(Léase Mateo 14:22-33)
Hay dos aspectos
bajo los cuales podemos considerar este interesante pasaje de las Escrituras.
En primer lugar, lo podemos leer desde un punto de vista dispensacional, en
relación con el tema de los tratos de Dios con Israel. Y, en segundo lugar, lo
podemos leer como una porción que atañe directamente a nuestro diario andar
práctico con Dios.
Nuestro
Señor, una vez que alimentó a la multitud y se despidió de ella, “subió al
monte a orar aparte; y cuando llegó la noche, estaba allí solo”. Esto
corresponde precisamente a su posición actual con referencia a la nación de
Israel. Él los dejó y subió a lo alto para emprender la bendita obra de la
intercesión. Mientras tanto, los discípulos —tipo del remanente piadoso—
estaban siendo sacudidos por el borrascoso mar durante las lóbregas vigilias de
la noche, pasando por profundas pruebas y ejercicios, en ausencia de su Señor,
quien, no obstante, nunca los perdió de vista siquiera por un momento, nunca
apartó sus ojos de ellos; y, cuando se acercaban al límite de sus
posibilidades, por así decirlo, sin saber qué hacer, Jesús se hace presente
para aliviarlos, apacigua los vientos, calma el mar y los lleva a su deseado
puerto.
Baste
lo dicho en cuanto al aspecto dispensacional de esta porción de las Escrituras,
al cual, aunque es de lo más interesante, no lo seguiremos desarrollando, por
cuanto nuestro propósito, en este breve artículo, es presentar al corazón del
lector la preciosa verdad revelada en el relato de Pedro sobre las aguas, verdad
que —como lo hemos dicho— atañe directamente a nuestra propia senda individual,
sea cual fuere la naturaleza de esa senda.
No
requiere ningún esfuerzo de la imaginación ver, en el caso de Pedro, una
notable figura de la Iglesia de Dios colectivamente o del cristiano individual.
Pedro dejó la barca ante el llamado de Cristo. Él abandonó todo aquello a lo
que el corazón podía apegarse y se echó a caminar sobre el tempestuoso mar, en
pos de una senda ubicada más allá y por encima de los límites de la Naturaleza;
una senda de fe; una senda en la que nada sino la simple fe podría vivir una
sola hora. El secreto para todos cuantos son llamados a recorrer esa senda es
Cristo o nada. Nuestra única fuente de poder consiste en mantener los ojos de
la fe firmemente fijos en Jesús: “Puestos los ojos en Jesús, el autor y
consumador de la fe” (Hebreos 12:2). Ni bien apartemos nuestros ojos de él,
comenzaremos a hundirnos.
Huelga
decir que no se trata aquí de la salvación —de alcanzar la orilla para estar a
salvo. De ninguna manera; estamos hablando ahora del andar del cristiano en
este mundo; de la carrera práctica de aquel que es llamado a abandonar este
mundo, a renunciar a todo aquello en lo que la mera naturaleza busca apoyarse o
depositar su confianza; a desprenderse de las cosas terrenales, de los recursos
humanos y de los medios naturales a fin de andar con Jesús por encima del poder
y de la influencia de las cosas visibles y temporales.
Tal
es el elevado llamamiento del cristiano y de toda la Iglesia de Dios, en
contraste con Israel, el pueblo terrenal de Dios. Nosotros somos llamados a
vivir por la fe; a caminar, con calma confianza, por encima de las circunstancias
de este mundo; a avanzar, con santo compañerismo, junto a Jesús.
Tras
eso precisamente suspiraba el alma de Pedro cuando profería estas palabras: “Señor,
si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre las aguas” (v. 28). Aquí estaba el
secreto: “si eres tú”. Si no era él, el error más descomunal que Pedro
habría podido cometer hubiera sido dejar la barca. Pero, por otro lado, si
ciertamente era a él mismo, a ese bendito, gloriosísimo y graciable Jesús, al
que vio allí andando apaciblemente sobre la superficie de las agitadas aguas,
entonces, seguramente, lo más excelente, lo más dichoso, lo mejor que podía
hacer era abandonar todo recurso terrenal y natural, a fin de salir en pos de
Jesús y probar el inefable gozo de la comunión con él.
