sábado, 30 de agosto de 2025

El monte de la oración: Cristo el gran intercesor

 

Despedida la multitud, subió Jesús al monte a orar aparte; y cuando llegó la noche, estaba allí solo. Mateo 14.23. Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros. Romanos 8.34. Es de notar que nuestro Señor no encargó a ninguno de los apóstoles a despedir la gente. Lo hizo El mismo, enseñándonos la importancia de este ministerio. Al presenciarse uno extraño a las reuniones, la manera en que se le despide puede dejar con él una impresión para bien o para mal. Acompañando la despedida con una invitación amable a volver, puede resultar en otro paso para ganar esa persona para Cristo. En cambio, una despedida con frialdad puede desanimar al visitante.

La oración es devoción

Los discípulos entraron en la barca y Cristo subió cerro arriba para orar a solas. Cuando bajó ya era la cuarta vigilia, o sea entre las 3:00 y las 6:00 de la mañana, de manera que Él había pasado la noche en oración. Los discípulos estaban bregando con las olas y el viento, pero la barca no podía zozobrar porque Cristo estaba orando por ellos.

En el Evangelio según Lucas, que presenta a Cristo en su humanidad, se destaca su vida de oración. En tal sagrado ejercicio se le encuentra siete veces antes de su crucifixión:

¨       en 3.21, en su bautismo

¨       en 5.16, en un lugar desierto

¨       en 6.12, toda la noche

¨       en 9.18, orando aparte

¨       en 9.28, en el monte de la transfiguración

¨       en 11.1, en un lugar no nombrado

¨       en 22.41, en el Getsemaní

Él es la inspiración perfecta para nosotros, para que sigamos sus pisadas. En Lucas se finaliza el relato de su ascensión con él alzando las manos en el acto de oración, derramando sobre sus discípulos las bendiciones del Padre. Es el gran sumo sacerdote que traspasó los cielos, dice Hebreos 4.14, añadiendo, “retengamos nuestra profesión”.

En Salmo 141 David clama a Dios en un gran apuro, diciendo: “Suba mi oración delante de ti como el incienso, el don de mis manos como la ofrenda de la tarde”. El culto del templo en Jerusalén empezaba con los primeros rayos de la luz, cuando el cordero era ofrecido en holocausto sobre el altar de bronce, figura de Cristo padeciendo en el Calvario. Fue el lugar afuera donde se realizó el acto que satisfizo la justicia de Dios y abrió a la vez el paso para que los adoradores adorasen a Dios. De nuevo a las 3:00 de la tarde había el holocausto con el sacrificio de un cordero, y es notable que Mateo relata que fue “cerca de la hora novena” — las 3:00 p.m. — que Cristo clamó en las tinieblas con gran voz, diciendo, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”

Y, antes de entregar el espíritu, El clamó, “Consumado es”. Este acontecimiento asombroso sincronizó con la hora de la oración, Hechos 3.1, cuando en el lugar santo el sumo sacerdote estaba ofreciendo incienso sobre el altar de oro. Este altar es figura de él, quien entró en la presencia de Dios y abrió para nosotros un camino nuevo y vivo a través del velo rasgado. Por eso cantamos, “En Cristo habiendo hallado Pontífice real, por él a Dios llegamos con libertad filial ...” El incienso que tenemos ahora es la fragancia de su nombre glorioso y la excelencia de todos sus atributos.

La oración es dedicación

Habiendo considerado el lado devocional en cuanto a Cristo y la oración, pasamos al práctico.

En Hechos de los Apóstoles, después de la ascensión del Señor, vemos a los discípulos perseverando todos unánimes en oración y ruego por diez días. De repente el Espíritu desciende sobre ellos, y “les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego ... y fueron llenos del Espíritu Santo”.

En este día de Pentecostés la Iglesia tuvo su principio en la cuna de la oración, la cual respaldó su testimonio dinámico delante del mundo cuando tres mil almas fueron convertidas. La oración es una potencia irresistible, y es la primogenitura de todo verdadero hijo de Dios.

Enseguida, en la conversión milagrosa de Saulo de Tarso, el Señor se comunicó desde la gloria con Ananías, su fiel discípulo, para enviarle a donde estaba hospedado este nuevo convertido. Dijo: “He aquí, él ora”. Sin duda Pablo había pasado los tres días de su ceguedad en la oración, Hechos 9.9,11. No leemos de otra persona tan entregada a la oración, aparte del Señor mismo, como él.

En Romanos 8.15 dice, “Habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos, ¡Abba, Padre!” Una evidencia de vida en una criatura al nacer es su clamor. La madre lo interpreta como solicitud por alimento. Hay la oración privada con la cual el creyente debe empezar y terminar el día, y también puede valerse del acceso a su Padre celestial en todo momento.

