesios 1:14).
3.
Morar en la
tierra prometida: no solo es estar en el cielo por
algunos breves momentos, sino habitarlo continuamente; buscando las cosas de
arriba, donde Cristo está a la diestra de Dios; meditar y complacerse en las
cosas de arriba, no en las de la tierra (Colosenses 3:1-2).
4.
Una vez cumplidas
estas condiciones, podremos tomar “de las primicias de
todos los frutos” de la tierra; esto es, todo cuanto habremos visto, conocido y
recibido de él, al ocuparnos y alimentarnos de su Persona. Después de la
cosecha, el israelita debía colocar estos frutos en una cesta e ir al lugar que
Dios había escogido para hacer morar allí Su Nombre (Deuteronomio 12). Hoy,
habiendo preparado, no un discurso sino nuestros corazones, a fin de que sean
aptos para la alabanza, nos dirigiremos allí “donde están
dos o tres congregados en Su Nombre” (Mateo 18:20),
presentando nuestras canastas rebosantes de frutos cosechados. En aquel
entonces era el sacerdote quien tomaba el canasto y lo colocaba ante el altar
de Dios; ahora tenemos “un gran sacerdote sobre la casa de Dios” (Hebreos
10:21); por medio de él podemos ofrecer a Dios sacrificio de alabanzas, “fruto
de labios que confiesan su nombre” (Hebreos 13:15). Como antiguamente Aarón llevaba “las faltas cometidas en todas las
cosas santas, que los hijos de Israel hubieren consagrado” (Éxodo 28:38),
Cristo, “gran sacerdote sobre la casa de Dios”, purifica nuestras alabanzas,
tan imperfectas, para que Dios pueda aceptarlas. ¿No es también Aquel que
prorrumpe las alabanzas en medio de la congregación (Salmo 22:22), de tal modo
que nos une a él en la adoración que sube hacia el Padre?
¡Cuán
poco entendemos esta “preparación” del culto! Y en gran parte es porque
desconocemos qué significa en la práctica el lavado en la fuente de bronce.
¿Por qué extrañarnos entonces al ver nuestros canastos tan vacíos? ¿Por qué
asombrarnos de nuestra debilidad al estar reunidos para la adoración?
Señalemos
todavía un punto de gran importancia relacionado con dicha preparación del
culto. Si un hermano ha pecado contra otro y la cosa no ha sido arreglada, toda
la Asamblea se verá imposibilitada para rendir el culto que conviene; al ser
contristado de semejante forma, el Espíritu Santo no podrá obrar libremente.
Entonces, ¿qué conviene hacer en este caso? Sencillamente lo que nos enseña la
Palabra de Dios: “Si tu hermano peca contra ti, ve y repréndele estando tú y él
solos; si te oyere, has ganado a tu hermano” (Mateo 18:15). Del mismo modo, si
un hermano sabe que otro tiene algo contra él, debe también resolver la
dificultad antes de ofrecer su presente (Mateo 5:23-24).
Sobra
decir que estas enseñanzas nos son dadas para casos susceptibles de perturbar
la comunión en la mesa del Señor. Seguramente sería peligroso querer obtener, a
toda costa, una misma opinión acerca de todos los puntos, haciendo de ello una
condición de comunión en la mesa del Señor. Ciertamente sería estupendo si
todos los hermanos y hermanas tuviesen un mismo pensamiento, una perfecta
unanimidad en cuanto a las cosas del Señor; y esto ocurriría si dependiéramos
siempre del Espíritu, si siempre nos dejásemos guiar y enseñar por él y solo
por él, en otras palabras, si escuchásemos “lo que el Espíritu dice a las
iglesias”. ¡Cuán lejos estamos de hacerlo en la práctica! No olvidemos que
debido a la flaqueza que nos caracteriza, nuestro hermano puede apreciar las
cosas de un modo distinto al nuestro en muchos pormenores de los cuales no
podemos hacer una condición de comunión en la mesa del Señor.
Sin
duda alguna, cuanta más comunión exista con Dios y entre Sus adoradores, tanto
más elevado será el nivel del culto, porque el Espíritu Santo podrá obrar con
mayor poder cuando haya mayor comunión. Es de desear que esta sea cada vez más
amplia, pero solo puede practicarse en la medida en que los creyentes –tomando
“el alimento sólido” de los “perfectos” u hombres maduros tengan el
discernimiento espiritual que se deriva de ello. Sería vano querer lograr un
resultado sin ocuparse del móvil de las cosas: “Vamos adelante a la
perfección”, o mejor dicho, hacia el estado de hombres espiritualmente maduros
(Hebreos 5:12-14; 6:1). Entonces tendremos “los sentidos ejercitados en el
discernimiento del bien y del mal; rechazaremos resueltamente el mal y |haciendo
el bien, gozaremos de una profunda y real comunión con Dios. Morando en la
tierra prometida, sin descuidar el continuo lavado en la fuente de bronce,
podremos rendir culto según el deseo de Dios, quemando el fragante incienso
sobre el altar de oro
P. Fuzier
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