Hay
una inmensa fuerza, profundidad y significación en estas cláusulas: “Si eres tú”,
“manda que yo vaya a ti”, “sobre las aguas”. Nótese que es “a ti sobre
las aguas”. No se trata de que Jesús viniera a Pedro en la barca —algo muy
bendito y precioso— sino de que Pedro saliese al encuentro de Jesús sobre las
aguas. Una cosa es tener a Jesús viniendo en medio de nuestras circunstancias,
apaciguando nuestros temores, aliviando nuestras ansiedades, tranquilizando
nuestros corazones, y otra muy distinta lanzarnos nosotros mismos desde la
orilla de las circunstancias o desde la barca de los recursos humanos para
andar con calma victoria sobre las circunstancias a fin de estar con Jesús
donde él está. Lo primero nos recuerda a la viuda de Sarepta (1 Reyes 17); lo
segundo, a la sunamita (2 Reyes 4).
¿Acaso
no apreciamos la excelente gracia que exhalan estas palabras: “¡Tened ánimo; yo
soy, no temáis!”? Lejos esté de nosotros este pensamiento. Estas palabras son
muy preciosas. Y, además, Pedro las habría probado; sí, se habría deleitado en
su dulzura, aun cuando nunca hubiera puesto siquiera un pie fuera de la barca.
Es bueno que distingamos entre estas dos cosas. Ambas se confunden demasiado a
menudo. Todos nosotros somos propensos a descansar en el pensamiento de tener
al Señor con nosotros, y a sus misericordias acompañándonos a lo largo de
nuestra senda cotidiana. Nuestra visión no va más allá de las relaciones
naturales, los gozos de la tierra, tal cual son, la amplia gama de bendiciones
que nuestro bondadoso Dios derrama tan generosamente sobre nosotros. Nos
aferramos con tesón a las circunstancias, en lugar de anhelar un más íntimo
compañerismo con un Cristo rechazado. En esta senda sufriremos inmensas
pérdidas.
Sí,
lo decimos con fuerza: inmensas pérdidas. No es que debamos
apreciar menos las bendiciones y misericordias de Dios, sino que debemos
apreciarle más a él. Creemos que Pedro habría sido un perdedor si se hubiese
quedado en la barca. Algunos pueden pensar que actuó bajo el influjo de su
impaciencia e impulsividad; por nuestra parte creemos que su proceder fue fruto
de su vehemente anhelo por su muy amado Señor, un intenso deseo de estar cerca
de él a toda costa. Vio a su Señor andando sobre las aguas y se sintió impulsado
por el deseo de andar con él, y su deseo fue legítimo; grato al corazón de
Jesús.
Además,
¿no actuó bajo la autoridad de su Señor al dejar la barca? Ciertamente que sí.
La voz de mando —”ven”—, una voz de intensa fuerza moral, alcanzó su corazón y
lo hizo salir de la barca para ir al encuentro de Jesús. La palabra de Cristo
era la autoridad para entrar en esa extraña y misteriosa senda; y la presencia
viva y sentida de Cristo constituía el poder para avanzar en ella. Sin esa
orden, él no se habría atrevido a partir; sin esa presencia, no habría podido
avanzar. Era algo extraño, inexplicable, sobrenatural andar sobre las aguas;
pero Jesús estaba andando allí, y la fe puede andar con él. Así lo creyó Pedro,
y entonces, “descendiendo de la barca”, “andaba sobre las aguas para ir a
Jesús” (v. 29).
Ahora
bien; ésta es una notable figura de la verdadera senda de un cristiano: la
senda de la fe. La garantía para emprender esa senda es la palabra de Cristo.
El poder para avanzar en ella consiste en mantener los ojos fijos en Cristo
mismo. No es una cuestión de si está bien o está mal. La pregunta es: ¿En
qué ponemos la mira? ¿Es el firme intento de nuestro corazón estar lo más
cerca posible de Jesús? ¿Ansiamos de veras probar una más profunda, más estrecha
y más plena comunión con él? ¿Es él suficiente para nosotros? ¿Estamos
dispuestos a dejar de lado todo aquello a lo que la mera naturaleza se aferra,
y a apoyarnos solamente en Jesús? En su infinito y condescendiente amor, él nos
hace señas para que vayamos a él. Nos dice: “Ven”. ¿Nos negaremos? ¿Vacilaremos
y nos quedaremos atrás ante su voz? ¿Nos asiremos de la barca mientras la voz
de Jesús nos dice “ven”?