En 1 Timoteo 2.1 al 3 se trata de la oración pública, nombrando cuatro elementos: (1) rogativas: son peticiones que nacen de una necesidad específica. (2) oraciones: es la palabra básica que se usa aquí, significando la reverencia al dirigirse uno a Dios. (3) peticiones: indican la confianza de un niño en pedir una cosa; es el agradecimiento que va junto con la oración

Por un lado, podemos pedir confiadamente: “¿Qué padre de vosotros, si su hijo le pide pan, le dará una piedra?” Lucas 11.11,12. Por otro lado, debemos pedir según la voluntad divina: “Esta es la confianza que tenemos en él, que, si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye”, 1 Juan 5.14.

Nuestro Señor nos da una lección práctica en Lucas 18.9 al 14, hablando de dos hombres y dos clases de oración. Un hombre era fariseo y el otro publicano, y ambos subieron al templo a orar. El fariseo oraba consigo mismo, pero no fue oído. El llamaba a Dios, pero en simple formalismo. En cambio, hubo en el publicano un espíritu de humillación y arrepentimiento. El no multiplicó palabras, pero las seis que usó salieron de su corazón: “Dios sé propicio a mí, pecador”. El comentario de Cristo es que el publicano descendió a su casa justificado, antes que el otro.

Ahora, ¿dónde orar? La respuesta es: “en todo lugar”, 1 Timoteo 2.8. Jonás oró desde el vientre del gran pez, y Dios le oyó. Pedro oró al hundirse en el mar. Su oración fue la más breve y urgente de toda su vida: “¡Señor, sálvame!” Cristo no demoró en contestarle: “Al momento Jesús, extendiendo la mano, asió de él”, Mateo 14.30,31. Pablo y Silas oraron en el calabozo, Hechos 16.25,26. De repente hubo un gran terremoto, pero ellos dos habían estado orando y cantando himnos a medianoche. Dios les contestó enseguida, permitiendo su libertad y dándoles también el gozo de ver convertidos al carcelero y su familia.

Dios contesta la oración

“Antes que clamen, responderé yo; mientras aún hablan, yo habré oído”, Isaías 65.24. Dios contestó las oraciones de su pueblo a favor de Pedro cuando estaba bajo sentencia de muerte. Rescatado por un ángel, él se pareció a la puerta de la casa donde estaban orando los creyentes, y ellos mismos no podían creerlo posible. ¡Su culto de oración terminó súbitamente!

Por otro lado, hay las oraciones inválidas, que no reciben respuesta. “Pedís mal, para gastar en vuestros deleites”, Santiago 4.3. Hay a la vez las oraciones que sí son respondidas, pero no como fue pedido. Por ejemplo, Pablo pidió tres veces al Señor que le fuese quitado un aguijón en la carne, pero se quedó con él. El recibió más bien un antídoto: “Bástate mi gracia, porque mi poder se perfecciona en la debilidad”. El apóstol quedó completamente satisfecho con la contesta.

La norma es: “Perseverad en la oración”, Colosenses 4.2. Hay ocasiones cuando Dios no contesta de una vez. El prolongado ejercicio es para nuestro bien y es saludable para la vida espiritual. Nos inspira el ejemplo de Elías en la cumbre del Carmelo, postrado en tierra. Él puso su rostro entre las rodillas y clamó a Dios por lluvia. Envió su criado seis veces para ver si había señal de lluvia, pero la respuesta fue negativa cada vez. Por fin, la séptima vez el criado vio una pequeña nube, como la palma de la mano de un hombre, 1 Reyes 18.41 al 45. Con esto el profeta sabía que Dios había contestado su oración, y enseguida se oscurecieron los cielos con nubes y viento. Hubo una gran lluvia.

No debemos desmayar en las súplicas a favor de los hijos y otros seres queridos que no son salvos. Mejor las oraciones con lágrimas antes que ellos mueran en vez de después, como en el caso de David. Nunca leemos que él haya orado por Absalón su hijo rebelde, pero leemos de su llanto inconsolable cuando fue demasiado tarde.

En una ocasión en el tiempo del rey Ezequías y el profeta Isaías, estaba acampado fuera de Jerusalén el rey Senaquerib, quien se consideraba invencible, con su ejército formidable. Él estaba resuelto a destruir la ciudad. Ezequías clamaba a Dios en oración, y aquella misma noche el ángel de Jehová mató a 185.000 soldados enemigos.

Nuestro Señor, antes de efectuar la resurrección de Lázaro, se dirigió al Padre en oración. Le dio las gracias por haberle oído, y luego clamó a gran voz, “¡Lázaro, ven fuera!” El que había muerto salió, Juan 11.41 al 43.

La oración no ha perdido su eficacia, y en tiempos modernos lo milagroso ha sucedido y está sucediendo en respuesta a la oración.

