JUAN 16
Introducción
Meditando en estas últimas
palabras del Señor Jesús, registradas en los capítulos 13 a 16 de Juan, tenemos
que recordar siempre que el Señor se proponía preparar a los Suyos para que
testificaran de Él en el lugar donde fue rechazado, y mientras durara el tiempo
de su ausencia.
Para llevar a un
cumplimiento este gran fin, hemos visto en los discursos precedentes la
necesidad de tener nuestros pies lavados (Juan 13), nuestros corazones
consolados y unidos a las personas divinas (Juan 14), y que nuestras vidas
presenten el carácter de Cristo mientras nuestros labios se abren en testimonio
de Él (Juan 15). En este último discurso, nuestras mentes reciben la enseñanza
a efecto de poder ofrecer un servicio inteligente y no caer en el tropezadero
del mundo religioso que rechaza a Cristo.
Ser instruidos en la mente
de Cristo es el gran objetivo que subyace a este último discurso. En el
servicio del Señor puede existir mucho celo que no se corresponda con la
sabiduría que debe manifestarse, lo que explicaría que el resultado sea escaso
y grande la decepción. La enseñanza del discurso se presenta en el siguiente
orden:
En primer lugar, se nos
advierte acerca del trato con que el mundo religioso medirá a los que
testifiquen de Cristo (1-4).
En segundo lugar, vemos que
para crecer en inteligencia en la mente de Cristo era necesario que Él fuera al
Padre y enviara al Consolador (5-7).
Cuando venga el Espíritu,
los creyentes serán instruidos en el verdadero carácter de este presente mundo
malo (8-11).
Luego, los creyentes serán
guiados por el Espíritu Santo al conocimiento de otro mundo, del venidero
(12-15).
En último lugar, recibirán
también la enseñanza en cuanto al verdadero carácter del nuevo día que está a
punto de esclarecer.
La
persecución del mundo religioso (Juan 16:1-4)
En el discurso previo el
Señor presentó a los discípulos los rasgos de la nueva compañía cristiana, cuyo
privilegio sería el poder llevar fruto para el Padre y testificar de Cristo a
un mundo del que Él se ausentará.
v.
1. No obstante, aquellos que de alguna manera llevan el
carácter de Cristo y testifican de Él en un mundo que le odia tendrán que enfrentarse,
tarde o temprano, al sufrimiento y a la persecución que nos son presentados al
inicio de este capítulo. El amor tierno y cuidadoso del Señor les da a los
discípulos aviso acerca de ello, previendo que iban a sufrir cuando se iniciara
la persecución y queriendo evitarles cualquier ofensa. De no haberlos avisado
con antelación, sus prejuicios naturales, que estaban unidos a la dispensación que
ya terminaba y desconocía la incipiente era cristiana, habrían sido su tropiezo
en la confrontación con la persecución. La historia mostrará más tarde lo
necesarias que fueron para ellos estas advertencias.
Juan el Bautista estuvo a
punto de recibir ofensa. Su fe encajó un duro golpe porque fue tratada como no
se lo esperaba. Como resultado de su testimonio fiel fue a parar a la cárcel, e
ignorando la mente del Señor le envía un heraldo con el siguiente mensaje:
«¿Eres tú el que ha de venir?» La respuesta fue: «Bienaventurado es el que no
tropieza en mí». Los discípulos, que estaban falsamente esperanzados con la
inmediata redención de Jacob, se enfrentaban a este mismo peligro que los
descalificaba para sufrir la persecución proveniente de Israel. Estas falsas
expectativas los dejaban desprotegidos ante el peligro de la ofensa.
vv.
2-3. La advertencia del Señor los prepara no solamente para la
persecución, sino para la persecución religiosa. Los discípulos de Cristo
serían expulsados de las sinagogas, con la pérdida que eso conlleva de toda
compañía familiar, social o de índole política (Juan 9:22). Esta persecución
religiosa tendría su origen en motivos religiosos: «Cualquiera que os mate,
pensará que rinde servicio a Dios». Cuanto mayor es la sinceridad mostrada, más
implacable se vuelve la persecución, motivada por la ignorancia que se tiene
del Padre y del Hijo. Como se ha dicho con acierto: «del mismo modo que sucedió
con los judíos, que perseguían a los cristianos, así sucede con los cristianos
que han perseguido a cristianos». Estas cosas, que se han hecho siempre para la
«gloria de Dios» y en el nombre
de Cristo son las que Dios mira desde el cielo y dice: «No
conocen al Padre ni a mí».
v.
4. En los días venideros, la persecución sería una ocasión
propicia para recordar a los discípulos las palabras del Señor, y confortaría
sus corazones con la sensación nueva de aquella omnisciencia
que ya conocían, y de aquel amor que los guardaba. Hasta este momento no se
había suscitado la necesidad de hablar de estas cosas, pues el Señor estaba
presente para guardarlos. Eran cosas que pertenecían al tiempo de Su ausencia,
no de Su presencia.
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