Despiértate, despiértate, vístete de poder, oh brazo de Jehová; despiértate como en el tiempo antiguo, en los siglos pasados, Isaías 51.9
Es el lenguaje de los
fieles de Israel en una época futura, suplicando a Dios de todo corazón por una
manifestación de su poder a favor de Sión y la nación. Entendemos que en este
caso “el brazo de Jehová” es una persona: Cristo. Un espíritu de confesión y
súplica precederá aquella grandiosa obra de Dios a favor de Israel en los días
de la gran tribulación.
¿No podemos aprender
nosotros también, en estos días en que vivimos, que, si deseáramos
restauración, avivamiento y bendición, debe haber primeramente un espíritu de
confesión y súplica?
Aquellos suplicantes le hacen a
Dios recordar los tiempos antiguos — varios miles de años — cuando El destruyó
los ejércitos de Faraón para sacar a su pueblo “por camino seco en medio de las
profundidades del mar”. Para ellos Dios nunca ha perdido su poder. Al comienzo
del capítulo leemos: “No se ha acortado la mano de Jehová para salvar, ni se ha
agravado su oído para oír”.
Dios en su clemencia
se tarda muchas veces en “cobrar la cuenta”. Pero en el caso de Israel en este
capítulo, aquella nación ha tenido que cosechar lo que sembró, encontrándose ya
en los tres años y medio de gran aflicción. Si nosotros, su pueblo redimido,
quisiéramos evitar la mano castigadora de nuestro Padre celestial, debiéramos
confesar nuestro pecado y apartarnos de él. “Si confesamos nuestros pecados, él
es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad”.
Despierta,
despierta, levántate, oh Jerusalén, que bebiste de la mano de Jehová el cáliz
de su ira, Isaías 51.17
La respuesta del Señor
al clamor de su pueblo es una llamada a Jerusalén a levantarse. Ahora Dios está
dispuesto a abogar por los suyos; dice el versículo 22 que El aboga por ellos.
La cosa será al revés: sus enemigos serán angustiados y beberán del cáliz de la
ira divina.
Se trata de esto en Apocalipsis 19,
donde vemos al Señor Jesucristo saliendo del cielo montado sobre un caballo
blanco, con toda su magnificencia de Rey de reyes y Señor de señores. El
pisotea a sus enemigos y libra a Jerusalén y a los fieles de la nación de
Israel de aquellos que los destruían.
En aquel día los
ejércitos celestiales acompañarán a su glorioso Señor, y nosotros seremos
manifestados con él. “Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces
vosotros también seréis manifestados con él en gloria”, Colosenses 3.4. Su
venida se acerca, y El nos llama ahora: “Levantad vuestra cabeza, porque
vuestra redención está cerca”, Lucas 21.28.
Despierta,
despierta, vístete de poder, oh Sion; vístete tu ropa hermosa, oh Jerusalén,
ciudad santa; porque nunca más vendrá a ti incircunciso ni inmundo, Isaías 52.1
El profeta puede ver a
lo largo de los siglos venideros el cumplimiento pleno de la súplica angustiosa
de Israel a su Dios: “Vístete de poder, oh brazo de Jehová”. El reloj profético
tocará la hora para la restauración de Sión y su preparación para recibir al
gran Rey. Dios es un Dios de orden; El no hace las cosas precipitadamente, ni
actúa antes del tiempo ni después del tiempo.
Una de las razones
porque ha transcurrido tanto tiempo desde el cumplimiento de la profecía de
Isaías es que primeramente el Señor Jesucristo ha de venir y llevar su Iglesia
al cielo. La formación de la Iglesia ha sido una obra lenta pero segura, y está
llegando rápidamente a su consumación.
No se puede ignorar
que hay indicaciones en los acontecimientos mundiales que apoyan esta creencia.
Hay el movimiento nacionalizador de Israel, el movimiento ecuménico en el
romanismo y el protestantismo, el mercado común en Europa con la aparente
restauración del antiguo imperio romano, y se hace palpante entre los que se
congregan en el nombre del Señor el espíritu de tibieza cual Laodicea.
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