Tal
vez podría objetarse que Pedro cayó y que, por lo tanto, habría sido mejor, más
seguro y prudente quedarse en la barca que hundirse en el agua. Es mejor no
tomar un lugar prominente que, después de haberlo tomado, fracasar en él. Bien,
es absolutamente cierto que Pedro fracasó; pero ¿por qué? ¿Fue porque dejó la
barca? No, sino por dejar de mirar a Jesús. “Pero al ver el fuerte viento, tuvo
miedo; y comenzando a hundirse, dio voces, diciendo: ¡Señor, sálvame!” (v. 30).
Así sucedió con el pobre Pedro. Su error no consistió en dejar la barca, sino
en mirar la fuerza del viento y de las olas, en mirar a su alrededor en vez de
clavar la mirada en Jesús. Había entrado en una senda que sólo podía ser
atravesada por la fe, una senda en la cual, si él no tenía a Jesús, no tenía
absolutamente nada; ni barca, ni bote, ni salvavidas ni siquiera un tablón del
que agarrarse. En una palabra, se trataba de Cristo o de nada; de caminar con
Jesús sobre las aguas o de hundirse en lo más hondo sin él. Nada sino la fe
podía sustentar el corazón en tal carrera. Pero la fe pudo sustentarlo, pues la
fe puede vivir en medio de las olas encrespadas y de los vientos más
borrascosos. La fe puede caminar sobre las más agitadas aguas; la incredulidad
no lo puede hacer sobre las más calmas.
Pero
Pedro fracasó. Sí; ¿y qué hay con eso? ¿Acaso ello prueba que hizo mal en obedecer
el llamado de su Señor? ¿Acaso Jesús le reprochó que hubiese dejado la barca?
¡Ah, no!, eso no habría sido propio de Él. Jesús no podía decirle a su pobre
siervo que viniera, y luego reprenderlo por haber venido. Él sabía y podía
condolerse —como lo hizo— de la debilidad de Pedro, por lo que leemos que “al
momento Jesús, extendiendo la mano, asió de él, y le dijo: ¡Hombre de
poca fe! ¿Por qué dudaste?”. No le dijo: «¡Hombre alocado y precipitado! ¿Por
qué dejaste la barca?». No, sino: “¿Por qué dudaste?”. Tal fue la tierna reprimenda.
Y ¿dónde estaba Pedro cuando oía estas palabras? ¡En los brazos de su Señor!
¡Qué lugar! ¡Qué experiencia! ¿Acaso no valía la pena abandonar la barca para
probar semejante bendición? Sin duda que sí. Pedro estuvo acertado en dejar la
barca; y, aunque resbaló en esa altísima senda en la que había entrado, ello no
hizo más que conducirlo a tomar mayor conciencia de su propia debilidad e
insignificancia, como así también de la gracia y del amor de su Señor.
Lector
cristiano, ¿cuál es la lección moral que extraemos de todo esto? Simplemente
que Jesús nos llama a salir de las cosas temporales y de los sentidos naturales
para que andemos con él. Nos insta a abandonar nuestras esperanzas terrenales y
todas nuestras seguridades humanas — respectivamente los puntales y los
recursos sobre los que se apoya nuestro corazón. Su voz puede oírse mucho más
fuertemente que el estruendo de las olas y los rugidos de la tempestad, y esa
voz nos dice: “¡Ven!”. ¡Oh, obedezcámosla! ¡Accedamos de todo corazón a su
llamado! “Salgamos, pues, a él, fuera del campamento, llevando su vituperio”
(Hebreos 13:13). Jesús quiere tenernos cerca de él, caminando con él, apoyados
en él y no mirando las circunstancias que nos rodean, sino mirándole sólo y
siempre a él.
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