Sra. Logan, quien servía al Señor con su esposo en el África en años recientes, estaba viajando con sus hijos pequeños en una balsa en un río caudaloso. Había escasez donde vivían, y ella buscaba provisiones en otra parte. Todo iba bien hasta que un cocodrilo empezó a seguirles; era un animal capaz de quitarles de la balsa. La señora madre comenzó a orar fervorosamente a Dios, pidiendo protección del cocodrilo y alimento para su familia. De repente un gran pez saltó del agua, y en un momento el cocodrilo le quitó la cabeza al pez y desapareció, dejando el resto del pez flotando sobre la superficie. El africano que guiaba la balsa buscó los restos, preparó el buen pescado a la orilla del río y acompañó a la familia en su buena comida.

En mi propio caso hubo la ocasión cuando levantaba un pequeño local evangélico en Boquerón, después de haber visto allí fruto en el evangelio. Al regresar un mediodía a Boquerón desde Valencia, descubrí que mis anteojos bifocales no estaban en mi bolsillo, ni los encontré en otra parte. Un muchacho, llamado Bachiller, por cierto, ofreció ayudarme hacer un rastreo de la hacienda de caña por donde yo había caminado al caserío, pero no encontramos nada allí ni más lejos. “Bachiller”, pregunté, “¿tú crees en Dios?” “¡Sí!” me contestó.

“¿Y crees en la oración?” “Cómo no”, respondió.

“¿Entonces crees que El me conseguirá los anteojos?” “¡Eso no! Los anteojos están perdidos”. Monté un carro de alquiler y, siendo el único pasajero, empecé a conversar con el chofer. Sin darme cuenta que él fue quien me llevó en el viaje el día antes, comenté la pérdida de mis anteojos.

El día siguiente oímos un toque de bocina. El mismo chofer me exclamó: “¡Aquí están, Papá!” Efectivamente, el estuche y los lentes. Él explicó que había quitado los asientos para lavar el carro, y así encontró lo perdido. Lo primero que hice fue buscar a Bachiller para mostrarle que Dios sí contesta la oración.

Nuestro Dios es omnisciente, sabe todo; omnipresente, está en todo lugar; y, omnipotente, nada es demasiado difícil para él. Sus recursos son inagotables y le honramos al llevarle todo en oración. Echemos, entonces, toda nuestra ansiedad sobre él, porque Él tiene cuidado de nosotros, 1 Pedro 5.7.

Jehová-nisi

El primer encuentro del pueblo de Israel con el enemigo después de cruzar el Mar Rojo, emprendida la peregrinación por el desierto, fue con Amalec, quien es en la Biblia un tipo de la carne. El creyente en su peregrinación por este mundo, convertido y bautizado, debe estar pendiente de los ataques contra el alma, porque tiene tres enemigos que son el mundo, Satanás y la carne.

Moisés mandó a Josué escoger varones y salir a pelear contra Amalec, y éste fue derrotado a filo de espada. Sabemos por Hebreos 4.12 que la espada es una figura de la Palabra de Dios. Pero el secreto de la victoria de Josué y su ejército en el campo de batalla se ve en lo que estaba sucediendo en la cumbre del collado. Allí estaba Moisés sentado sobre una piedra, y mientras él alzaba las manos Israel prevalecía, pero si las bajaba Amalec prevalecía; por esto, Aarón y Ur sostuvieron las manos de Moisés y la victoria fue segura. La piedra es, por supuesto, una figura de Cristo, “piedra viva, escogida y preciosa”, 1 Pedro 2.4: el fundamento de nuestra fe.

¿Cuál será la lección para nosotros? Como Josué, tenemos que usar la espada del Espíritu y juzgar la carne que está en nosotros. En Aarón vemos una figura de nuestro gran sumo sacerdote, arriba en “la cumbre”, y en Moisés discernimos al creyente con las manos alzadas delante de Dios en oración. “... que los hombres oren en todo lugar, levantando manos santas”, 1 Timoteo 2.8. Ur también es tipo del Espíritu, quien siempre intercede por nosotros con gemidos indecibles.

La promesa de Cristo en Juan 14.16 es: “Yo rogaré al Padre, y él os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre”. Es muy notable que la palabra consolador signifique “uno a nuestro lado;” es parákletos, traducida como abogado en 1 Juan 2.1. Nuestro “parákletos” está en el cielo y en espíritu está con nosotros aquí. “He aquí estoy con vosotros todos los días”, dice. Está allí, delante de la justa presencia de Dios, para defendernos en nuestras faltas y flaquezas.

Para celebrar la victoria, Moisés levantó con Israel un altar llamado Jehová-nisi, que quiere decir, “Jehová es mi bandera”. Le atribuyeron la victoria a Dios, y cuán importante es rendir las gracias al Señor en cada triunfo que Él nos conceda: “Cual pendón hermoso desplegamos hoy, la bandera de la cruz. La verdad del evangelio, el blasón del soldado de Jesús”.

Santiago Saword

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